Índice de Historia de la vida del buscón de Francisco de QuevedoLibro Primero Capítulo IXLibro Primero Capítulo XIBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO PRIMERO

CAPÍTULO X

DE LO QUE HICE EN MADRID, Y LO QUE ME SUCEDIÓ HASTA LLEGAR A CERCEDILLA, DONDE DORMÍ




Recogióse un rato a estudiar herejías y necedades para los ciegos. Entretanto se hizo hora de comer; comimos, y luego pidióme le leyese la premática. Yo, por no haber otro quehacer, la saqué y la le1; la cual pongo aquí, por haberme parecido aguda y conveniente a lo que se quiso reprehender en ella. Decía de este tenor:

Premática contra los poetas hueros, chirles y hebenes

Dióle al sacristán la mayor risa del mundo, y dijo: ¡Hablara yo para mañana! Por Dios que entendí hablaba conmigo, y es sólo contra los poetas hebenes. Cayóme a mí muy en gracia oírle decir esto, como si él fuera muy albillo o moscatel. Dejé el prólogo, y comencé el primer capítulo, que decía:

Atendiendo a que este género de sabandijas que llaman poetas son nuestros prójimos y cristianos, aunque malos; viendo que todo el año adoran cejas, dientes, listones y zapatillas, haciendo otros pecados más enormes, mandamos que la Semana Santa recojan a todos los poetas públicos y cantoneros, como a las malas mujeres, y que los desengañen del yerro en que andan y procuren convertirlos. Y para esto señalamos casas de arrepentidos.

Item, advirtiendo los grandes bochornos que hay en las caniculares y nunca anochecidas coplas de los poetas de sol -como pasas a fuerza de los soles y estrellas que gastan en hacerlas-, les ponemos perpetuo silenoio en las cosas del cielo, señalando meses vedados a las musas, como a la caza y pesca, por que no se agoten con la prisa que les dan.

Item, habiendo considerado que esta secta infernal de hombres condenados a perpetuo concepto, despedazadores de vocablos y volteadores de razones, ha pegado el dicho achaque de poesía a las mujeres, declaramos que nos tenemos por desquitados con este mal que las hemos hecho del que nos hicieron al principio del mundo. Y porque aquél está pobre y necesitado, mandamos quemar las coplas de los poetas, como franjas viejas, para sacar el oro, plata y perlas, pues en los más versos hácen sus damas de todos metales.

Aquí no lo pudo sufrir el sacristán, y levantándose en pie, dijo: ¡Mas no, sino quitamos las haciendas! No pase v. m. adelante, que de eso pienso apelar, y no con las mil y quinientas, sino a mi juez, por no causar perjuicio a mi hábito Y dignidad; y en prosecución de ella gastaré lo que tengo. Bueno es que yo, siendo eclesiástico, hubiese de padecer ese agravio. Yo probaré que las coplas de poeta clérigo no están sujetas a tal premática, y luego quiero irlo a averiguar ante la justicia.

En parte me dió gana de reir; pero, por no detenerme -que se me hacia tarde-, le dije: Señor, esta premática es hecha por gracia, que no tiene fuerza ni apremia, por estar falta de autoridad.

¡Oh pecador de mí! -dijo muy alborotado- Avisara V. m. que me hubiera ahorrado la mayor pesadumbre del mundo. ¿Sabe V. m. qué cosa es hallarse un hombre con ochocientas mil coplas de contado, y oír eso? Prosiga V. m., y Dios se lo perdone el susto que me dió.

Proseguí diciendo:

Item, advirtiendo que después que dejaron de ser moros -aunque todavía conservan algunas reliquias se han metido a pastores, por lo cual andan los ganados flacos de beber sus lágrimas, y chamuscados con sus ánimas encendidas, y tan embebecidos en su música, que no pacen, mandamos que dejen el tal oficio, señalado ermitas a los amigos de soledad, y a los demás -por ser oficio alegre y de pullas-, que se acomoden en mozos de mulas.

Algún p ... cornudo, bujarrón, judío ordenó tal cosa; y si supiera quién era, yo le hiciera una sátira que le pesara a él y a todos cuantos la vieran. ¡Miren qué bien le estaría a un hombre lampiño como yo la ermita! ¿Y un hombre vinajeroso y sacristán ha de ser mozo de mulas? Ea, señor, que son grandes pesadumbres ésas.

Ya le he dicho a v. m. -repliqué yo- que son burlas, y que las oiga como tales.

Proseguí diciendo:

Item, por estorbar los grandes hurtos, mandamos que no se pasen coplas de Aragón a Castilla, ni de Italia a España, so pena de andar bien vestido el poeta que tal hiciese, y si reincide, de andar limpio una hora.

Esto le cayó muy en gracia, porque traía él una sotana con canas, de puro vieja, y con tantas cascamas, que para enterarse no era menester más de estregársela encima; el manteo, podíanse con él estercolar dos heredades.

Y así, medio riéndome, le dije que mandaba también tener entre los desesperados que se ahorcan y despeñan -y que como a tales no les enterrasen en sagrado-, a las mujeres que se enamorasen de poetas a secas. Y que, advirtiendo a la gran cosecha de redondillas, canciones y sonetos que había habido estos años fértiles, mandamos que los legajos que por sus deméritos escapasen de las especerías fuesen a las necesarias sin apelación. Y por acabar, llegué al postrer capítulo que decía así:

Pero advirtiendo con ojos de piedad que hay tres géneros dé gentes en la República tan sumamente miserables que no pueden vivir sin tales poetas, como son farsantes, ciegos y sacristanes, mandamos que pueda haber algunos oficiales de esta arte, con tal que tengan carta de examen de los caciques de los poetas que fueren en aquellas partes; limitando a los poetas de farsantes que no acaben los entremeses con palos ni diablos, ni las comedias en casamiento, y a los ciegos que no sucedan los casos en Tetuán, desterrándoles estos vocablos, hermanal y pundonores, y mandámosles que para decir la presente obra no digan zozobra, y a los de sacristanes, que no hagan los villanoicos con Gil ni Pascual, que no jueguen el vocablo, ni hagan los pensamientos de tornillo, que, mudándoles el nombre, se vuelvan a cada fiesta.

Y, finalmente, mandamos a todos los poetas en común que se descarten de Júpiter, Venus, Apolo y otros dioses, so pena que los tendrán por abogados en la hora de la muerte.

A todos los que oyeron lar premática pareció cuanto bien se puede decir, y todos me pidieron traslado de ella; sólo el sacristanejo comenzó a jurar por vida de las vísperas solemnes, introibo y kiries, que era sátira contra él, por lo que decía de los ciegos, y que él sabía mejor lo que había de hacer que nadie.

Y últimamente dijo: Hombre soy yo que he estado en una posada con Liñán, y he comido más de dos veces con Espinel, y que había estado en Madrid tan cerca de Lope de Vega como lo eataba de mí, y que había visto a don Alonso de Ercilla mil veces, y que tenía en su casa un retrato del divino Figueroa, y que había comprado los gregüescos que dejó Padilla cuando se metió a fraile, y que hoy día los traía y malos. Enseñólos, y dióles esto a todos tanta risa, que no querían salir de la posada.

Al fin, ya eran las dos, y como era forzoso el caminar, salimos de Madrid. Yo me despedí de él, aunque me pesaba, y comencé a caminar para el puerto.

Quiso Dios que, por que no fuese pensando en mal, me topé con un soldado. Luego trabamos plática; preguntó me que si venía de la corte. Dije que de paso había estado en ella.

No está para más -dijo luego-, que es pueblo para gente ruin; mas quiero, ¡voto a Cristo!, estar en un sitio, la nieve a la cinta, hecho un reloj, comiendo madera, que sufrir las supercherías que se hacen a un hombre de bien.

A esto le dije yo que advirtiese que en la corte había de todo, y que estimaban mucho a cualquier hombre de suerte.

¡Que estimaban -dijo muy enojado-, si he estado yo seis meses pretendiendo una bandera, tras veinte años de servicios y haber perdido mi sangre en servicio del rey, como lo dicen estas heridas! Y enseñóme una cuchillada de a palmo en las ingles, que así era de incordio como el sol es claro; luego, en los calcañares, me enseñó otras dos señales, y dijo que eran balas; y yo saqué, por otras dos mías que tengo, que habían sido sabañones. Quitóse el sombrero y mostróme el rostro: calzaba diez y seis puntos de cara, que tantos tenía en una cuchillada que le partía las narices. Tenía otros tres chirlos, que se la volvían mapa a puras líneas.

Éstas -me dijo- me dieron en París en servicio de Dios y del rey, por quien veo trinchado mi gesto, y no he recibido sino buenas palabras, que ahora tienen lugar de malas obras. Lea estos papeles, por vida del licenciado, que no ha salido en campaña, ¡voto a Cristo!, hombre, ¡vive Diosl, tan señalado; y decía verdad, porque lo estaba a puros golpes.

Comenzó a sacar cañones de hoja de lata y a enseñarme papeles, que debían de ser de otro a quien había tomado el nombre. Yo los leí, y dije mil cosas en su alabanza, y que el Cid ni Bernardo no habían hecho lo que él.

Saltó en esto, y dijo: ¿Cómo lo que yo? ¡Voto a Dios! que ni García de Paredes, Julián Romero ni otros hombres de bien. ¡Pese al diablo! Sí, que entonces sí que no había artillería. ¡Voto a Dios! que no hubiera Bernardo para una hora en este tiempo. Pregunte v. m. en Flandes por la hazaña del Mellado, y verá lo que le dicen.

¿Es v. m. acaso?, le dije yo; y él me respondió:

Pues ¿qué otro? ¿No ve la mella que tengo en los dientes? No tratemos de esto, que parece mal alabarse el hombre.

Yendo en estas razones, topamos en un borrico un ermitaño con una barba tan larga, que hacía lodos con ella, macilento y vestido de paño pardo. Saludámosle con el Deo gratias acostumbrado, y empezó a alabar los trigos y en ellos la misericordia del Señor.

Saltó el soldado, y dijo: ¡Ah, padre! Más espesas he visto yo las picas sobre mí; y, ¡voto a Cristo!, que hice en el saco de Amberes lo que pude; sí ¡juro a Dios!

El ermitaño le reprehendía que no jurase tanto. El soldado le respondía: Bien se ha de ver, padre, que no ha sido soldado, pues me reprehende mi propio oficio.

Dióme a mí gran risa de ver en lo que ponía la soldadesca, y eché de ver era algún picaron, porque entre ellos no hay costumbre tan aborrecida de los de importancia, cuando no de todos.

Llegamos a la falda del puerto: el ermitaño, rezando el rosario en una carga de leña hecha bolas, de manera que a cada Avemaría sonaba un cabe; el soldado iba comparando las peñas a los castillos que había visto, y mirando cuál lugar era fuerte y adónde se había de plantar la artillería. Yo los iba mirando; y tanto temía el rosario del ermitaño con las cuentas frlsonas, como las mentiras del soldado.

¡Oh, cómo volaría yo con pólvora gran parte de este puerto -decía-, e hiciera buena obra a los caminantes!.

En estas y otras conversaciones llegamos a Cercedilla. Entramos en la posada todos tres juntos ya anochecido; mandamos aderezar la cena; era viernes y, entretanto, el ermitaño dijo: Entretengámonos un rato, que la ociosidad es madre de los vicios; juguemos Avemarías; y dejó caer de la manga el descuadernado. Dióme a mi gran risa. ver aquello, considerando en las cuentas.

El soldado dijo: No, si no juguemos hasta cien reales que yo traigo, en amistad.

Yo, codicioso, dije que jugaría otros tantos, y el ermitaño, por no hacer mal servicio, aceptó, y dijo que allí llevaba el aceite de la lámpara, que era hasta doscientos reales. Yo confieso que pensé ser su lechuza, y bebérselo; pero así le suceden todos sus intentos al turco. Fue el juego al parar; y lo bueno fue que dijo que no sabía el juego, e hizo que se le enseñásemos. Dejónos el bienaventurado hacer dos manos, y luego nos la dió tal, que no dejó blanca en la mesa. Heredónos en vida; retiróla el ladrón con las ancas de la mano, que era lástima: perdía una sencilla, y acertaba doce maliciosas. El soldado echaba a cada suerte doce votos y otros tantos pesias, Morrados en porvidas. Yo me comí las uñas mientras el fraile ocupaba las suyas en mi moneda.

No dejaba santo que no llamaba: acabó de pelarnos; quisímosle jugar sobre prendas; y él -tras haberne ganado a mi seiscientos reales, que era lo que llevaba, y al soldado los ciento- dijo que aquello era entretenimiento, y que éramos prójimos; que no había de tratar de otra cosa.

No juren -decía-; que a mí porque me encomendaba a Dios me ha sucedido bien.

Y como nosotros no sabíamos la habilidad que tenía de los dedos a la muñeca, creímoslo; y el soldado juró de no jugar más, y yo de la misma suerte.

Pesia tal -decía el pobre alférez (que él me dijo entonces lo que era)-; entre luteranos y moros me he visto; pero no he padecido tal despojo.

Él se reía a túdo esto. Tornó a sacar el rosario para rezar; y yo, que no tenía ya blanca, pedile que me diese de cenar y que pagase hasta Segovia la posada por los dos, que íbamos en puribus. Prometió hacerlo. Metióse sesenta huevos. ¡No vi tal en mi vidal! Dijo que se iba a acostar. Dormimos todos en una sala, con otra gente que estaba allí, porque los aposentos estaban tomados para otros. Yo me acosté con harta tristeza, y el soldado llamó al huésped y le encomendó sus papeles con las cajas de lata que los traían y un envoltorio de camisas jubiladas. Acostámonos; el padre se persignó, y nosotros nos santiguamos de él; durmió, y yo estuve desvelado, trazando cómo quitarIe el dinero. El soldado hablaba entre sueños de los cien reales, como si no estuvieran sin remedio.

Hízose hora de levantar; pidió luz muy aprisa, trajéronla, y el huésped el envoltorio al soldado, y olvidáronsele los papeles. El pobre alférez hundía la casa a gritos, pidiendo que le diese los servicios. El huésped se turbó; y como todos decíamos que se los diese, fue corriendo, y trajo tres bacines, diciendo: He ahí para cada uno lo suyo. ¿Quieren más scrvicios?, entendiendo que nos habían dado cámaras. Aquí fue ella, que se levantó el soldado con la espada tras el huésped, en camisa, jurando que le había de matar porque hacía burla dél -que se había hallado en la Naval, San Quintfn y otras-, trayéndole servicios en lugar de los papeles que le había dado. Todos salimos tras él a tenerle, y aun no podíamos.

Decía el huésped: Señor, su merced pidió servicios; yo no estoy obligado a saber que en lengua soldadesca se llaman así los papeles de las hazañas.

Apaciguámoslos y tornamos al aposento. El ermitaño, receloso, se quedó en la cama, diciendo que le había hecho mal el susto. Pagó por nosotros, y salimos del pueblo para el puerto, enfadados del término del ermitaño y de ver que no le habíamos podido quitar el dinero.

Topamos con un ginovés -digo con uno de estos antecristos de las monedas de España- que subía el puerto, con un paje detrás, y él con su guardasol, muy a lo dineroso.

Trabamos conversación con él, y todo lo llevaba a materia de maravedís, que es gente que naturalmente nació para bolsas. Comenzó a nombrar a Visanzón, y si era bien dar dineros o no a Visanzón; tanto, que el soldado y yo le preguntamos que quién era aquel caballero; a lo cual respondió riéndose: Es un pueblo de Italia donde se juntan los hombres de negocios, que acá llamamos fulleros de pluma, a poner los precios por donde se gobierna la moneda; de lo cual sacamos que en Visanzón se llevaba el compás a los músicos de uña.

Entretúvonos el camino contando que estaba perdido porque había quebrado un cambio que le tenía más de sesenta mil escudos; y todo lo juraba por su conciencia, aunque yo pienso que conciencia en mercaderes es como virgo en cotorrera, que se vende sin haberse. Nadie casi tiene conciencia de todos los de este trato, porque, como oyen decir que muerde por muy poco, han dado en dejarla con el ombligo en naciendo.

En estas pláticas vimos los muros de Segovia, y a mí se me alegraron los ojos, a pesar de la memoria que, con los sucesos de Cabra, me contradecía el contento.

Llegué al pueblo, y a la entrada vi a mi padre en el camino aguardando. Enternecíme y entré algo desconocido de como salí, con punta de barbas, bien vestido. Dejé la compañía; y considerando en quién conociera a mi tío -fuera del rollo- mejor en el pueblo, no hallé nadie de quien echar mano.

Lleguéme a mucha gente a preguntar por Alonso Ramplón, y nadie me daba razón de él, diciendo que no le conocían. Holgué mucho de ver tantos hombres de bien en mi pueblo, cuando, estando en esto, oí al precursor de la penca hacer de garganta, y a mi tío de las suyas. Venía una procesión de desnudos, todos descaperuzados, delante de mi tío; y él, muy haciéndose de pencas, con una en la mano, tocando un pasacalles públicas en las costillas de cinco laúdes, sino que llevaban sogas por cuerdas.

Yo, que estaba mirando esto -con un hombre a quien había dicho, preguntando por él, que era un gran caballero. Yo, veo a mi buen tío; y echando en mí los ojos -por pasar cerca-, arremetió a abrazarme, llamándome sobrino.

Penséme morir de vergüenza; no volví a despedirme de aquel con quien estaba. Fuíme con él, y díjome: Aquí te podrás ir, mientras cumplo con esta gente; que ya vamos de vuelta, y hoy comerás conmigo.

Yo, que me vi a caballo, y que en aquella sarta parecería punto menos de azotado, dije que le aguardaría alli; y así, me aparté tan avergonzado, que, a no depender de él la cobranza de mi haciendá, no le hablara más en mi vida, ni pareciera entre gentes.

Acabó de repasarles las espaldas, volvió, y llevóme a su casa, donde me apeé y comimos.

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