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SEGUNDA PARTE



CAPÍTULO CUADRAGÉSIMOTERCERO



LOS NEGOCIOS DE LAMPARILLA NO VAN DE LO PEOR

Durante el transcurso del tiempo que Relumbrón había empleado en tejer su extensa red con una habilidad de que apenas se ha podido dar una débil idea, las cosas públicas, como ya se ha indicado antes, marchaban no sólo bien, sino que parecía que una especie de verano había sucedido a las tempestades que años atrás habían soplado en la siempre vacilante organización del gobierno, que pasaba de la exagerada libertad a la dictadura militar.

En la época en que se desarrollan los acontecimientos que refieren los últimos capltulos, había una dictadura militar que producía los beneficios de la paz y una seguridad relativa; pero ésta, minada en sus cimientos por la escasez de dinero para pagar a un ejército numeroso que no podla mantener la nación; mas por el momento reinaba un alegre verano.

Valentin Cruz, olvidado completamente y reducido a la nulidad, pasaba de un escondite a otro, sin poder alzar la cabeza. Los Melqulades, asegurados (por medio de su abogado, que los engañaba) de que jamás el Ministerio de Hacienda daria la orden para poner a Moctezuma III en posesión de sus bienes, seguían disfrutándolos y, por su propio interés, mantenlan en orden los distritos de Ameca y Chalco.

La feria de San Juan de los Lagos había estado como ningún año, se habían hecho grandes negocios y realizado tal cantidad de mercanclas, que parecía increible.

En cuanto a la capital, nada de particular; inundada y llena de lodo en tiempos de aguas, y de polvo y basura en la seca, la iba pasando alegremente. Los empleados gastando el tiempo en almorzar en sus oficinas, y las mismas personas todo el año en el Teatro Principal, sin cansarse de admirar los gestos de Soledad Cordero; el patio de Palacio lleno de viudas y de retirados, y los corredores transitados por oficiales y generales con uniformes de todos colores.

En cuanto a los juzgados, poco tenian que hacer y se dormian sobre las causas. Don Pedro Martín, fastidiado y convencido de que de nada servia, renunció al cargo; pero no le fue admitida la renuncia; para contenerlo le dieron licencia por algunas semanas y se retiró a descansar a su casa; pero imposible, don Pedro era hombre que estaba condenado a trabajar.

Dia y noche recibía antiguos y nuevos clientes que le iban a pedir consejo, a poner en su mano sus negocios y hacerle consultas de toda especie. Era en su profesión un especialista, y su diagnóstico en los negocios era infalible.

Uno de los que primero interrumpió la inquietud de don Pedro Martín fue el licenciado Lamparilla. Lleno de alegria, le mostró la orden para recuperar los bienes de Moctezuma III, dándole mil agradecimientos, porque sin el precioso documento que le dio, jamás habría logrado la resolución de la Secretaria de Hacienda, que, aparte del influjo de Relumbrón, no pudo resistirse a las concluyentes pruebas que se encontraban reunidas en el voluminoso expediente que se había instruido durante largos años. De confianza en confianza, Lamparilla se avanzó hasta contarle sus amores con Cecilia y su proyecto de casamiento.

- Ciertas cosas son muy dificiles en México -le dijo don Pedro Martin después de haberlo escuchado-, y una de ellas es recobrar los bienes de Moctezuma III, aunque lo manden los cuatro ministros juntos. En cuanto al casamiento con Cecilia, ése es un negocio muy personal. Cecilia es una hermosa mujer, y a mi juicio, muy honrada y de excelente corazón. Trabajadora y activa. Y a propósito, ¿qué sabe usted de ese pobre muchacho, tan inteligente y tan simpático, que usted colocó en el rancho de Santa María de la Ladrillera?

- Referí a usted la llegada al rancho de una partida de tropa, los desperfectos que hicieron y que se llevaron de leva a los muchachos ... Espiridión se reunió no sé cómo en la campaña con unos padres misioneros franciscanos, que lo catequizaron y se lo trajeron al convento, le enseñaron latín, algo de filosofía y a cantar en el coro, pues tiene buena voz. Tomó afición a la carrera eclesiástica, pasó al Seminario, donde ha hecho muy buenos estudios y va a ordenarse. Moctezuma es hoy todo un capitán, y ha pasado a la caballerra, en reunión de otro muchacho muy valiente que le dicen el cabo Franco, ambos muy queridos y protegidos por el coronel Baninelli; pero en cuanto a Juan, ni su luz, desapareció en una retirada desastroza que hicieron los del gobierno, allá por unos andurriales desconocidos, por el rumbo de Jalisco y Tepic.

Lamparilla sorprendió realmente un secreto del alma inflexible del juez, Y se retiró vacilando y procurando descifrar el enigma; tardó en encontrarse con Cecilia, que, acompañada de María Pantaleona, daba un paseo y hablaba con sus conocidas las floreras antes de dirigirse a su casa. Caminaron en silencio, Lamparilla al lado de Cecilia y detrás de María a cierta distancia.

- Cecilia, hija mía, querida mía -le dijo Lamparilla-, déjate abrazar, ya somos felices. Haste cuenta que somos marido y mujer, pues ya no hay impedimento en que me case contigo. Ya tengo la orden para que me entreguen los bienes de Moctezuma III, ya soy dueño de todo el valle de Ameca, de los dos volcanes, de la nieve que tienen encima, del azufre que tienen dentro, de los bosques vírgenes que están en la falda, de todo, y todo es para ti. No creas que te miento -le dijo Lamparilla-, aquí está la orden, te la voy a leer:

SECRETARIA DE HACIENDA, ETC.

Examinada la última instancia presentada por el licenciado don Crisanto Lamparilla, como apoderado de don Pascual José de Moctezuma, y resultando plenamente probado que es el heredero directo del emperador Moctezuma II, emperador de México; S.E. el presidente ha tenido a bien disponer que se ponga al heredero en posesión de las haciendas, ranchos, potreros, bosques, nieves, azufres del volcán y cuanto además pertenezca, conforme expresa la real Cédula del emperador Carlos V y la reina doña Juana, que se acompaña en copia. Dispone también S. E. que se diga al interesado que por los perjuicios que le hayan causado los detentadores en el tiempo que ha estado privado de sus propiedades, tiene su derecho a salvo para demandarlos ante los tribunales competentes, en el concepto de que esta orden se comunicará oportunamente a las autoridades que corresponda.

Dios y Libertad, etcétera.

Cecilia oyó con mucha atención esta lectura, tomó el papel de manos de Lamparilla, lo leyó muy despacio una o dos veces y se lo devolvió diciendo:

- Es verdad, señor licenciado, no tiene duda; pero lo dificil es entrar a esos campos, y ya ve lo que le sucedió la vez pasada. Pues que usted me ha cumplido su palabra, consiguiendo esa orden de que me ha hablado desde que nos conocemos, yo tengo que cumplir la mia. Yo tengo dinero, no mucho; pero lo bastante para que compremos un rancho regular para meternos a trabajar y vivir queriéndonos.

- Me voy, y es conveniente que me vaya, porque no responderia por mi. Envia un canasto de tu mejor fruta al coronel. Esta tarjeta dice dónde vive. Da bien las señas a Maria y que ella misma la lleve. A las doce comen. Nosotros volveremos otra vez a la casa del señor don Pedro Martin de Olañeta.

- ¡Marqués! ¿Es posible que tan mudado vea yo a usted? -dijo don Pedro Martin, levantándose de su sillón y tendiendo la mano al marqués de Valle Alegre.

- Cuando haya ya hablado con usted media hora, ya verá que no ha sido sin motivo.

Sentáronse y comenzaron a hablar; don Pedro Martin estaba aturdido.

Oñaleta le tuvo lástima y se lo dijo.

- Digno de compasión soy; pero no daré mi brazo a torcer; mi suerte ha cambiado, pero me conformaré con ella ...

El marqués refirió al licenciado su feliz viaje, el espléndido y ceremonioso recibimiento que le hizo el conde y todo lo demás que ya sabe el lector, hasta la extraña y no prevista escena de la capilla.

- Yo no tenia maldita la gana de batirme con el conde. Don Remigio, ese hombre que vale oro, y el doctor Ojeda nos salvaron, de lo contrario, habriamos en seis u ocho horas más perecido de debilidad y de hambre. Don Remigio le llamaba el practicante; pero yo le llamo el doctor, y será doctor dentro de poco tiempo. Ha venido conmigo, y si es posible, le daré una fuerte suma de dinero para que viva un poco de tiempo en México, se presente a sus últimos exámenes y reciba la borla de doctor, tanto más cuanto que el viaje en mi compañia le iba a costar la vida.

Como era la hora de la cena, don Pedro Martin instó tanto al marqués para que lo acompañase a la mesa, que no pudo éste resistir, y pasaron al comedor, donde estaba ya puesta una abundante comida.

El café se sirvió en la biblioteca, despidieron a la criada, cerraron la puerta, y el de Valle Alegre, que había recobrado algo de su genial alegria, continuó así:

- No tiene usted idea, por más que se exagere, del carácter del conde del Sauz. De piedra, de fierro, de acero, es poco decir; realmente tiene el carácter de demonio. El conde y yo no nos veíamos. Él permanecía en su habitación y yo en la mía; pero solía dar mis paseos por el gran patio y por la calzada que conduce al camino real. En uno de esos paseos, y acompañado del doctor Ojeda, pasé de cerca de las piedras que ocupaba mi prima. Gritos descompensados y lamentos desgarradores me llegaron al corazón. Está en una de esas crisis nerviosas que la destrozan -me dijo el doctor-, y de veras no se cómo resiste. Cada cinco o seis días se presenta el fenómeno, que dura diez o doce horas. Después sigue una calma completa. No conoce más que a don Remigio y a mi. Comienza a delirar y cuenta toda su triste existencia y revela los más recónditos secretos de su alma; pero permltame que lo deje un momento para atenderla. Creo que está usted bastante fuerte para continuar su paseo con sólo el auxilio del bastón. El doctor Ojeda entró en la habitación de mi prima Mariana, yo di la vuelta y me encontré en la reja del pequeño jardín. En mi vida he tenido rato más amargo. Los gemidos y los sollozos que vienen de los padecimientos del alma tienen un carácter tan particular, que llegan al corazón de quien los oye, por frío y egoísta que sea. Volví a caer en cama y volvió el doctor Ojeda a salvarme la vida. En las noches, el doctor -continuó-, desde muy joven se apasionó del hijo de don Remigio, que era un capitán muy guapo y arrogante de las compañías fronterizas. Fuerte y valiente hasta la temeridad, era el terror de los indios comanches. En las visitas que hacía a su padre cada cuatro o seis meses, conoció a Mariana, se amaron, y la soledad y la libertad que gozaban en las ausencias del conde, y el amor que puede más que todo, produjo efectos. Mariana dio a luz un niño en una casita apartada de la ciudad, propiedad de Agustina, el ama de llaves. El capitán de Presidiales (que ya habra pasado a las tropas de línea), por salvar a su hijo en la hora suprema, desertó frente al enemigo, fue condenado a muerte y anda fugitivo y errante. Toda una novela en que yo represento un papel bastante odioso. Ya un poco más repuesto -continuó diciendo el marqués-, pensé decididamente en abandonar la hacienda y regresar a México, porque me daba horror estar cerca de la víctima de mi vanidad y de mi codicia; pero el doctor Ojeda no consideraba que podría soportar el camino. Don Remigio tuvo que consentir en mi partida y permitió al doctor Ojeda que me acompañara, a condición de que volviera en cuanto hubiesen terminado sus exámenes. Quería que regresara con el magnífico avío y el mismo aparato con que llegué; rehusé, y me contenté con una carretela ligera y dos mozos. Había yo guardado silencio sobre mis alhajas, que en resumen y reducido a la pobreza, eran mi única esperanza. Don Remigio tuvo la delicadeza de entregármelas, obedeciendo a las órdenes de Mariana, que en los intervalos lúcidos que tenía, se lo encargaba encarecidamente.

- Mi querido marqués, y permítame que le hable así, en prueba del interés que me inspira. Lo que ha pasado usted en pocos meses habría bastado para matar al hombre más fuerte, pero cálmese y consuélese, que Dios manda los trabajos y las penas quizá para encaminar al hombre al buen sendero, pero no lo abandona enteramente. Sepa usted que es todavía no sólo rico, sino muy rico; no le dé pena no haber recibido los trescientos mil pesos de esa desgraciada condesa. En el archivo de su casa tenía usted un tesoro, y el refrán de que más tiene el rico cuando empobrece, tratándose de la casa de Valle Alegre, se ha convertido en un evangelio. Asómbrese usted: cerca de un millón de pesos en censos y escrituras que no han caducado. Algunas de ellas incobrables; pero otras de fácil realización pues tienen buenas hipotecas, y los deudores se darán por bien servidos en hacer una transacción en que se les perdone la mitad de los réditos vencidos. Me he entendido con mi compañero, el licenciado Rodríguez de San Gabriel. Ya sabe usted que los abogados nos decimos horrores en los estrados y en los tribunales; pero cualquier incidente, por pequeño que sea, nos reconcilia. A él mismo le he encargado el examen y la gestión de los asuntos del marquesado, porque yo, siendo juez, no puedo actuar. Muy pronto estos trabajos, que se han hecho con actividad mientras usted ha estado ausente, nos darán por resultado que la hacienda embargada, donde está fundado el mayorazgo, con sus ranchos anexos, vuelva a poder de usted y que le queden nuevas escrituras a su favor al seis por ciento de rédito y con buenas hipotecas y una cantidad muy regular en dinero.

- Otro secreto tengo que confiar a usted -continuó cuando las hermanas habían salido y cerrado la puerta.

- Cualquiera que sea, quedará aquí -le contestó don Pedro Martrn, llevando la mano al pecho.

- Estoy enamorado, pero enamorado profundamente. ¡A mi edad! Esto le sorprenderá a usted.

- De ninguna manera.

- Se lo diré de una vez: Amparo, la hija de doña Severa.

- Nunca lo hubiera sospechado.

- Ni nadie. Amores platónicos hasta ahora. Frustrado mi casamiento con mi prima, curado de mis heridas, comencé a pensar en Amparo, y tenia precisamente su imagen delante cuando fui asaltado, en la cañada de Veta Grande. Perdí mis alhajas y con ellas la esperanza. ¿Podría presentarse como pretendiente un marqués arruinado? Ahora me ha vuelto usted, con la fortuna, la vida y la felicidad, señor don Pedro.

- ¿Pero cuenta usted con la voluntad de Amparo, y no teme que se repita la escena de la capilla de la hacienda del Sauz?

- Yo no cuento con nada hasta ahora. Le repito que no le he hecho la menor insinuación; pero pierda usted cuidado, la enamoraré como si tuviese yo veinte años, y cuando esté absolutamente seguro de que me ama y de que ningún otro sentimiento más que el del cariño la impulsa a unir su suerte con la mía, entonces hablaré, o mejor dicho, usted la pedirá a sus padres para que sea la compañera de mi vida. Lo que suplico a usted es que, cuando vaya a visitar a doña Severa, como quien quiere y no quiere la cosa, y sea oportuno, le platique del estado satisfactorio de los negocios de mi casa.

- Sí, lo haré -le respondió don Pedro Martín-. Por de pronto, ya habrá paz en la familia, el hermano tendrá para pagar las deudas, las hermanas se presentarán con un traje nuevo en el teatro, y usted, marqués, sabiendo y queriendo sobre todo, manejar sus intereses, volverá a ser el hombre elegante, amable y simpático para toda la buena sociedad de México. ¡Animo y olvidar lo pasado!

Abrió un cajón de su bufete y le entregó el billete.

- Decididamente iré mañana a la tertulia de Relumbrón y anunciaré a doña Severa mi visita para el viernes. Necesitaba un pretexto para satisfacerme a mi mismo. Hace cerca de un mes que no veo a Casilda.

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