Indice de Diálogos y conversaciones de Rafael Barrett CAPÍTULO DUODËCIMO. Los juegos del fanatismo CAPÍTULO DÉCIMOCUARTO. CriminalidadBiblioteca Virtual Antorcha

Diálogos y conversaciones

Rafael Barrett

CAPÍTULO DÉCIMOTERCERO

Generalidades



Don Angel.
- Hay en España cuatrocientos noventa y cinco generales.

Don Tomás.
- Es un dato.

Don Angel.
- ¿No se indigna usted?

Don Tomás.
- Todavía no.

Don Angel.
- ¿No le subleva el espectáculo de un país moribundo, dañado hasta la médula, y empeñado en dejarse roer las pobres entrañas por una caterva de cuervos graznadores, abogaciles y bachilleres, y por cuatrocientos noventa y cinco buitres de cartón pintado?

Don Tomás.
- Razonemos, don Angel, aunque sea a pique de no sublevarme. Usted olvida que España acaba de perder sus inmensas colonias, y ¡de qué modo!

Don Angel.
- No entiendo.

Don Tomás.
- Observe usted que para los militares la guerra se distingue de la paz en que proporciona rápidos ascensos. Se podría deducir que ascender a la oficialidad es el objeto de la guerra. ¿Quién, como no sea forzado, iría de soldado raso a defender tierras que ni siquiera ha visto? Después de toda campaña abundan los generales. Y confieso que para tan monumental derrumbe como el de 1898, cuatrocientos noventa y cinco no me parecen muchos.

Don Angel.
- ¿De suerte que la derrota nada significa?

Don Tomás.
- A los buitres de cartón pintado, según los llama usted pintorescamente, nada les debe importar el éxito. Su oficio no es vencer, sino combatir. Es sabido que los derrotados, en cualquier nación del mundo que usted los considere, son heroicos. Diga usted en Francia que no fueron heroicos los apaleados del 70, y verá lo que le sucede. Diga usted en Madrid que los regimientos recién mandados a Casablanca volvieron la espalda al enemigo, lo que es la pura verdad ...

Don Angel.
- Y en lo que hicieron muy bien ...

Don Tomás.
- Bueno, diga usted eso y lo lincharán. Heroicos si triunfan, heroicos si sucumben. Si huyen, es de una manera heroica, con orden. Los militares son heroicos. Es una definición.

Don Angel.
- Y para convencerse de ello, basta mirarles pasar, en medio de nuestros pacíficos menesteres, con una puntiaguda espada al cinto.

Don Tomás.
- Entonces, no se lamente usted de que se premie el heroísmo. Al ser despojada de su exótico patrimonio, España ha padecido además una concentración de generales y de prelados, esparcidos antes bajo remotas latitudes. De Filipinas y de Cuba han venido copiosas remesas de galoneados y de frailes. No se enoje usted de un fenómeno casi mecánico.

Don Angel.
- ¿Por qué no me ha de enojar la mecánica, si contradice las leyes de mi espíritu? ¿Por qué me he de resignar a las contingencias exteriores? Nada está escrito. El hombre perfecto es el que no reconoce nada fatal. Le declaro, asevero y confirmo que si hubiera sido yo el designado para recibir las remesas de galoneados y de frailes, no los hubiera admitido como tales galoneados ni tales frailes; los hubiera desnudado de sus ridículos disfraces en la aduana, o ...

Don Tomás.
- ¿O ...?

Don Angel.
- O los hubiera tirado de cabeza al mar, por un fenómeno casi mecánico, completamente mecánico si usted quiere.

Don Tomás.
- ¿Y qué hubiera usted conseguido con eso? ¿Salvar a España? Al cabo de pocos años encontraría usted el mismo número de generales en la península, el mismo número de clérigos, es decir, el máximo. Cada pueblo es susceptible de un cierto máximo de generales o de otra especie determinada de organismos. Ese máximo se alcanza tarde o temprano, hágase lo que se haga. Es un equilibrio fisiológico inevitable. El terreno nacional queda saturado, y cierra el escalafón. Añada usted diez generales más, y desaparecerán, eliminados, absorbidos por fuerzas misteriosas. Suelte usted conejos en una isla: en algunos meses se habrán multiplicado monstruosamente. Llegarán a un máximo, bloquee usted la isla o no, y no pasarán de él. Si echa usted más conejos, serán devorados por los otros.

Don Angel.
- Y esos cuatrocientos noventa y cinco conejos, digo, generales, ¿serán el máximo?

Don Tomás.
- ¡Ojalá!

Don Angel.
- Aunque no me permita usted luchar con los conejos, yo, lucharía.

Don Tomás.
- Ensaye usted.

Don Angel.
- Por muy desabridos que sean los conejos, en semejante abundancia, ¿no habrá alguna especie aficionada a la carne de conejo, y capaz de concluir con la peste? ¿Una especie prolífica, insaciable, invasora, justiciera, que arrojar a la isla devastada?

Don Tomás.
- Quizá.

Don Angel.
- ¡Ah! Usted, médico insigne, naturalista ingenioso, ¿no acierta qué oponer a los conejos?

Don Tomás.
- Hombre ... a esa clase de conejos ... Reflexione usted que el remedio suele ser peor que la enfermedad. La rata es aún más terrible que el conejo. En Jamaica consiguieron librarse de las ratas mediante las mangostas, bichos aún más voraces y numerosos que las ratas.

Don Angel.
- Magnífico.

Don Tomás.
- Lo malo es que las mangostas, cuando hubieron exterminado las ratas, continuaron destruyendo una infinidad de cosas útiles que había en Jamaica. El problema es complicado. Mejor es elegir animales pequeños, ponzoñosos, parásitos, que perezcan con su presa. Los jardineros norteamericanos así defienden sus plantas. Han importado del Japón el Chilocore para contrarrestar la vitalidad del Aspidiotes pernicioso.

Don Angel.
- Necesitamos algo sutil ...

Don Tomás.
- Microbiano ...

Don Angel.
- Fecundo, irresistible ... ¡Ya está! ¡Y lo notable es que ya funciona!

Don Tomás.
- ¿Ha descubierto usted la forma infinita y penetrante que aniquilará los conejos, los generales, los cuervos, los oradores y las ratas?

Don Angel.
- Sí; señor.

Don Tomás.
- (Burlón). ¿Y qué es? ¿Tal vez hombres? ¿Similia similibus? ...

Don Angel.
- No, los hombres no. ¡Las ideas!
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