Índice de Historia de la vida del buscón de Francisco de QuevedoLibro Primero Capítulo XLibro Primero Capítulo XIIBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO PRIMERO

CAPÍTULO XI

DEL HOSPEDAJE DE MI TÍO, Y VISITAS; LA COBRANZA DE MI HACIENDA Y VUELTA A LA CORTE




Tenía mi buen tío su alojamiento junto al matadero, en casa de un aguador. Entramos en ella, y díjome: No es alcázar la posada, pero yo os prometo, sobrino, que es a propósito para dar expediente a mis negocios.

Subimos por una escalera, que sólo aguardé a ver lo que me sucedía en lo alto para si se diferenciaba en algo de la horca. Entramos en un aposento tan bajo, que andábamos por él como quien recibe bendiciones, con las cabezas bajas.

Colgó la penca en un clavo que estaba con otros, de que colgaban cordeles, lazos, cuchillos, escarpias y otras herramientas del oficio.

Díjome que por qué no me quitaba el manteo y me sentaba; yo le respondí que no lo tenía de costumbre. ¡Dios sabe cuál estaba de ver la infamia de mi tío!

Díjome que había tenido ventura en topar con él en tan buena ocasión, porque comería bien, que tenia convidados unos amigos.

En esto entró por la puerta, con una ropa hasta los pies, morada, uno de los que piden para las ánimas, y haciendo son con la cajeta, dijo: Tanto me han valido a mí las ánimas hoy como a ti los azotados; encaja.

Hiciéronse la mamona el uno al otro; arremangóse el desalmado animero el sayazo, y quedó con unas piernas zambas, en gregüescos de lienzo, y empezó a bailar y decir que si había venido Clemente.

Dijo mi tío que no, cuando Dios y en hora buena, envuelto en un capucho, y con unos zuecos, entró un chirimía de la bellota, digo un porquero; conocílo por el -hablando con perdón- cuerno que traía en la mano; y para andar al uso sólo erró el no traelle encima de la cabeza.

Saludónos a su manera, y tras él entró un mulato, zurdo y bizco, un sombrero con más falda que un monte y más copa que un nogal, la espada con más gavilanes que la caza del rey, un coleto de ante. Traía la cara de punto, porque a puros chirlos la tenia toda hilvanada. Entró y sentóse, saludando a los de casa; y a mi tío le dijo: A fe, Alonso, que lo han pagado bien el Romo y el Garroso.

Salto el de las ánimas, y dijo: Cuatro ducados di yo a Flechilla, verdugo de Ocaña, porque aguijase el borrico y no llevase la penca de tres suelas cuando me palmearon.

¡Vive Dios! -dijo el corchete- que se lo paqué yo sobrado a Lobrezno en Murcia; porque iba el borrico que remedaba el paso de la tortuga, y el bellacón me los asentó de manera que no se levantaron sino ronchas.

Y el porquero, concomiéndose, dijo: Aún están con virgo mis espaldas.

A cada puerco le viene su San Martín, dijo el demandador.

Alabarme puedo yo -dijo mi buen tío- entre cuantos manejan la zurriaga, que al que se me encomienda hago lo que debo: sesenta me dieron los de hoy, y llevaron unos azotes de amigo con penca sencilla.

Yo, que vi cuán honrada gente era la que hablaba con mi tío, confieso que me puse colorado, de suerte que no pude disimular la vergüenza; echómelo de ver el corchete, y dijo: ¡Es el padre el que padeció el otro día a quien se dieron ciertos empujones en el envésh. Yo dije que no era hombre que padecía como ellos.

En esto se levantó mi tío, y dijo: Es mi sobrino, maeso en Alcalá, gran supuesto.

Pidiéronme perdón, y ofreciéronme toda caricia. Yo rabiaba ya por comer y cobrar mi hacienda, y huir de mi tío. Pusieron las mesas, y por una soguilla en un sombrero, como suben la limosna los de la cárcel, subieron la comida de un bodegón que estaba a las espaldas de la casa, en unos mendrugos de platos y retajillos de cántaros y tinajas. No podrá nadie encarecer mi sentimiento y afrenta. Sentáronse a comer en cabecera el demandador y los demás sin orden.

No quiero decir lo que comimos, sólo que eran todas cosas para beber. Sorbióse el corchete tres de puro tinto; brindóme a mí; el porquero me las cogía al vuelo, y hacía más razones que decíamos todos. No había memoria de agua, y menos voluntad de ella.

Parecieron en la mesa cinco pasteles de a cuatro, y tomando un hisopo, después de haber quitado las hojaldres, dijeron un responso todos, con su requiem aeternam, por el ánima del difunto cúyas eran aquellas carnes.

Dijo mi tío: Ya os acordáis, sobrino, lo que os escribí de vuestro padre. Vínoseme a la memoria: ellos comieron, pero yo pasé con los suelos solos, y quedéme con la costumbre. Y así siempre que como pasteles, rezo un avemaría por el que Dios haya.

Menudeóse sobre dos jarros, y era de suerte lo que bebieron el corchete y el de las ánimas, que se pusieron las suyas tajes, que trayendo un plato de salchichas, que parecían dedos de negro, dijo uno que para qué traían pebetes guisados. Ya mi tío estaba tal, que alargando la mano y asiendo una, dijo -con la voz algo áspera y ronca, el un ojo medio acosado y el otro nadando en mosto-: Sobrino, por este pan de Dios, que crió a su imagen y semejanza, que no he comido en mi vida mejor carne tinta.

Yo, que vi al corchete que, alargando la mano, tomó el salero, y dijo: Caliente está. este caldo; y que el porquero se llenó el puño de sal, diciendo: Bueno es el avisillo para beber, y se lo echó todo en la boca, comencé a reírme por una parte y rabiar por otra.

Trajeron caldo, y el de las ánimas tomó por entrambas manos una escudilla, diciendo: Dios bendijo la limpieza. Y lanzándola para sorberla, por llevarla a la boca se la puso en el carrillo, y, volcándola, se asó en el caldo y se puso todo de arriba abajo que era vergüenza. Él, que se vió así, fuése a levantar; y como pesaba algo la cabeza, firmó sobre la mesa -que era de esas movedizas-, trastornóla y manchó a los demás: tras esto decía que el porquero le había empujado. El porquero, que vió que el otro se le caía encima, levantóse, y alzando el instrumento de hueso, le dió con él una trompetada; asiéronse a puños, y estando juntos los dos, y teniéndole el demandador mordido de un carrillo, con los vuelcos y alteración, el porquero vomitó cuanto había comido. en las barbas del de la demanda. Mi tío, que estaba más en su juicio, decía que quién había traído a su casa tantos clérigos.

Yo, que vi que ya en suma multiplicaban, metí en par la brega, desasí a los dos y levanté el corchete del suelo, el cual estaba llorando con gran tristeza. Eché a mi tío en la cama, el cual hizo cortesía a un velador de palo que tenía, pensando que era convidado. Quité el cuerno al porquero, el cual, ya que dormían los otros, no había hacerle callar, diciendo que le diesen el cuerno, porque no había habido jamás quién supiese en él más tonadas, y que él quería tañer con el órgano. Al fin, yo me aparté de ellos hasta que vi que dormían.

Salíme de casa, entretúveme en ver mi tierra toda la tarde, pasé por la casa de Cabra, tuve nueva de que era muerto, y no cuidé de preguntar de qué, sabiendo que hay hambre en el mundo.

Tomé a casa a la noche, habiendo pasado cuatro horas, y hallé al uno despierto y que andaba a gatas por el aposento buscando la puerta, y diciendo que se les había perdido la casa. Levantéle, y dejé dormir a los demás hasta las once de la noche, que despertaron, y, esperezándose, preguntó uno que qué hora era. Respondió el porquero -que aún no la había desollado- que no era nada, sino la siesta, y que hacía grandes bochornos. El demandador, como pudo, dijo que le diesen la cajilla: Mucho han holgado las ánimas para tener a su cargo mi sustento, y fuése, en lugar de ir a la puerta, a la ventana, y como vió estrellas, comenzó a llamar a los otros con grandes voces diciendo que el cielo estaba estrellado a mediodía y que había un grande eclipse. Santiguáronse todos, y besaron la tierra.

Yo, que vi la bellaquería del demandador, escandalicéme mucho y propuse de guardarme de semejantes hombres. Con estas vilezas e infamias que veía yo, ya me crecía por puntos el deseo de verme entre gente principal y caballeros. Despachélos a todos uno por uno, lo mejor que pude, y acosté a mi tío, que, aunque no tenía zorra, tenía raposa; y yo acomodéme sobre mis vestidos y alguhas ropas de los que Dios tenga, que estaban por alli.

Pasamos desta manera la noche, y a la mañana traté con mi tío de reconocer mi hacienda y cobralla.

Despertó diciendo que estaba molido, y que no sabía de qué. Echó una pierna, levantóse; tratamos largo en mis cosas, y tuve harto trabajo por ser hombre tan borracho y rústico. Al fin lo reduje a que me diese notioia de parte de mi hacienda -aunque no de toda-, y así, me la dió de unos trescientos ducados que mi buen padre había ganado por sus puños y dejádolos en oonfianza de una buena mujer, a cuya sombra se hurtaba diez leguas a la redonda.

Por no cansar a v. m. digo que cobré y embolsé mi dinero, el cual mi tío no había bebido ni gastado, que fue harto para ser hombre de tan poca razón, porque pensaba que yo me graduaría con éste, y que estudiando podría ser cardenal, que, como estaba en su mano hacerlos, no lo tenía por dificultoso.

Díjome, en viendo que los tenía: Hijo Pablos, mucha culpa tendrás si no medras y eres bueno, pues tienes a quién parecer; dinero llevas, yo no te he de faltar, que cuanto sirvo y cuanto tengo, para ti lo quiero.

Agradecíle mucho la oferta; gastamos el día en pláticas desatinadas y en pagar las visitas a los personajes dichos.

Pasaron la tarde en jugar a la taba mi tío y el porquero y demandador; éste jugaba misas como si fuera otra cosa. Era. de ver cómo se barajaban la taba: cojiéndola en el aire al que la echaba, y meciéndola con la muñeca, se la tornaban a dar. Sacaban de taba como de naipe, para la fábrica de la sed, porque había siempre un jarro en medio.

Vino la noohe; ellos se fueron, acostámonos mi tío y yo, cada uno en su cama, que ya había proveído para mí un colchón. Amaneció, y antes que él despertase yo me levanté y me fuí a una posada sin que me sintiese; torné a cerrar la puerta por defuera, y eché la llave por una gatera.

Como he dicho, me fuí a un mesón a esconder y aguardar comodidad para ir a la corte. Dejéle en el aposento una carta cerrada, que contenía mi ida y las causas, avisándole no me buscase, porque eternamente no lo había de ver.

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