Presentación de Omar CortésSegunda parte - Capítulo quintoSegunda parte - Capítulo séptimo Biblioteca Virtual Antorcha

Gustave Flaubert

MADAME BOVARY

SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO SEXTO



Un día en que estaba abierta la ventana y Emma, sentada junto a ella acababa de ver a Lestiboudois, el sacristán, podando el boj, oyó de pronto el toque del ángelus.

Era a principios de abril, cuando se abren las primaveras, rueda sobre los arriates un viento tibio y los jardines, como mujeres, parecen arreglarse para las fiestas del verano. Por los barrotes del cenador se vela a lo lejos y a todo alrededor el rio en la pradera, dibujando sobre la hierba sinuosidades vagabundas. Por entre los álamos sin hojas pasaba el vapor del atardecer, esfumando sus contornos con un tinte violeta, más pálido y más transparente que una gasa sutil colgada de sus ramas. Lejos, caminaban unos animales; no se oian ni sus pasos ni sus mugidos, y la campana continuaba sonando, persistiendo en el aire su lamento pacifico.

Ante ese tintineo repetido el pensamiento de Emma se perdía en sus viejos recuerdos de juventud. Recordó los grandes candeleros que, en el altar, sobresalían sobre los jarrones llenos de flores y el tabernáculo de columnillas. Hubiera querido hallarse, como antaño, confundida en la larga fila de velos blancos, marcados de negro acá y allá por los rígidos capuchones de las buenas monjas de bruces sobre sus reclinatorios; el domingo, en misa, cuando levantaba la cabeza, veía el dulce rostro de la Virgen entre los torbellinos azulados del incienso que subía. La dominó una oleada de ternura; se sintió blanda y por completo entregada al abandono, como un plumón de pájaro que revolotea en la tormenta; y sin darse cuenta se dirigió a la iglesia, dispuesta a cualquier devoción, con tal de que se le doblegara el alma y, en la devoción, desapareciera toda su existencia.

En la plaza se encontró con Lestiboudois, que volvía de la iglesia; pues, por aprovechar mejor el día, prefería interrumpir la tarea y reanudarla luego, de suerte que tocaba el ángelus cuando le acomodaba. Por otra parte, anticipando el toque avisaba a los chiquillos la hora del catecismo.

Ya habian llegado algunos y estaban jugando a las canicas en las losas del cementerio. Otros, a caballo en el muro, agitaban las piernas, tronchando con los zuecos las grandes ortigas que crecian entre el pequeño cercado y las últimas tumbas. Era el único sitio verde; todo el resto no era más que piedras y estaba siempre cubierto de un fino polvo, a pesar de la escoba de la sacristía.

Los niños, en escarpines, corrían allí como sobre un entarimado hecho para ellos, y se oian sus voces a través del tañer de la campana, que se amortiguaba un poco con las oscilaciones de la gruesa cuerda que, cayendo de lo alto del campanario, arrastraba su extremo por el suelo. Pasaban las golondrinas lanzando pequeños chillidos, cortando el aire con su vuelo, y entraban muy deprisa en sus nidos amarillos bajo las cejas del alero. Al fondo de la iglesia ardía una lámpara, es decir, una mecha de lamparilla en un vaso colgado. De lejos, su luz parecía una mancha blanquecina que temblaba sobre el aceite. Un largo rayo de sol atravesaba toda la nave central y hacia más oscuros aún los laterales y los rincones.

— ¿Dónde está el señor cura? —preguntó madame Bovary a un chiquillo que se entretenía en sacudir el torniquete dentro de su agujero demasiado ancho.

— Ahora vendrá —contestó el niño.

En efecto, al poco tiempo rechinó la puerta del presbiterio y apareció el abate Boumisien; los niños escaparon en pelotón a la iglesia.

— ¡Ah, esos pequeños vándalos! —murmuró el eclesiástico—, siempre los mismos.

Y, recogiendo su libro de catecismo todo desencuadernado, agregó:

— ¡No respetan nada!

Pero, en cuanto vio a madame Bovary:

— Perdone —dijo— no me había dado cuenta de que estaba usted aquí.

Metió el catecismo en su bolsillo y se paró, balanceando entre dos manos la pesada llave de la sacristía. El resplandor del sol poniente, que le daba de lleno en la cara, hacia palidecer la negra lana de la sotana, reluciente en los codos, deshilachada en los bajos. Sobre el ancho pecho, grandes lamparones de grasa y de tabaco seguían la linea de los pequeños botones e iban en aumento a medida que se alejaban del alzacuello, en el que reposaban los abundantes pliegues de la rojiza piel, una piel sembrada de máculas amarillas que desaparecian en los gruesos pelos grises de su barba. Acababa de comer y respiraba ruidosamente.

— ¿Cómo está usted? —añadió.

— Mal —respondió Emma—; no me siento bien.

— Bueno, yo tampoco —replicó el cura—. Estos primeros calores lo debilitan a uno, ¿verdad? ... ¡En fin, qué le vamos a hacer!; hemos nacido para sufrir, como dice San Pablo. Pero, ¿qué piensa monsieur Bovary de su mal?

— ¡Él! —exclamó Emma con un gesto de desdén.

— ¿Cómo es eso? —replicó muy extrañado el buen hombre—; ¿no le receta algo?

— ¡Ah! —dijo Emma—, no son remedios de la tierra lo que yo necesito.

El cura la escuchaba, pero se mostraba inquieto, mirando hacia la iglesia, en donde todos los muchachos, arrodillados, se empujaban con el hombro y caían como castillos de naipes.

— Quisiera saber ... —continuó Emma.

— ¡Ya verás, Riboudet —gritó el eclesiástico con voz colérica—, voy para allá y te calentaré las orejas, malandrín!

Y volviéndose hacia Emma.

— Es el hijo de Boundet el contratista; los padres tienen buena hacienda y lo dejan hacer lo que le da la gana. Si él quisiera aprenderla pronto, pues es muy listo. Y yo, a veces por broma, le llamo Roboudet, que es el nombre de la cuesta que se toma para ir a Maromme, y le hago otras bromas de ese tipo; el otro dia le conté esto a monseñor, y él se rió ..., quiero decir que se dignó reir. Pero, dígame, ¿cómo le va a monsieur Bovary?

Emma volvió la mirada hacia otro lado, como pretendiendo no oir. El cura prosiguió:

— Siempre muy ocupado, ¿verdad? Porque él y yo somos seguramente las dos personas de la comunidad que más ocupaciones tenemos. ¡Pero él es médico de los cuerpos —añadió con una carcajada—, y yo lo soy de las almas!

Emma fijó en el sacerdote unos ojos suplicantes:

— Si ..., usted alivia todas las miserias.

— ¡Ah, no me hable de esas cosas, madame Bovary! Esta misma mañana tuve que ir al Bas-Diauville por una vaca que tenia la hinchazón; ¡creian que era mal de ojo! Todas sus vacas, no sé por qué ... ¡Pero, perdón! ¡Louguemarre y Boudet!, ¡caracoles!, ¡a ver si acaban de una buena vez!

Dio un salto y se lanzó a la iglesia.

Los niños se apelotonaban en derredor del gran pupitre, se encaramaban en el taburete del maestro, abrían el misal; mientras que otros, con pasos sigilosos como lobos, estaban a punto de meterse en el confesionario. Pero el cura cayó de pronto sobre ellos, repartiéndoles una tanda de bofetones. Los agarraba por el cuello de la chaqueta, los levantaba del suelo y los volvía a posar de rodillas en las losas del coro, fuertemente, como si quisiera plantarlos alli.

— Mire usted —dijo, volviendo junto a Emma, desdoblando su gran pañuelo de tela indiana y tomando una de las puntas con los dientes—, los labriegos son bien dignos de lástima.

— Hay otros —replicó Emma.

— ¡Desde luego, los obreros de las ciudades, por ejemplo!

— No son ellos ...

— ¡Perdone usted!, yo he conocido entre ellos pobres madres de familia, mujeres virtuosas, se lo aseguro, unas verdaderas santas que no tenian ni pan que llevarse a la boca.

— Pero, señor cura —replicó Emma, torciendo al hablar las comisuras de la boca—, las que tienen pan y no tienen ...

— Lumbre en el invierno —completó el cura.

— ¡Bah! ¿Qué importa eso?

— ¿Cómo que no importa? Me parece a mí que cuando se está bien caliente, bien alimentado ..., pues, en fin ...

- ¡Dios mió, Dios mió! —suspiraba Emma.

— ¿Se encuentra mal? —dijo el cura acercándose con aire preocupado—. Debe ser la digestión. Tiene que volver a su casa, madame Bovary, y tomar un poco de té; eso la entonará; o un vaso de agua fresca con azúcar terciada.

— ¿Para qué?

Y parecía que se despertaba de un sueño.

— Es que se pasaba la mano por la frente. Creí que le daba un mareo.

Y cambiando el tema:

— Pero me preguntaba usted algo. ¿Qué era? Ya no sé.

— ¿Yo? ... ¡Oh, nada, nada! —repetía Emma, mirando hacia otros lados; pero de pronto volvió su atención hacia el anciano de la sotana. Se miraban los dos, frente a frente, sin hablar.

— Entonces, madame Bovary —acabó por decir el cura—, discúlpeme, pero tengo el deber ante todo, ya sabe usted; tengo que despachar a mis granujillas. Van a llegar las primeras comuniones y me temo que otra vez nos tomarán como de improviso, sin haber terminado la preparación. Es por eso que desde la Ascensión los tengo en clase una hora más todos los miércoles. ¡Pobres niños!, nunca será demasiado pronto para encaminarlos por la vía del señor; como él mismo nos ha recomendado por conducto de su divino hijo ... Que usted la pase bien, señora; mis respetos a su señor marido.

Y entró en la iglesia, haciendo una genuflexión al estar frente a la puerta.

Emma lo vio desaparecer entre la doble fila de bancos, andando a grandes trancos, la cabeza un poco ladeada sobre el hombro, y con las dos manos entreabiertas e inclinadas hacia afuera.

Después giró sobre sus talones, en un solo bloque, como una estatua sobre un soporte, y se dirigió a su casa. Pero a Emma le llegaban todavía al oído y la seguían la gruesa voz del cura y las diáfanas voces de los chiquillos.

— Díganme, ¿son cristianos?

— Sí, por la gracia de Dios.

— ¿Qué es un cristiano?

— El que, estando bautizado ... bautizado ... bautizado ...

Emma subió los peldaños de su escalera aferrándose a la barandilla y, ya en su cuarto, se dejó caer en la butaca.

La luz blanquecina de los cristales iba bajando poco a poco con ondulaciones. Los muebles, en su sitio, parecian más inmóviles y se perdían en la sombra como en un mar tenebroso. La chimenea estaba apagada, el reloj seguía su tic-tac y Emma se iba aquietando vagamente en aquella calma de las cosas, que contrastaba con su propia agitación. Pero, entre la ventana y la mesa de labor, estaba la pequeña Berta que vacilaba sobre sus botitas de croché e intentaba acercarse a su madre para tomar la punta de las cintas de un delantal.

— ¡Déjame! —le dijo, apartándola con la mano.

La niña volvió en seguida a acercársele más, contra las rodillas, y, apoyándose en ellas con los brazos, levantaba hacia la madre sus grandes ojos negros, mientras dejaba caer sobre la seda del delantal un hilillo de saliva pura.

— ¡Déjame! —repitió Emma, ahora muy irritada.

La expresión de su cara asustó a la niña, que se puso a berrear.

— ¡Déjame de una vez! —gritó reehazándola con el codo. La pequeña Berta fue a caer al pie de la cómoda, contra la cantonera de cobre; se cortó la mejilla, brotó la sangre. Madame Bovary se precipitó a levantarla, rompió el cordón de la campanilla, llamó a la criada con todas sus fuerzas, e iba a comenzar a maldecirse cuando apareció Charles, pues era hora de cenar.

— Mira, querido —le dijo Emma con voz tranquila—: la niña, jugando, se ha lastimado en el suelo.

Charles la tranquilizó, el caso no era nada grave, y fue a buscar ungüento para curarla.

Madame Bovary no bajó al comedor; quiso quedarse sola al cuidado de la niña. Entonces, mirándola dormir, se fue disipando lo que le quedaba de inquietud, y le pareció que era muy tonta y muy buena madre al asustarse hacía un momento por tan poca cosa. En efecto, Berta ya no lloraba, ahora su respiración levantaba insensiblemente la colcha de algodón. Unos lagrimones se habían detenido en sus párpados entreabiertos que dejaban ver entre sus pestañas dos pupilas pálidas, hundidas; el tafetán pegado en la mejilla tiraba oblicuamente de la piel.

¡Qué raro —pensaba Emma— que esta niña sea tan fea!.

Cuando Charles volvió de la botica, a las once de la noche (había ido después de cenar a devolver un producto), encontró a su mujer de pie junto a la cuna.

- Te aseguro que no es nada —dijo, besándola en la frente—. ¡No te atormentes, pobrecita mía, te vas a poner mala!

Se había quedado mucho tiempo en casa del boticario. Aunque no muy impresionado, monsieur Homais se esforzó por animarlo, por levantarle la moral. Hablaron de los diversos peligros que amenazan a la infancia y del descuido de los criados. De eso sabia bastante madame Homais, que todavía llevaba en el pecho la cicatriz dejada por una escudilla caliente que una sirvienta había dejado caer encima tiempo atrás. Por eso los padres tomaban buenas precauciones. Nunca afilaban los cuchillos ni enceraban los suelos. Tenian rejas de hierro en las ventanas y fuertes barras en las chambranas. Los pequeños Homais, a pesar de su independencia, no podían moverse sin llevar siempre quien los cuidara. Al menor síntoma de catarro, el padre los atiborraba de medicamentos expectorantes, y hasta los cuatro años los niños llevaban, obligatoriamente, unas bandas acolchonadas en derredor de la cabeza, lo que era una manía de la señora Homais que su esposo lamentaba en su fuero interno, temiendo que esa compresión de la cabeza tuviera efectos dañinos sobre los órganos del intelecto; incluso se arriesgaba a decirle:

— ¿Acaso pretendes hacer de ellos unos salvajes irracionales?

A todo esto, Charles había intentado varias veces interrumpir la conversación.

— Tengo que hablar con usted -le susurró al oído al pasante, que echó a andar delante de él en la escalera.

- ¿Sospechará algo?, se preguntaba León, aquejado de palpitaciones y perdido en inquietantes conjeturas.

Hasta que Charles, una vez cerrada la puerta, le pidió que se enterara en Ruán de cuánto costaría un bonito daguerrotipo; era una sorpresa sentimental que reservaba a su mujer, una atención exquisita, su retrato en frac negro. Pero quería saber antes a qué atenerse; estas averiguaciones no debían molestar a monsieur León, porque iba a la ciudad casi todas las semanas.

¿A qué iba? Homais sospechaba alguna intrigosa historia sentimental. Pero se equivocaba, pues León no tenia ningún amorío. Estaba más triste y apagado que nunca y madame Lefranqois se daba cuenta por la cantidad de comida que dejaba en el plato. Tratando de enterarse, preguntó al recaudador, y Binet replicó en tono áspero que a él no le hacia gracia jugar a ser policía.

Sin embargo, su compañero le parecía muy raro, pues muchas veces León se echaba hacia atrás en la silla, abriendo los brazos y se quejaba vagamente de la vida.

— Es que no se distrae lo suficiente —le decía el recaudador.

— ¿Y en qué quiere usted que me distraiga?

— Bueno, yo, en su lugar, tendría un torno.

— ¡Pero yo no sé tornear! —replicaba el pasante.

— ¡Ah, es verdad! —decía el otro, acariciándose la mandíbula, con un aire de desdén mezclado de satisfacción.

León estaba cansado de amar sin resultado; además, empezaba a sentir ese desánimo que produce la repetición de la misma vida cuando no la rige ningún interés ni la sostiene ninguna esperanza. Estaba tan harto de Yonville y de sus aburridos habitantes que solamente ver a ciertas personas o ciertas casas le causaba un gran disgusto; hasta el boticario, con todo y lo buen hombre que era, ahora le resultaba completamente insoportable. Sin embargo, la perspectiva de una situación nueva lo asustaba tanto como lo seducía.

Este conjunto de aprensiones se fue decantando en un enorme sentimiento de impaciencia, y París se convirtió en una suerte de obsesión para él, fantaseando en los bailes de máscaras y en las risas de las modistillas generosas en amores. Puesto que debía terminar alli sus estudios de derecho, ¿por qué no se iba ya? ¿Quién se lo impedía? Así que se puso a hacer preparativos interiores; dispuso de antemano sus ocupaciones. En su imaginación se amuebló un piso ... ¡Allí haría vida de artista! ¡Tomaría lecciones de guitarra! ¡Tendría una bata, una boina vasca, unas zapatillas de terciopelo azul! Y hasta veía sobre su chimenea dos floretes en aspa, con una calavera, y la guitarra encima.

Lo más difícil era conseguir el consentimiento de su madre; sin embargo, nada más razonable. Su mismo patrón lo animaba a ir a otro lugar, donde pudiera aprender más. Asi que León, optando por el término medio, buscó un empleo de segundo pasante en Ruán, pero no lo encontró. Por fin se decidió a escribir a su madre una carta larga y detallada exponiéndole las razones de irse inmediatamente a vivir a París. La madre consintió.

León no se dio prisa. Durante todo el invierno, Hivert transportó para él baúles, maletas y paquetes de Yonville a Ruán, y de Ruán a Yonville; y una vez que León había completado su guardarropa, renovado la crin de sus tres butacas, comprado una provisión de pañuelos para el cuello, tomado, en fin, más disposiciones que para un viaje alrededor del mundo, fue aplazando la partida de semana en semana, hasta que recibió una segunda carta materna en la que lo conminaba a realizar pronto su viaje, puesto que debía examinarse antes de las vacaciones.

Llegado el momento de los abrazos, madame Homais lloró; Justino sollozaba; Homais, como hombre fuerte, disimulaba su emoción; quería llevar el mismo el abrigo de su amigo hasta la verja del notario, quien iba a llevar a León en su coche hasta Ruán. Al pasante le quedaba el tiempo justo para despedirse de Madame Bovary.

Llegado a lo alto de la escalera se paró, pues sintió que le faltaba la respiración. Al verlo entrar, madame Bovary se levantó con expresiones de alegría.

— ¡Soy yo de nuevo! —dijo León.

— ¡Estaba segura!

Emma se mordió los labios y una oleada de sangre le corrió bajo la piel, que se le puso toda rosada, desde la raíz del pelo hasta el borde del cuello del vestido. Permanecía de pie, apoyando el hombro contra la pared recubierta de madera.

— ¿No se encuentra monsieur Bovary?

— No, salió.

Y repitió:

— Acaba de salir.

Hubo un silencio, se miraron, y sus pensamientos, confundidos en la misma angustia, apretaban estrechamente sus corazones, como dos pechos palpitantes.

— Quisiera darle un beso a Berta —dijo León.

Emma bajó unos escalones y llamó a Felicidad.

León echó rápidamente en torno suyo una amplia mirada que se extendió por las paredes, por las estanterías y la chimenea, como para llevárselo todo en la imaginación.

Pero volvió Emma y entró la criada con Berta, que, con la cabeza baja, sacudia un molino de viento atado a una cuerda.

León la besó varias veces en el cuello.

— ¡Adiós, pobre niña! ¡Adiós, nena querida, adiós! —y se la entregó a su madre.

— Llévesela —dijo Emma.

Se quedaron solos. Madame Bovary apoyó la cara contra un cristal; León tenia la gorra en la mano y la frotó suavemente a lo largo de la pierna.

— Va a llover —dijo Emma.

— No importa, llevo abrigo.

— ¡Ah!

Se volvió, con la barbilla inclinada y la frente hacia adelante. La luz se reflejaba en ella como en un mármol hasta la curva de las cejas, sin que se pudiera adivinar qué miraba Emma en el horizonte, o qué pensaba en el fondo de si misma.

— Bueno, adiós —dijo León, con un suspiro.

Emma levantó la cabeza con un movimiento brusco:

— Sí, adiós ... ¡Márchese!

Avanzaron uno hacia el otro; él tendió la mano, y ella vaciló.

— ¡Bueno, a la inglesa! —dijo Emma, tendiéndole la mano y echándose a reír.

León la sintió entre sus dedos, le pareció que la sustancia misma de su ser descendía hasta aquella palma húmeda.

Después abrió la mano; volvieron a encontrarse los ojos un instante, y León desapareció.

Al llegar al mercado se detuvo y se escondió detrás de un pilar a contemplar por última vez aquella casa blanca con sus cuatro celosías verdes. Creyó ver una sombra detrás de la ventana, en la habitación; pero la cortina, desprendiéndose de la abrazadera como si nadie la tocara, removió lentamente sus largos pliegues oblicuos, que se extendieron de un solo movimiento, y León permaneció derecho, más quieto que una pared de yeso; y luego echó a correr.

Vio lejos, en la carretera, el cabriolé de su patrón y, al lado, un hombre con delantal sosteniendo el caballo. Homais y monsieur Guillaumin hablaban, estaban esperándolo.

— Déme un beso —dijo el boticario con lágrimas en los ojos—. Aquí tiene su abrigo, amigo mío, ¡tenga cuidado con el frío! ¡Cuídese!

— ¡Vamos, León, al coche! —dijo el notario.

Homais se inclinó sobre el guardabarros y, con una voz entrecortada por los sollozos, dejó caer dos simples y tristes palabras:

— ¡Buen viaje!

— Buenas noches —contestó monsieur Guillaumin—. ¡Déjelo todo y descanse!

Partieron y Homais se fue caminando lentamente a su casa.

Madame Bovary había abierto la ventana que daba al jardín y estaba mirando las nubes.

Se aglomeraban por el poniente, precisamente hacia la parte de Ruán y avanzaban rápidas sus volutas negras, tras las cuales rebasaban las grandes líneas del sol con las flechas de oro de un trofeo suspendido, mientras que el resto del cielo tenía la blancura de una porcelana. Pero una ráfaga de viento inclinó los álamos, y, de pronto, rompió a llover; crepitaban las gotas sobre las hojas verdes. Después reapareció el sol, las gallinas se pusieron a cacarear y los gorriones batían sus alas en los matorrales húmedos, los charcos de agua sobre la arena se llevaban, al correr, las flores rosadas de una acacia.

- ¡Ah, qué lejos debe estar ya!, pensaba.

Monsieur Homais llegó a casa del médico, como de costumbre, a las seis y media, durante la cena.

— ¡Bueno! —dijo al momento de tomar asiento—. Ya hemos embarcado a nuestro joven.

— Así parece —reiteró el médico.

Después, girando en su silla.

— ¿Y qué hay de nuevo por su casa?

— Poca cosa, sólo que mi mujer ha estado esta tarde un poco emocionada. ¡Ya sabe, las mujeres, cualquier cosa las trastorna! A la mía sobre todo. Y haríamos mal en protestar, porque su organización nerviosa es mucho más maleable que la nuestra.

— ¡Pobre León —decía Charles—, cómo va a vivir en París! ... ¿Se acostumbrará?

Madame Bovary suspiró.

— ¡Ya lo creo! —dijo el boticario chasqueando la lengua—. ¡Las comidas en restaurante, los bailes de máscaras, el champagne! ... A eso se acostumbra uno muy bien, créalo.

— No creo que pierda la cabeza —objetó Bovary.

— ¡Yo tampoco lo creo! —replicó vivamente monsieur Homais—. Pero tendrá que seguir a los demás si no quiere pasar por jesuita. ¡Y no sabe usted la vida que llevan esos juerguistas en el Barrio Latino, con las actrices! Por otra parte, los estudiantes están muy bien vistos en París. Por escaso que sea su talento para departir en sociedad, son recibidos en todas partes, y hasta las damas de Faubourg Saint-Germain se enamoran de ellos, lo cual les ofrece una espléndida oportunidad de hacer buenas bodas.

— Pero —dijo el médico — temo por él que ... allá ...

— Tiene usted razón —interrumpió el boticario—, ¡es el reverso de la medalla!, y hay que estar siempre con la mano sobre la bolsa. Por ejemplo, está usted sentado en un parque público, supongamos, y de pronto se presenta un tipo muy bien presentado, hasta condecorado, que cualquiera diría que es un diplomático, lo aborda a usted, y después de un rato de conversación el tipo se muestra muy amable, le ofrece una toma de rapé o le recoge el sombrero que se ha caído. Así se va estrechando la relación; el hombre le lleva café, lo invita a su casa de campo y como que no quiere la cosa le va sonsacando cosas personales que le sirven para embaucarlo y en la primera oportunidad cargarse con la cartera o inducirlo a malos pasos.

— Es verdad —repuso Charles—; pero yo pienso sobre todo en las enfermedades, en la fiebre tifoidea, por ejemplo, que ataca a los estudiantes de provincia.

Emma se estremeció.

— Es por el cambio de régimen —continuó el farmacéutico—, y por la consiguiente perturbación en la economía general. Y además el agua de París, las comidas de los restaurantes, todos esos platos tan condimentados acaban por calentar la sangre y no valen, por más que se diga, lo que un buen cocido. Por mi parte, he preferido siempre la comida casera, es más saludable. Por eso, cuando estudiaba farmacia en Ruán, me hospedé en una pensión y comía con los profesores.

Siguió exponiendo sus opiniones generales y sus simpatías personales, hasta el momento en que Justino fue a buscarlo para preparar algunas recetas pendientes.

— ¡Ni un momento de descanso! —exclamó el boticario—, ¡siempre metido en los frascos! ¡No puedo salir ni un minuto! ¡Hay que estar siempre sudando sangre y agua como un caballo de labranza! ¡Oh, qué monserga!

Y ya desde la puerta:

— A propósito —dijo—, ¿saben la noticia?

— ¿Qué noticia?

— Que es muy probable —anunció Homais, levantando las cejas y poniendo una cara muy seria— que los comicios agrícolas del Sena Bajo se celebren este año en Yonville-l'Abbaye. Por lo menos eso se dice. Esta mañana el periódico insinuaba algo así. ¡Sería importantísimo para nuestro distrito! Pero ya hablaremos de eso después. Ya veo, gracias, Justino tiene el farol.
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