Índice de Los bandidos de Río Frío de Manuel PaynoCapítulo anteriorSiguiente capítuloBiblioteca Virtual Antorcha

SEGUNDA PARTE



CAPÍTULO CUADRAGÉSIMOCUARTO



LOS DORADOS

Lo que en la capital de México se llama Tierra Caliente, lo componían antiguamente la cañada de Cuernavaca y el plan de Cuautla, lugar histórico y célebre por la resistencia del general Morelos a las aguerridas y numerosas tropas españolas que lo cercaron. Hoy, de esos ricos territorios, se ha formado el Estado de Morelos.

Es tanta la luz y la reverberación, que es necesario hacer una sombra con la mano sobre los ojos para poder distinguir los pormenores de ese gran cuadro que se mira al través de un espeso polvo de oro.

Así, con las manos sobre las cejas y arrugando los ojos, observó Relumbrón en uno de sus viajes, desde las alturas de Hulchilaque, esa hermosa planicie.

- Todo esto es mío, todo me pertenece -dijo con esa fe con que se mudan las montañas de una a otra parte.

Para esto eran únicamente necesarios unos cuantos hombres resueltos y un jefe que los mandase.

- Ya lo tengo todo.

En efecto, la gavilla de don Pedro Cataño se había organizado perfectamente por los especiales cuidados del platero.

Don Pedro Cataño estaba vestido decente, pero sencillamente; tal vez su traje era severo. Calzonera ceñida a la pierna, chaqueta larga y chaleco negro con botonadura oscura. Sombrero blanco, muy fino, de Puebla, sin exagerada ala, con una toquilla representando doblemente enroscada una culebra disecada, con su cabeza de oro y los ojos de dos brillantes negros.

Los que formaban la gavilla, que sin ofender al ejército llamaremos soldados, por ser más fácil y llano, estaban vestidos con absoluta igualdad, todos eran casi de una misma edad, de presencia imponente, de obrar resuelto y de pocas palabras.

Conociendo a uno ya se conocia a todos, pues aun la estatura ofrecia muy pocas diferencias; sombrero negro con toquillas gruesas de trenzas de oro fino, vestido mezclilla oscuro, la calzonera con botonadura de bolitas de plata, fuste guarnecido, espada filosa debajo de la pierna, reata en los tientos y un par de buenas pistolas en el cinto; dinero siempre en la bolsa, y con qué cubrirse en las lluvias y en las tempestades. Todo muy bien arreglado y ligero; lo primero, los caballos, que parecian venados. No eran muchos: treinta y dos hombres, pues don Pedro Cataño no habia querido admitir más.

Un dia don Pedro, seguido de su mozo, vestido como todos los mozos del campo, se marchó sin decir adiós a nadie, enderezó para el Valle de México, entró por una garita y salió por la otra y fue a dar a la Grande, donde encontró a Pepe Cervantes; almorzó con él, fue en seguida a echar un trago a la famosa pulqueria Xóchitl, se cercioró de que el pueblo de Tepetlaxtoc, con la ausencia de los valentones, se hallaba en la mayor tranquilidad; de allí bajó a Texcoco, visitó en Coxtitlán a don Antonio Palomo y en Chapingo a don Agustin Zara, y provisto de cartas de recomendación, pues precisamente para eso fue, se internó por Ameca y fue a dar al Plan de Cuautla de las Amilpas y del Plan de Cuautla pasó a la cañada de Cuernavaca. El gran ingenio de San Carlos, Pantitlán, Casasano, Santa Clara, Santa Inés, El Hospital, la pequeña y primorosa Hacienda de Calderón, Atlihuayan; por último, San Vicente y Chiconcuac que, desde donde tomó el camino real de Cuernavaca a México, y de la capital otra vez a la hacienda de Arroyo Prieto, quedando enteramente contento de su expedición. Había recorrido el terreno, a su sabor y antojo.

Mientras él hizo esta necesaria y provechosa excursión, sus muchachos se alistaron, siguiendo su mismo sistema. Un dia desaparecia uno y regresaba a los tres o cuatro con su silla guarnecida de plata, con su vestido nuevo y acaso con otro caballo mejor. Asi, al regreso de don Pedro, los treinta y dos estaban ya listos, Y como se ha dicho, en seguida fueron uno y otro desapareciendo. Don Pedro les dio cita para el cerro de Atlihuayan, y calculando el tiempo que emplearian en el camino, les fijó la fecha y la hora en que debian llegar, aconsejándoles que caminaran cada uno por su lado y cuando más de dos en dos. Las horas eran entre las ocho y las nueve de la noche.

Cataño se puso igualmente en camino, llegando sin novedad a Yautepec, y pasó el día en la casa del prefecto, informándose entre cigarro y cigarro, que en casi todos los pueblos de la Tierra Caliente no había sino una especie de guardia nacional muy mal organizada.

- Por lo demás -añadió el digno funcionario-, todo el país está tranquilo y no necesitamos de fuerza armada. Cuídese usted, sin embargo, porque cuando menos se piensa, suele aparecer gente mala.

- No haya cuidado, comandante; los batiremos, los batiremos a todos.

Antes de las ocho de la noche estaba ya en la cumbre del cerro de Atlihuayan. Uno a uno fueron llegando los muchachos y antes de las nueve estaban reunidos los treinta y dos.

- Muchachos -les dijo-, esta noche, los que quedemos con vida cenaremos una buena ensalada de lechuga en la hacienda de Atlihuayan; a los que les toque una bala, irán a cenar con todos los diablos; conque, de dos en fondo y adelante.

El cerro de Atlihuayan, visto desde cierta distancia, es semejante a un inmenso pan de azúcar; de cerca, pierde algo de su forma. La vertiente que mira a la llanura está casi tajada a pico, y una vereda de piedras sueltas, un verdadero camino de cabras, es el único sendero, rarlsimas veces transitado, por donde se puede llegar sin ser visto ni sentido hasta la puerta de la hacienda.

Más de una hora dilató la silenciosa tropa en bajar de esa peligrosa pendiente; mas al fin, todos sanos y salvos se encontraban con su jefe a la cabeza, enfrente de la puerta gótica de la espesa muralla que acababa de construir el marqués de Radepont, y que cercaba completamente por ese lado la hacienda de Atlihuayan (1).

Mientras don Pedro y los suyos discuten la manera de penetrar en la hacienda, digamos dos palabras del marqués de Radepont y de su formidable muralla.

El marqués de Radepont era uno de tantos títulos de Francia arruinados por éste o por el otro motivo. Vino a México agregado a la Legación y con buenas recomendaciones.

Al cabo de cierto tiempo, el ministro francés se retiró. Radepont cesó de ser agregado; parece que la pensión que le venía de Francia cesó también, y se vio precisado a solicitar protección de los buenos amigos que tenia. Hombre de finos modales, de variada instrucción y particularmente afecto a los estudios agrícolas Escandón y Jecker, que eran dueños de la hacienda de Atlihuayan, lo colocaron como administrador, con facultades para que aplicase todos los adelantos de la ciencía a la elaboración del azúcar y del aguardiente.

- ¿Por qué -dijeron- han de ser precisamente españoles los administradores de las haciendas? ¿Son ellos los únicos que saben fabricar el azúcar? ¿Hemos de estar siempre con los viejos trapiches del tiempo de la conquista, movidos por mulos? ¿No hay molinos horizontales que se mueven por vapor y muelen en un día más caña que los trapiches antiguos en un mes? Salgamos de la rutina.

Y como tenían dinero para salir de la rutina, encargaron un molino moderno a Francia y cuantos aparatos nuevos eran necesarios e instalaron en la hacienda al marqués de Radepont. Los españoles que había empleados en la hacienda y que hacían sus labores de siembra, riego y moliendo con regularidad, se disgustaron y se fueron a otras fincas, donde no les faltó colocación.

El marqués, según su modo de ver las cosas, encontró la casa en un estado salvaje, y dijo que era indispensable decorar la habitación de una manera confortable, lujosa y digna de los dueños de la finca y de la grande importancia que tenía; en consecuencia, trasladó de su casa de México sus pesados cortinajes de brocatel con flecos, borlas y abrazaderas; sus muebles Luis XV, sus cuadros de paisajes, su panoplia, sus pieles de león, sus estantes Y cómodas y cuanto habla traído de Francia, siendo lo más importante cuatro cajones de libros, de los cuales la mitad trataban del cultivo de la caña de azúcar, de las clases de azúcar, del análisis qulmico del azúcar, de la venta del azúcar; todo era azúcar y aguardiente en la biblioteca, exceptuándose algunas novelas y diccionarios.

La decoración y el lujo de la casa produjeron el resultado que debía esperarse. Antes de un mes, los pliegues y graciosas ondulaciones de las cortinas eran nidos de arañas y de alacranes, en los florones matizados del tapiz de papel, se paseaban sin ser vistos toda clase de insectos dañinos; debajo de los pesados sillones y canapés empañados con la humedad de la atmósfera, trataban de anidarse ciertas culebritas caseras más o menos dañinas. El marqués había sido picado por un alacrán y curádose gracias al maravilloso especifico que liberta de la muerte a la gente que trabaja en los campos de caña, y del cual se burlaba pocos días antes diciendo que eran brujerías y supersticiones de la ignorancia en que vivían esos pueblos. Precisamente hablaban de eso el marqués y Escandón, que estaban sentados en la mesa del comedor, tomando café después de haber cenado tan bien como lo podían haber hecho en el restaurante Helder de París.

- Estos adornos y este lujo son buenos para la capital, pero en estas tierras, blanco y nada más que blanco por todas partes, porque de esa manera se ven venir los enemigos. Lo que me parece grave es lo de los campos; la caña no ha crecido como debía.

- No tenga usted cuidado alguno -le respondió el marqués, con mucha calma-, precisamente la caña debe estar como usted la ve. Los campos que presentan un aspecto muy frondoso no dan mucha miel, y ya verá que este año Atlihuayan molerá cien mil arrobas de azúcar, mientras las haciendas que usted admira no llegarán a sesenta mil, y si es verdad que se ha suprimido un riego, es porque no se pudra la raíz, y porque la caña extraiga de la tierra más sustancia sacarina.

Escandón meneó la cabeza con un aire de incredulidad.

Escandón y el marqués se divertían con tan infinita variedad de animalitos.

Cuando el silencio que reinaba, pues habían cesado los trabajos, fue turbado por el disparo de un arma de fuego, que se reprodujo en el eco de la bóveda de la poterna de ese extraño castillo.

- Nos asaltan -dijo el marqués poniéndose pálido.

- No tenga usted cuidado, nos defenderemos, y no entrarán. Voy a buscar mis armas y a reunir la gente. No, nada de eso, marqués -le contestó Escandón con mucha serenidad-. Observe usted por alguna parte si en efecto es gente que trata de entrar o algún viajero que ha disparado su arma de intento para llamar la atención, y que se le dé hospedaje.

- Podrá muy bien ser eso, voy a ver -le respondió el marqUés.

Y en efecto, subió a la azotea, donde había un lavadero con un cObertizo, y desde allí se descubrían, no sólo las oficinas y patios de la hacienda, sino el campo a una gran distancia. El marqués registró cuidadosamente con la vista y no tardó en descubrir a la claridad de las estrellas, a los asaltantes al pie de la muralla. Descendió precipitadamente y dio parte a Escandón.

- Son muchos hombres a caballo, quizá doscientos.

- Entonces es una tropa del gobierno, tal vez.

- No lo creo -dijo el marqués.

- Pues sea quien fuere, lo mejor es hablarles por la reja, y abrirles la puerta.

- Ni por pienso, don Manuel -dijo el marqués cuando Escandón insistió en que se abriese de par en par la reja y la segunda puerta-, nos van a asesinar, y yo moriré, pero moriré matando.

- No se haga usted ilusiones, marqués. Si efectivamente es una banda de ladrones y entran en la hacienda, los operarios tendrán más simpatías por ellos que por nosotros y lo dejarán a usted solo en la pelea, y en ese caso puede contarse como muerto. Abramos.

El marqués, que no abriría, Escandón, que sí, y en esta discusión estaban cuando un hombre alto, bien proporcionado y bien vestido de oscuro, con una fisonomfa varonil e imponente se presentó ante ellos con una pistola amartillada en cada mano.

- Al menor movimiento disparo y son muertos, sin remedio -les dijo con una voz firme y resuelta, y en esto y en sus ojos conocieron que no decía mentira, y que no tenía más que apoyar el dedo en el gatillo y en un segundo pasaban de Atlihuayan a tierras más calientes quizá, pues de seguro Escandón y el marqués estaban en pecado mortal.

Al marqués le temblaba la barba de cólera, debajo del espeso bigote entrecano. Escandón se había quedado mordiéndose las uñas como lo tenía de costumbre desde el momento que trataba un negocio grave, y don Pedro Cataño, con el cañón de sus pistolas dirigido al pecho de sus víctimas, estaba también inmóvil como una estatua.

- No hay necesidad, coronel, estamos desarmados y muy ajenos a oponer resistencia alguna, tome usted asiento y hablaremos.

- ¿Tengo el honor -dijo Cataño- de hablar con el señor don Manuel Escandón, dueño de Atlihuayan?

Y al mismo tiempo colocó las pistolas en el cinto y tomó aSiento sin ceremonia, como si estuviese en su propia casa.

- No hace muchos días, quizá un mes, que he almorzado en este mismo comedor y en esta misma mesa con el señor marqués de Radepont, a quien entregué una carta de recomendación.

El marqués, sorprendido, atarantado y presa de mil encontrados sentimientos, no se habia fijado en el personaje que tan repentinamente se habia presentado; pero la indicación de Cataño le volvió el si.

- Querido amigo -le dijo tendiéndole la mano-, ¿por qué no apretar el botón que está en la reja de la puerta? Habría sonado la campana y habria usted entrado a cenar con los amigos que trae. Es hora todavia y algo ha de haber en las cocinas.

- Precisamente eso dije a los muchachos hace poco rato en la cumbre del cerro. ¿Tendria usted la bondad de mandar abrir la puerta y que entren y acomoden sus caballos?

El marqués no esperó que su cher ami se lo dijese dos veces. Él mismo bajó, abrió la puerta de la reja, cuya llave traia, y los muchachos de don Pedro entraron, y bien aleccionados como estaban, se repartieron en las entradas y patios, listos para la defensa por si los operarios o amos la intentaran.

Don Manuel Escandón no volvia en si de su sorpresa.

Don Pedro Cataño descendió a dar sus órdenes.

El marqués observaba azorado todas estas disposiciones, dictadas con tanto aplomo y seguridad como si fuese el dueño de la hacienda.

Cuando esto terminó, el marqués y don Pedro volvieron al comedor, donde había permanecido Escandón pensando cómo acabaría este lance, y qué partido podría sacar de su mala ventura.

- Vea usted -le dijo Cataño al marqués- cómo a veces las mayores precauciones son inútiles. ¿De qué le ha servido a usted este castillo feudal y las gruesas barras de fierro de la reja? La verdad, no toqué la campana porque el dia que estuve de visita no vi el botón de la reja ni la campana que está en la segunda entrada, y si lo hubiera sabido, quizá en la hora que era me habria convenido entrar por otra parte.

- Es admirable, coronel, lo que usted ha hecho -le dijo Escandón- ; si no es indiscreción, ¿no podria decir cómo entró y pUdo aparecérsenos repentinamente?

- De la manera más sencilla. Arrimamos un caballo muy manso a la muralla, uno de los muchachos se paró sobre él como un cirquero, otro pretendió subirse en los hombros del que estaba en pie sobre la silla del caballo para alcanzar la muralla; pero salió mal la suerte y los dos vinieron abajo, ninguno se lastimó, pero se salió de la pistola un tiro, que ustedes han debido escuchar. Ya no había remedio, estábamos descubiertos y era necesario no perder tiempo. Repetimos el ensayo y yo quise entrar el primero a la hacienda, era mi deber; alcancé una almena, la lacé con una reata y me descolgué al otro lado. Ahora somos ya amigos o por lo menos conocidos, y ya se puede decir todo; y a propósito y para que sigamos en buenos términos, exijo el más completo secreto. No olvidar que la vida va de por medio, y que si alguna denuncia se hace a la autoridad, usted, don Manuel, y usted, marqués, un día u otro y con mucho sentimiento mío, serán cosidos a puñaladas. Me han recibido como caballeros y como hombres de mundo, y de la misma manera me portaré.

Para inspirarles más confianza, don Pedro se quitó sus dos pistolas del cinto y las puso sobre la mesa.

Siguieron en plática hasta muy entrada la noche, y tanto Escandón como el marqués quedaron muy prendados de las maneras del capitán o coronél, como le llamaban, y de lo variado y florido de su conversación.

Se avanzó hasta ofrecerle un destino en las minas o en alguno de los establecimientos agrícolas o industriales de que era dueño.

Don Pedro, por toda respuesta, le dijo:

- Es el destino el que me guía; hace tiempo que no tengo voluntad propia; no puedo disponer de mi. En cuanto a dinero, nunca me ha faltado, y ¿para qué lo quiero? ¡Dormir! ... ¿Quién habría de dormir en esa noche que se pasó en fumar y en tomar el fresco por los patios?

Todo el resto del día estuvo don Pedro y su gente en Atlihuayan, y cuando cerró bien la noche, se pusieron en camino.

- Estoy seguro -le dijo Cataño a Escandón al despedirse- que no seré tan bien recibido como aquí en la hacienda donde pienso pasar la noche; pero ya veremos; de la misma manera me portaré yo.

Escandón dio la mano a Cataño y le deslizó un papelito.

Cataño lo abrió y lo leyó. Era un vale de tres mil pesos al portador.

- ¿Se puede cobrar?

Escandón, con otra mirada, contestó cuanto le quería preguntar Cataño, y le dijo con naturalidad y sencillez:

- No lo habría dado.




Notas

(1) Todo lo que sigue, hasta la conclusión del capítulo, es de la más rigurosa exactitud, y más bien son páginas sueltas de las memorias del autor, testigo de muchas de las escenas mezcladas en la novela.

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