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SEGUNDA PARTE



CAPÍTULO CUADRAGÉSIMOQUINTO



ASALTO DE LA HACIENDA DEL HOSPITAL

De la Hacienda de Atlihuayan se dirigió don Pedro, a la cabeza de su gente, a la del Hospital. No era tan fácil la empresa; pero precisamente buscaba la ocasión de imponer su voluntad al pais con una hazaña que hiciera ruido en la capital misma y que llegara, por consiguiente, al conocimiento del gobierno. Relumbrón quería el robo y el dinero.

La Hacienda del Hospital no presentaba a la vista el aspecto imponente de un viejo castillo de los tiempos de Guillermo el Conquistador.

Además, la finca no pertenecia a personas tan pacificas como Escandón y el marqués, sino por el contrario, a hombres belicosos que no se dejaban de nadie y a los cuales era necesario tratar con todo miramiento.

Los Peñas eran dueños de la Hacienda del Hospital. Eran todo lo que habia que ser en México.

Eran, en una palabra, los Peñas, hombres activos, que trabajaban en cuidar sus intereses, se daban una vida regalada, y pasaban por ser atrevidos y calaveras. Relumbrón quería parecerse a ellos y los queria imitar, sin llegarlo a conseguir.

Don Pedro Cataño calculó su camino; fuese a sestear al frondoso bosque de Casasano, y cuando lo consideró conveniente, volvió a ponerse en camino para caer a la Hacienda del Hospital a eso de las diez de la noche.

Era necesario un asalto, venia decidido a intentarlo, y tenia el secreto de triunfar, aunque exponiendo su vida y la de sus muchachos. En la visita previa de inspección que hizo a la Tierra Caliente, habia notado que, por la parte del jardin, un pedazo de cerca estaba cayendo, y que entre tanto se componia, se habian colocado unas piedras redondas para impedir provisionalmente el paso de animales. Si, pues, la cerca no estaba reparada y los vigilantes andaban por otro lado, por allí haria su entrada.

Reconoció con mucho cuidado y encontró, en efecto, la cerca en el mismo estado de deterioro. Quitando las piedras redondas lo cual era muy fácil, se podría penetrar a caballo por entre las flores olorosas y magnolias del jardln hasta el patio principal de la hacienda. Más tardó en pensarlo que en hacerlo. Después ordenó que seis de sus muchachos llamasen la atención por el frente disparando sus armas y armando ruido, vocerío y gritos como si fuese mucha gente. Los veladores corrieron al ruido, dispararon también sus armas, y ambos, operarios y criados acudieron a la defensa del lugar del peligro. Eso precisamente quería Catano y así que consideró que estaban muy empeñados en rechazar el asalto de frente, penetró por la espalda del edificio.

En medio de los gritos, de los balazos y de la confusión, los hermanos Peña pudieron subir a la habitación, cerraron las puertas y resolvieron defenderse.

Don Pedro, en su arrogante caballo, se colocó en el centro del patio y gritó con todas sus fuerzas:

- ¡A nadie se le tocará el pelo de la ropa si no hay resistencia! ¡Viva México! ¡Vivan los operarios de Tierra Caliente! ¡Viva la Hacienda del Hospital! ¡Vivan los hermanos Peñas! ¡Todo el mundo quieto!

Y subió precipitadamente a la habitación adonde había visto entrar a los dueños de la finca.

Don Pedro obró en ese acto como un gran político.

No se necesitó que tocase la puerta, los Peñas le abrieron y se le presentaron desarmados.

- Grité tan recio como pude -les dijo Cataño- para que todo volviese al orden después de mi brusca entrada, y me alegro que me hayan escuchado desde el balcón, y la prueba de la confianza que tienen en mis palabras. Suplico a uno de los señores Peña, con quienes supongo hablo, que dé sus órdenes para que continúen los trabajos de la finca y cada una vuelva a sus ocupaciones o al descanso. Le ruego también que disponga que se les dé un pienso a los caballos de mis muchachos, y como sé que en estas haciendas hay víveres de sobra para un regimiento, nos bastarían unas tortas de pan, un trozo de queso y unos tragos del Holanda que produce la fábrica.

En esto fuéronse entrando a la sala, y los Peñas, hombres de imaginación y afectos a aventuras, cada vez estaban más asombrados de lo que veían, y simpatizando con su aparecido huésped, lo hicieron sentar, devolviéndole sus pistolas, y colmándolo de francas atenciones.

La hacienda, en efecto, entró en quietud; cada cual siguió en sus tareas, y los muchachos de Cataño desensillaron (con su permiso) los caballos, los colocaron en las cuadras y se diseminaron por la hacienda. Como del asalto, balazos, ruido, vocerio no resultaron sino tres o cuatro contusos sin gravedad, pronto fraternizaron en los patios y oficinas asaltados y asaltantes, amos, criados y operarios.

Pocos momentos bastaron para que Cataño adquiriese la convicción de que los Peñas no lo habian de denunciar, y éstos la certeza de que ni Cataño ni su gente les habian de hacer dano; así alegres, que no bebidos, fuéronse todos a la cama y durmieron con absoluta tranquilidad hasta las nueve de la manana del dia siguiente. Cataño mandó ensillar y se despedia sin hablar ni una sílaba de dinero. Los Peñas, más listos que Escandón, se anticiparon, lo llevaron al escritorio y abrieron las cajas.

- Habrá aqui tres o cuatro mil pesos -le dijeron-, puede usted disponer de ellos; pero la verdad es que nos harian mucha falta para la raya. En casa, en México, podemos disponer de lo que usted quiera.

Cataño habia buscado en la Hacienda del Hospital un hecho de armas y el escándalo consiguiente; en cuanto a dinero, le importaba poco, y no tenia mucho empeño en llenar la caja de Relumbrón, así es que les contestó:

- Querla hacer conocimiento con ustedes, pero como se hace entre calaveras.

- En la casa de México se come a la una en punto. El dia que tenga humor de ir, tendrá su cubierto; somos hombres solos, y como aquí, no hay ceremonia. ¿Pero irá usted? -añadió Peña con marcada intención y mirándolo fijamente.

- Lo prometo a fe de hombre -le contestó Cataño, o, acentuando también las palabras; y diciendo esto, prendió las espuelas al arrogante caballo que no se habían cansado de elogiar los propietarios de la Hacienda del Hospital, y desapareció entre una nube de polvo, seguido de sus treinta y dos muchachos.

Antes de emprenderse la expedición a la Tierra Caliente, Relumbrón y Cataño habían concertado un plan, que era el siguiente:

Tratar con muchas consideraciones a los propietarios si se encontraban en sus fincas. Hacerles entender que tenían que dar dinero, pero no exigirselo por la fuerza.

Adular y proteger a los trabajadores oprimidos por el despotismo de los administradores.

En vez de encargar el secreto en la Hacienda del Hospital, salió de ella como quien dice a son de trompeta y tambor, y no esperó la noche para caer sobre otras haciendas, sino por el contrario, la clara luz del día.

La noticia del asalto y toma a viva fuerza de la Hacienda del Hospital, se esparció a los dos días con tanta velocidad en la comarca, como si hubiese en ese tiempo estado establecido el telégrafo eléctrico entre todos los pueblos y haciendas; pero como sucede siempre, el suceso no se refería como pasó, sino abultado enormemente.

Cataño recorrió rápidamente las haciendas y pueblos. Trataba a la baqueta a los administradores; recogía cuanto dinero encontraba; los amenazaba con la muerte; al menor intento de resistencia se apoderaba de los mejores caballos; se hacia servir para él y los treinta y dos muchachos los vinos y manjares más exquisitos, y cuando terminaba una expedición, en vez de huir, entraba como triunfador al pueblo más cercano, hacia comparecer al prefecto y a los alcaldes, les imponla sus órdenes y les notificaba que teniendo que residir por largo tiempo en la Tierra Caliente, exigía que lo protegieran, ya junto con su fuerza o individualmente a cada muchacho dándole asilo y ocultándolo si las tropas del gobierno lo perseguían; que la menor falta seria castigada con la pena de muerte. Del pueblo salía agasajado y festejado por la población en general, porque arengaba a la multitud, aseguraba que los iba a redimir del despotismo de los gachupines y del dinero que recogía en las tiendas, en los municipios y en las haciendas, repartía una parte a los pobres. Fue tal el prestigio que adquirió la partida de Los Dorados en tres semanas que bastaba que uno solo de ellos entrase a un pueblo, para que se abrieran todas las puertas para recibirlo. Los administradores y dependientes españoles, por su parte, presos de un pánico que no pudieron dominar, huyeron a México, dejando las fincas poco más o menos abandonadas, los arrieros rehusaban ir a cargar y los compradores del interior se retiraron.

Cuando ya no hubo dinero ni caballos que coger, Cataño se retiró como había venido, y él y los treinta y dos fueron llegando a la Hacienda de Arroyo Prieto.

Relumbrón fue a recibir a Cataño, lo abrazó y le dijo cuanto podla lisonjear su amor propio; pero descargadas las tres mulas tordillas, estuvieron muy lejos de parecerse a las cinco mulas cambujas.

Lo de más importancia era el vale de tres mil pesos de Escandón y el almuerzo de los Peñas.

- ¿Pero cómo cobrar este vale -preguntó Relumbrón- sin peligro de caer en una celada?

- ¿Ha pensado usted, ni por un momento, que Escandón sea un denunciante? Poco le conoce entonces. Yo cobraré personalmente el vale, e iré a almorzar con los Peñas.

Relumbrón miró a Cataño con aire de admiración y de duda. Cobró personalmente el vale en casa de Escandón, llevó el dinero en un coche al compadre platero.

Al dla siguiente se presentó en la casa de los Peñas a la una en punto de la tarde.

No se asombraron los Peñas de que don Pedro se presentase, pues bastó el poco tiempo que pasó en la hacienda para que conociesen su carácter.

Los Peñas, como Escandón, le decían coronel, y lo que más llegaron a penetrar fue que en alguna época de su vida habla sido militar.

Cuando se despidió ya era muy entrada la tarde, el jefe de la casa sacó de la bolsa una cajita de oro con rapé y le ofreció. Después, un cartucho con onzas de oro, y se lo deslizó en la mano. Don Pedro se lo devolvió.

- No, gracias; no necesito dinero. Aceptaré la caja de polvos.

Desde que se supo en México el asalto de la Hacienda del Hospital con las consiguientes exageraciones, los hacendados se llenaron de inquietud, pero cada uno esperaba recibir noticias de su administrador para resolver alguna cosa. Lo que más les llamaba la atención era que Escandón, que había regresado, no dijese una palabra. Fue una comisión a preguntarle y respondió con la mayor indiferencia:

- Nada sé, nada ha pasado en Atlihuayan mientras yo he estado allí. Escribiré al marqués, y si algo hubiese, se lo comunicaré.

En la casa de los Peñas, el mismo silencio. Habían mandado un mozo con una carta para su casa, diciendo que ninguna novedad había.

Entonces la aristocracia azucarera salió de su habitual apatia y se reunieron en junta.

Y no fue sino a la cuarta o quinta sesión cuando acordaron nombrar una comisión que se acercara al presidente para manifestarle que, si no se tomaban providencias urgentes, la ruina de la Tierra Caliente era segura y se perdian millones y millones. Se alargaron hasta a hacer un supremo esfuerzo y ofrecerle al gobierno quince o veinte mil pesos que se le pagarían (casi en el acto) con los derechos que vencieran en la aduana, el azúcar y el aguardiente.

El gobierno, como bueno, cumplió su palabra, aprovechando la ocasión para complacer a los ricos homes; creyendo ganar así partidarios y amigos, y sin aceptar sus ofrecimientos de dinero dispuso que en el acto (cuando ya no existía ni un solo dorado en Tierra Caliente) marchara una fuerza de caballería a la cabeza de un jefe intrépido, que persiguiese sin tregua ni descanso a los bandidos y los aprehendiese para que recibiesen el condigno castigo conforme a las leyes.

Ese jefe intrépido no fue otro que el famoso Evaristo, por otro nombre don Pedro Sánchez, capitán de rurales (ya con grado de teniente coronel).

En menos de dos semanas recorrió la mayor parte de las haciendas y pueblos dizque buscando a Los Dorados, pero Atila y su caballería no habrían hecho tanto daño como los de Tepetlaxtoc. Cuando el tornero llegaba a una hacienda, aunque le ofrecian caballerizas y pasturas, decia que sus caballos necesitaban refrescarse, y los echaba a los campos de caña y de maiz; los valentones se esparcían por todas las oficinas registrándolo todo, robándose lo que podían, pisando con sus zapatos sucios el azúcar en los asoleaderos, exigiendo que se echase a perder una caldera de miel para comerse una calabaza en tacha, llamando a los administradores y dependientes gachupines, collones y hullas, que no habian tenido valor para defenderse de cuatro borrachos, pues los tales Dorados -decia Evaristo (alias Pedro Sánchez)- no eran más que cuatro borrachos cobardes, y con este motivo echaba bravatas y ternos, apuraba copas de holanda fino y amenazaba comerse a la tierra entera.

Cuando los hacendados tuvieron noticias exactas de lo que había pasado, a poco más o menos, en todas las haciendas, y de la manera como se habian portado las tropas que habian ido a redimirlos, se volvieron a juntar de nuevo, disputaron entre si acaloradamente, se expresaron (bajo reserva) con mucha vehemencia en contra del gobierno, y resolvieron nombrar una comisión para suplicar al presidente que no los volviese a socorrer ni a mandar fuerza armada, y que preferian correr su suerte y entregarse en manos no sólo de Los Dorados, sino de los diablos mismos del infierno.

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