Presentación de Omar CortésSegunda parte - Capítulo sextoSegunda parte - Capítulo octavo Biblioteca Virtual Antorcha

Gustave Flaubert

MADAME BOVARY

SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO SÉPTIMO



El día siguiente fue para Emma particularmente fúnebre. Todo le parecía envuelto en una atmósfera negra que flotaba confusamente sobre el exterior de las cosas; y la tristeza se le metía en el alma con dulces alaridos, como el viento del invierno en los castillos abandonados. Es esa evocación de lo que nunca volverá, la lasitud que se apodera de nosotros después de cada hecho consumado, ese dolor, en fin, que nos produce la interrupción de todo movimiento acostumbrado, la cesación brusca de una vibración prolongada.

Como el retorno de La Vaubyessard, cuando las cuadrillas remolineaban en su cabeza, tenia una melancolía seca, una desesperación sorda. Reaparecía León más alto, más guapo, más suave, más difuso; aunque estuviera separado de ella, no la había dejado; estaba allí y las paredes de la casa parecían conservar su sombra. Emma no podía apartar los ojos de aquella alfombra sobre la cual había andado él, de aquellos muebles vacíos donde se había sentado. El río seguía corriendo y arrastraba lentamente sus leves olas a lo largo de la orilla deslizante. Por ella habían paseado muchas veces, con aquel mismo murmullo de las ondas, sobre las piedras cubiertas de musgo. ¡Qué buenos soles habían tenido! ¡Qué buenas tardes ellos solos, a la sombra, al fondo del jardín! Leía él en voz alta, descubierta la cabeza, sentado en un taburete de palos secos; el vientecillo fresco de la pradera hacía temblar las páginas del libro y los pétalos de las flores en derredor ... ¡Ah, se había marchado, el solo encanto de su vida, la única esperanza posible de una felicidad! ¡Por qué no había aceptado aquella suerte cuando se le presentó! ¡Por qué no lo retuvo con sus dos manos, con sus dos rodillas, cuando quería huir! Y se maldijo por no haber amado a León; tuvo sed de sus labios. Le dieron ganas de correr en su busca, de arrojarse en sus brazos, de decirle:

- ¡Aquí estoy, soy yo, soy tuya!.

Pero siempre había sabido las dificultades de la empresa, y sus deseos, exacerbados por la añoranza, eran aún más vivos.

Desde entonces el recuerdo de León fue como el centro de su hastío; chisporroteaba en él más fuerte que en una estepa de Rusia, un fuego de viajeros abandonado en la nieve. Se precipitaba hacia él, se uncía plenamente a su presencia, removía delicadamente aquella lumbre a punto de apagarse, iba buscando en torno a ella lo que podía avivarla más, y las reminiscencias más lejanas, las ocasiones más inmediatas, lo que experimentaba y lo que imaginaba, sus ansias de voluptuosidad que se dispersaban, sus proyectos de felicidad que crujian al viento como ramas muertas, su virtud estéril, sus esperanzas perdidas, la paja doméstica ..., lo recogía todo, todo lo utilizaba para dar calor a su existencia.

Pero las llamas acabaron por extinguirse, bien porque la provisión de si misma se agotara o porque la acumulación fuera excesiva. El amor se fue desvaneciendo poco a poco por la ausencia, la añoranza se asfixió bajo el hábito; y aquel resplandor de incendio que teñía de púrpura su cielo pálido se cubrió de más sombra y se borró gradualmente. En el adormecimiento de su conciencia llegó a tomar las repugnancias hacia el marido por aspiraciones hacia el amante, las quemaduras del odio se confundieron con las de la ternura. Pero como el huracán seguía soplando y la pasión se consumió hasta las cenizas, y no apareció el sol ni llegó socorro alguno, la noche fue completa en todos los horizontes, y Emma quedó perdida en un horrible frío que la traspasaba.

Entonces volvieron a reproducirse aquellos malos días de Tostes; pero ahora se consideraba mucho más desgraciada, pues tenia la experiencia del dolor y la seguridad de que no terminaría.

Una mujer que se había impuesto tan grandes sacrificios podía muy bien darse algún capricho. Se compró un reclinatorio gótico, gastó en un mes catorce francos en limas de todas clases para arreglarse las uñas; escribió a Ruán para encargar un vestido de casimir azul; eligió en la tienda de Lheurcux el más bonito de sus corpiños; se lo ataba encima de la bata, y, cerrada la puerta, con un libro en la mano, se tendía en el canapé a leer asi ataviada.

Cambiaba a menudo de peinado; a la china, en bucles flojos, en trenzas: se hizo una raya al lado de la cabeza y se enrolló el pelo por debajo, en un estilo francamente masculino.

Quiso aprender el italiano y adquirió diccionarios, una gramática y una provisión de papel blanco. Compró lecturas serias, historia y filosofía. A veces, Charles se despertaba por la noche sobresaltado, creyendo que venían a buscarlo para un enfermo ...

— ¡Ahora voy! —balbucía.

Pero se trataba del ruido de una cerilla que Emma frotaba para encender la lámpara. Con las lecturas le ocurría lo mismo que con sus labores de bordado, una vez comenzadas, iban a amontonarse en el armario; las tomaba, dejaba, y pasaba a otras.

Le daban arrebatos en los que hubiera sido fácil llevarla a extravagancias. Un día sostuvo, contra la opinión de su marido, que era capaz de beber la mitad de un gran vaso de aguardiente, y como Charles tuviera el desatino de desafiarla, se tomó el aguardiente hasta la última gota.

A pesar de aquellos aires tan vaporosos (tal era el término que usaban las señoras de Yonville), Emma, sin embargo, no parecía contenta, y, generalmente, tenia en las comisuras de la boca esa inmóvil contracción que frunce la cara de las solteronas y de los ambiciosos fracasados. Le cubría el rostro una completa placidez; tenia la piel muy tirante hacia las ventanas de la nariz, miraba a las personas de una manera vaga, y cuando se descubrió tres cabellos grises en las sienes, comenzó a hablar de la vejez.

A veces se encontraba muy desfallecida. Un día hasta escupió sangre, y como Charles se alarmara, ella declaró:

— ¡Bah, qué importa eso!

En aquella ocasión Charles fue a refugiarse a su despacho, y lloró, con los codos apoyados en una mesa, sentado en un sillón bajo la cabeza frenológica.

Entonces escribió a su madre para rogarle que viniera, y juntos celebraron las conferencias sobre Emma.

Pero, ¿qué podrían hacer, puesto que ella se negaba a todo tratamiento?

— ¿Sabes qué necesita tu mujer? —concluía la madre Bovary—. ¡Quehaceres obligatorios, trabajos manuales! Si tuviera que ganarse el pan, como muchas, no tendría esos vapores que le vienen de las ideas que se mete en la cabeza y de la vagancia en que vive.

— Bueno, ella hace cosas —decía Charles.

— ¡Hace cosas! ¿Qué es lo que hace? Leer novelas, libros malos, obras que hablan contra la religión y en las que se burlan de los sacerdotes con discursos sacados de Voltaire. Pero todo eso se paga, pobre hijo mío; el que no tiene religión acaba siempre mal.

En consecuencia, decidieron impedir a Emma que leyera novelas. La cosa no parecía nada fácil; pero la buena señora se encargó de hacerlo, y cuando pasó por Ruán se presentó en la casa del que alquilaba los libros, y, en representación de su hijo, le dijo que se suspendía la suscripción de Emma, y que si el librero persistía en su oficio de envenenador darían aviso a la policía.

La despedida de la suegra y de la nuera fue seca. Durante las tres semanas que habían pasado juntas no cruzaron cuatro palabras, fuera de las informaciones y los cumplidos de rigor cuando se reunían a la mesa y por la noche antes de ir a la cama.

Madame Bovary madre se marchó un miércoles, que era día de mercado en Yonville.

Desde temprano en la mañana la plaza estaba abarrotada por una fila de carros que se extendían a lo largo de las casas desde la iglesia hasta la fonda. Al otro lado había un conjunto de tiendas de lona donde se vendían telas de algodón, colchas y medias de lana, ronzales para los caballos y paquetes de cintas azules cuyas puntas volaban al viento. Quincallería barata extendida en el suelo entre las pirámides de huevos y los grandes canastos de quesos, de donde emergían unas palas pegajosas, junto a las trilladoras, gallinas que cacareaban dentro de unas jaulas y sacando el pescuezo por entre los barrotes. La multitud se apelotonaba en el mismo lugar y a veces ponía en riesgo la fachada de la botica. Los miércoles el mercado estaba abarrotado de gente, más que para comprar medicamentos, para consultar con maese Homais, tan famosa era su reputación en los pueblos circundantes. Su robusto aplomo había fascinado a los campesinos. Le consideraban mejor médico que todos los médicos.

Emma estaba de codos en su ventana (se asomaba a ella a menudo; en la provincia francesa la ventana reemplaza a los teatros y al paseo); ella estaba entretenida observando a toda esa gente de baja estofa cuando de pronto distinguió a un caballero que vestia una levita de terciopelo verde. Llevaba guantes amarillos y unas polainas altas que cubrían su calzado; se dirigía a la casa del médico, seguido de un campesino que caminaba con la cabeza baja y con un aire muy meditativo.

— ¿Puedo ver al señor? —preguntó a Justino, que estaba en el umbral de la puerta platicando con Felicidad.

Y tomándolo por el criado de la casa:

— Dígale que aquí está monsieur Rodolfo Boulanger, de La Huchette.

Él añadió la procedencia a su nombre, lo que no fue por vanidad territorial, sino para darse a conocer mejor; porque La Huchette era un dominio cerca de Yonville, cuyo palacio acababa de adquirir, junto con dos fincas que cultivaba él mismo, aunque sin molestarse mucho. Hacia vida de soltero y decian que su fortuna ascendía, por lo menos, a quince mil libras de rentas anuales.

Entró Charles en la sala y monsieur Boulanger le presentó a su hombre, que quería que le practicaran una sangría porque sentia hormigas en todo el cuerpo.

— Eso me purgará —decía, y objetaba cualquier otro razonamiento en contra de su idea.

Asi que a Bovary no le quedó más remedio que aceptar el proceso curativo que le demandaba su paciente; trajo una palangana y una venda y pidió a Justino que la sostuviera. Después, dirigiéndose al campesino, que ya se había puesto lívido, le dijo:

— ¡Vamos, no tenga miedo, amigo!

— No, no —respondió el hombre—, ¡adelante!

Y, con un aire de valiente indiferencia extendió su fuerte brazo. El pinchazo de la lanceta hizo brotar la sangre con tal ímpetu que el chorro fue a dar hasta el espejo.

— ¡Acerca el vaso! —exclamó Charles.

— ¡Pero mira nada más! —decía el campesino—, parece una fuentecilla que corre ... ¡Qué colorada tengo la sangre! Eso debe ser bueno, ¿verdad?

— A veces —explicó el médico — no se siente nada al principio, pero luego se declara el sincope, y sobre todo en personas bien constituidas.

Ante estas palabras, el lugareño soltó el estuche al que daba vueltas entre los dedos. De un tirón de los hombros hizo crujir el respaldo de la silla. Se le cayó el sombrero.

— Me lo figuraba —dijo Bovary, apoyando el dedo en la vena.

La palangana empezó a temblar en las manos de Justino; se puso pálido y le temblaban las rodillas.

— ¡Mi mujer! ¡Mi mujer! —llamó Charles.

Emma bajó la escalera de un salto.

— ¡Vinagre ! —gritó el médico—. ¡Dios santo, dos a la vez! Y, en su emoción, le resultaba difícil poner la compresa.

— No es nada —decia muy tranquilo monsieur Boulanger, mientras sostenía a Justino entre sus brazos.

Y lo sentó sobre la mesa, apoyándole la espalda contra la pared.

Madame Bovary se puso a quitarle la corbata. Tenia un nudo en los cordones de la camisa; pemaneció unos minutos moviendo sus ligeros dedos en el cuello del muchacho. Luego echó vinagre en su pañuelo y le fue mojando con él las sienes a pequeños toques, soplando delicadamente encima.

El carretero se despertó, pero el sincope de Justino seguía y sus pupilas se sumergían en su pálida esclerótica, como flores azules de leche.

— Habrá que esconderle esto —dijo Charles.

Madame Bovary tomó la palangana para meterla debajo de la mesa; en el movimiento que hizo al inclinarse el vestido (de cuatro volantes, de falda ancha y largo talle) se extendió en torno de ella sobre los ladrillos de la sala: y como Emma, acurrucada, vacilara un poco apartando los brazos, los pliegues de la tela se hundían a intervalos, según las inflexiones de su corpiño. Luego fue a tomar una garrafa de agua, y estaba disolviendo unos terrones de azúcar cuando entró el boticario, pues en medio de la algarabía la sirvienta había ido a buscarlo. Al ver a su discípulo con los ojos abiertos, recobró el aliento. Después, girando en torno a él, lo miraba de arriba a abajo.

— ¡Tonto! —le decía—. ¡Pedazo de tonto! Despué s de todo aquello no era más que una flebotomía ... ¡Vaya con el mozalbete que no tiene miedo de nada; ahí, donde ustedes lo ven, él es una especie de ardilla que se encarama a sacudir nueces a unas alturas vertiginosas! Y ahora, mírenlo ustedes ... ¡Vaya disposición para llegar a ejercer la farmacia! Pues en esta profesión se da el caso de encontrarse ante situaciones graves, ante los tribunales, para iluminar la conciencia de los magistrados; y para eso hay que tener serenidad y aplomo; hay que saber razonar, conducirse como un hombre, no se debe uno mostrar como un imbécil o un pusilánime.

Justino no respondía nada. El boticario proseguía:

¿Quién te mandó venir? Siempre estás importunando al señor y a la señora. Además, los miércoles me es indispensable tu presencia. Ahora mismo hay treinta personas en la casa; y lo he dejado todo por el interés que tengo por ti. ¡Vamos, márchate corriendo, espérame allá y vigila los botes!

Cuando Justino, después de vestirse, se marchó, hablaron de desmayos. Madame Bovary no se había desmayado nunca.

— ¡Es extraordinario en una mujer! —dijo monsieur Boulanger—. La verdad es que hay personas muy delicadas. Por ejemplo, yo he visto a un testigo perder el conocimiento en un duelo sólo de oír cargar las pistolas.

— A mi —dijo el boticario— ver la sangre de los demás no me hace absolutamente nada, pero la sola idea de que corra la mía podría causarme un desmayo, si pienso mucho en ello.

A todo esto, monsieur Boulanger despidió a su criado, diciéndole que se tranquilizara, ya que la cosa había pasado.

— Esto me ha procurado la suerte de conocerlos —añadió.

Y al decir esta frase miraba a Emma.

Después depositó tres francos en la esquina de la mesa, saludó sin efusión y se marchó.

Al cabo de un momento estaba ya al otro lado del rio, pues era su camino para volver a La Huchette. Emma lo vio en la pradera, caminando entre los álamos, acortando el paso de vez en cuando, como quien reflexiona.

- ¡Qué bonita es! —se decía—. ¡Qué bonita esta mujer del médico! Bonitos dientes, bonitos ojos, bonito pie; y tiene un porte como el de una mujer parisina. ¿De dónde diablos habrá salido? ¿Dónde la encontraría ese médico tan gordo?

Monsieur Rodolfo Boulanger tenia treinta y cuatro años; era de temperamento brutal y de inteligencia perspicaz; además, había frecuentado mucho a las mujeres y ciertamente entendía de mujeres. Esta le había parecido bonita, asi que no podía evitar pensar en ella y en su marido.

- Me parece muy tonto. Seguramente está harta de él. Lleva las uñas sucias y una barba de tres días. Mientras él trota de enfermo en enfermo, ella se queda zurciendo calcetines. ¡Estoy seguro de que esa mujer se aburre; ella quisiera vivir en la ciudad, bailar la polka todas las noches! ¡Pobre muchacha! Abre la boca pidiendo amor como una carpa pidiendo agua sobre una mesa de la cocina. Con tres palabritas galantes una mujer asi lo adoraría a uno, estoy seguro. ¡Seria una cosa tierna, deliciosa! ... Si, pero, ¿y cómo desprenderse de ella después?

Estas fantasías, y las posibles entrevistas con la nueva conocida le hicieron, por contraste, pensar en su amante. Era una mujer de teatro, una comediante de Ruán, a la que él sostenía, y, deteniéndose en esta imagen, que hasta en el recuerdo le daba la sensación de saciedad, pensó:

¡Ah, pero madame Bovary es mucho más bonita que ella, sobre todo más lozana! Decididamente, no hay comparación; Virginia empieza a engordar demasiado y cada vez resulta más fastidiosa con sus diversiones, además de que se ha convertido en una mujer muy quisquillosa.

El campo estaba desierto, y Rodolfo no oía a su alrededor más que el batir acompasado de las hierbas que le golpeaban las polainas, y el cantar de los grillos escondidos, lejos, bajo la avena; volvía a ver a Emma en la sala, vestida como la había visto antes, y entonces la desnudaba con la imaginación.

— ¡Oh, será mía! —exclamó, deshaciendo un terrón con la punta de su bastón.

Y, en seguida, se puso a considerar la parte política de la empresa. Se preguntaba:

- ¿Dónde podemos encontramos? ¿Por qué medio? Tendremos siempre la cría sobre la espalda?, y la sirvienta, y los vecinos, el marido, toda gentuza que anda por ahí, rondándola ... ¡Bah, se pierde demasiado tiempo!

Luego volvió a empezar:

- ¡Pero vaya que tiene unos ojos que entran en el corazón como barrenas! ... Y esa tez pálida ... ¡Yo, que adoro a las mujeres pálidas!

Al llegar a lo alto de la cuesta de Argueil el caso estaba resuelto.

- No hay más que buscar las ocasiones. Bueno, pues pasaré por aquí alguna vez, les mandaré piezas de caza, aves ..., si hace falta vendré a que me sangre el médico: nos haremos amigos, los invitaré a mi casa ... ¡Ah, ya pronto comenzará la feria; ella estará allí y la veré. Entonces comenzaremos lo que haya que comenzar, yo creo que la cosa es segura.
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