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SEGUNDA PARTE



CAPÍTULO CUADRAGÉSIMOSEGUNDO



PROSPERIDAD DE LOS NEGOCIOS DE RELUMBRÓN

Nada tan completo y tan perfecto como la casa de moneda del Molino de Perote. Volantes poderosos, máquina de acordonar, un par de hornos para la fundición, crisoles para la plata y para la liga; en una palabra, cuanto era necesario en pequeña escala para que medallas y monedas pudieran ser acuñadas con perfección. Relumbrón y el licenciado Chupita quedaron maravillados.

Después de la acuñación de las medallas siguió la de los pesos. Los operarios, ejercitados de años atrás en el oficio en las cuevas de las montañas de Tlaxcala, se portaron a las mil maravillas, manejando con destreza la maquinaria, haciendo las fundiciones con acierto y secundando en todo al platero que consideró que apenas seria necesario un viaje cada uno o dos meses, pues todo marchaba perfectamente sin necesidad de su presencia, tanto más cuanto que la gente estaba por su parte enteramente contenta con sus nuevos amos y más que satisfecha de su situación. Un par de pesos diarios de jornal, buena comida, mejor habitación y un tanto por ciento en las utilidades, ¿qué más querían?

Después de una larga ausencia y de acabar tan peligrosas hazañas, Relumbrón, a su regreso a México, sintió la necesidad de descansar siquiera una semana. La dedicó a su familia, a sus queridas y a sus amigos. Abrió las cajas que le habían llegado de San Juan de los Lagos y comenzó a repartir sus regalos. Los más preciosos, debemos decir, con verdad, fueron para su hija y para dOña Severa. Este hombre fastuoso, perseguido por la monomanía del robo, disipado, jugador, goloso e insensible, cuando estaba delante de Amparo, que era su adoración, se convertla en el más moral, en el más honrado y en el mejor de los hombres.

Ese día era el hombre amable del hogar, no salla en la noche, jugaba al porrazo con Amparo, se acostaba a buena hora; y doña SeVera, tan fria, tan seria en la apariencia, se convertía en la esposa más tierna y más amante. Una francesa de veinticinco años no la igualaba en afectos y en caricias.

A pesar de los años transcurridos, estaba enamorada de su marido. Relumbrón era bien parecido, robusto, ardiente, simpático, representaba diez años menos de los que tenía. Aunque hombre hecho, era joven todavía. La luna de miel se renovaba por una semana. Esto suele acontecer entre casados viejos, pero es muy raro.

Las primeras visitas que hizo Relumbrón después de la de Luisa, fueron a la casa de don Pedro Martín de Olañeta; regaló a Coleta y a Prudencia medallas de plata, y cintas y medidas benditas de Nuestra Señora de San Juan, sin olvidar un par de las medallas de Nuestra Señora de Guadalupe acuñadas en el molino. De alli se fue a la casa de Clara, le aseguró que su marido estaba muy contento, que comía mucho y que cuando volviese estaría gordo como una bota, en lugar de chupado como un espárrago. Clara hizo un gesto de desprecio; pero cuando le añadió que le traía de su parte doscientos pesos, sonrió y cambió su semblante.

- Al fin no es tan malo mi marido -dijo-, y siempre se acuerda de mí.

De la casa de Clara se fue a la de las marquesas de Valle Alegre, que tenía mucho empeño en que concurriesen sin faltar un jueves a la tertulia. Las encontró tristes y cuidadosas. Habían oido decir quién sabe qué cosas que no querían creer. El marqués les había escrito muy lacónicamente dos veces anunciándoles que venía; pero pasaban semanas y no llegaba. Relumbrón las tranquilizó, y picándole la curiosidad, se decidió a ir a la casa de Don Juan Manuel. Sabía que doña Agustina tenía siempre mucho dinero en unas cajas de cedro, que los caballos de la hacienda del Sauz se habían vendido a muy alto precio y que su importe había sido pagado en México, que no había más hombres en la casa que el dependiente, que se retiraba a las seis de la tarde, y el portero, que era ya viejo, incapaz de defenderse.

De la visita y la conversación con las marquesas de Valle Alegre, le vino la idea de explorar la casa de la calle de Don Juan Manuel, y le puso la puntería.

No era amigo del conde porque éste no tenia más amigo que don Remigio; pero sí era conocido, y como los dos eran espadachines, varias veces se habían medido en la sala de armas de la casa de Don Juan Manuel.

Tocó la puerta (siempre cerrada). El portero espió por el ojo de buey, y reconociendo a Relumbrón, le abrió la puerta.

- Venía a saber de la salud del conde -le dijo al portero.

El portero le contestó:

- El señor conde no ha regresado; hemos sabido aquí que tanto él como la señora condesita están mal, y quizá por eso ha venido un avío de la hacienda por doña Agustina. Mi mujer y mi hija la han acompañado, porque no está bien de salud, no sabemos qué tiene, pero ella está muy triste y muy abatida. Mi hijo está destinado de mayordomo en la hacienda del marqués de Valle Alegre, que está embargada, pero le han dejado en su destino.

Relumbrón no sólo aguantó sino que le agradó mucho la relación del portero que respondía a las pesquisas e indagaciones que él se proponía hacer. Se retiró muy satisfecho de su visita y prometió volver al momento que supiera que el conde había regresado de su hacienda.

De su segunda entrevista con el presidente hay necesidad de dar alguna idea.

El día que escogió para hablarle de los asuntos que le importaban, el presidente estaba del mejor humor y Relumbrón aprovechó la ocasión.

- Hay, señor -le dijo-, un hombre desgraciado, el licenciado Bedolla, que implora la clemencia de usted y yo me intereso por él.

- ¿Pues dónde está?

- Donde usted dispuso que estuviese: en un calabozo del castillo de Acapulco, y quizá a estas horas habrá muerto.

- Me había olvidado completamente a dónde había mandado a Bedolla. Estos licenciados, vestidos de negro, chiquitos, habladores e inquietos, traen a la nación revuelta y no dejan establecerse sólidamente a ningún gobierno. ¿Qué es lo que quiere usted?

- Ya se lo supliqué a mi general: que me haga la gracia de disponer que venga a México el licenciado Bedolla, y le doy mi palabra de que, lejos de que vuelva a conspirar, nos podrá ser muy utll, especialmente por el rumbo de Jalisco, del cual me permitiré hablar a usted. Tendrían antes que solicitar otra gracia, y ésta es más fácil de conceder, porque no tiene relación con la política.

- Ya veo -dijo con afabilidad y buen humor el presidente- que hoy es día de mercedes. Hable usted y diga lo que quiere, Para que nos ocupemos otra vez de Jalisco.

Relumbrón recordó las muchas lecciones que sobre el negocio de Moctezuma III le habla dado Lamparilla, y dijo:

- Existe en México un heredero directo del emperador Moctezuma, y hace tiempo que gestiona sin resultado el que lo ponga la Secretarfa de Hacienda en posesión de sus bienes, que consisten en muchas haciendas en la falda del volcán y una parte del volcán mismo. Desde hace años diversos gachupines, diciéndose apoderados de títulos de Castilla residentes de Madrid, están reclamando esos bienes diciéndose herederos del emperador azteca; pero la razón natural rechaza esta suposición. Moctezuma era mexicano, así, sus descendientes y herederos tienen por fuerza que ser indios y mexicanos, y hasta ridículo es que un duque español sea heredero de un indio azteca. Esto salta a los ojos. Entre tanto han corrido los años, y los vecinos de Ameca, mirando que los ranchos y las haciendas estaban abandonadas, se han apoderado de ellas. Con una orden del ministro de Hacienda, Moctezuma III entrará en posesión de su herencia, y si hay reclamaciones legales, queda su derecho a salvo a los agraviados para ocurrir a los tribunales.

- Es una buena idea -le contestó-; pondremos en posesión a este heredero, si tiene sus documentos en regla, y de esta manera me quito de encima a cinco o seis que reclaman también y que se valen hasta del influjo de los ministros extranjeros. Los tribunales darán la razón a quien la tenga. ¿Pero qué clase de heredero es ése que vamos a favorecer? En libertad Bedolla, y elevado, como quien dice, a emperador un indio cacique, tenaz y engreído como son todos ellos, vamos a tener una guerra de castas, y vale más evitarla que no reprimirla.

- Ni por pienso, señor presidente -le dijo Relumbrón riendo al observar que el jefe supremo decía esto en tono de chanza-. Moctezuma III es un valiente muchacho y debe haber hablado a usted de su buen comportamiento en la campaña el coronel Baninellí. Usted lo ha hecho capitán, es íntimo amigo de ese bizarro oficial que llaman el cabo Franco y que creo que es ya teniente coronel.

- Ya, ya recuerdo todo y no necesito más explicaciones. Con mucho gusto firmaré el acuerdo, y vive Dios que pondremos en posesión de sus bienes a ese célebre Moctezuma III. Escriba usted los acuerdos.

Relumbrón tomó una pluma, escribió los acuerdos a su satisfacción y el presidente los firmó sin leerlos.

- Volvamos a hablar de Jalisco.

Relumbrón renovó cuanto había expresado en la primera conferencia sobre dicho asunto y añadió algo más. En consecuencia, el primer plan para la caída del gobernador se modificó notablemente. Quedó convenido que una vez puesto en libertad el licenciado Bedolla, Relumbrón lo enviaría a Guadalajara, como de paso para su pueblo, donde se proponía vivir retirado, acompañando a su padre ya muy anciano y enfermo; que una vez quieto en casa procurarla indagar el paradero de Valentín Cruz hasta encontrarlo, lo que no sería difícil, pues probablemente estaría oculto en algún pueblo cercano o en el mismo San Pedro; que de acuerdo con él, combinase un pronunciamiento fundado en que las elecciones eran nulas, que se había falseado la voluntad nacional, que se convocase a nuevas elecciones ocupando provisionalmente la presidencia el gobernador de Jalisco.

Seducido seguramente el gobernador, por lo menos se dejaria querer y correr la bola sin contrariar la voluntad nacional. En ese caso había ya motivo para destituirlo del mando y declarar a Guadalajara en estado de sitio.

El plan no era muy acabado y por encima saltaban sus defectos; pero Relumbrón quedó autorizado para perfeccionarlo cuando hubiese hablado con Bedolla. Entre tanto, se mandó a situar a Baninelli en Guanajuato, casi en el centro de la República, para que atendiese cualquier emergencia.

Don Moisés, desde su regreso de la feria, no abandonaba su capa con cuello de nutria. Compró un coche, tomó una buena casa, la amuebló con cuanto lujo era posible, y la gente de comercio y de rumbo lo visitaba. Daba semanariamente una comida a amigos muy distinguidos. Relumbrón, después de algunos días de instalada la partida, tuvo un disgusto (fingido) con Don Moisés; delante de varios testigos dijo que éste era un ingrato, que se daba más importancia de la que merecía y que no volvería a poner un peso en la partida.

Casi al mismo tiempo don Jesús, el tinacalero, muy bien vestido de paño negro, pero sin chaqueta y con su camisa muy limpia, estaba al frente de La Gran Ciudad de Bilbao, situada en la plaza de Santa Clarita.

Era una tienda de dos puertas, con un armazón bien combinado y pintado de rojo, lleno de botellas con aguas de color, fingiendo vinos y licores, pilones de azúcar en el tapanco, barriles y tercios arrumbados en la trastienda y mirándose desde la calle. Mucha apariencia y en realidad poca cosa; no faltando, sin embargo, un surtido de cuanto podian necesitar los vecinos del barrio.

En una casa vieja, pero grande como un palacio, situada en la calle del Montepío Viejo, se estableció el taller de vestuario. Relumbrón, con la influencia que había adquirido en el gobierno por su viaje al interior, no tuvo dificultad en obtener una contrata de veinte mil uniformes para caballería e infanterfa, y desde luego se comenzó el trabajo, bajo la dirección de la corredora doña Viviana.

Juan siguió administrando la hacienda con acierto; Valeriano Romualdo y sus compañeros tenían el encargo de escoltar al licenciado Chupita, que cada quince dias hacia un viaje a México. El licenciado en cada viaje traia a Clara dos o trescientos pesos, pasaba la noche con ella y asi el matrimonio era el más feliz del mundo, produjo de pronto un beneficio a la ciudad y a los caminos.

Las diligencias hacian sus viajes redondos con la mayor regularidad y sin el menor accidente. Hilario y sus soldados habían adquirido una educación tan fina como si estuviesen recién salidos de un colegio francés. El ministro inglés estaba encantado de esto y escribia al Foreign Office notas muy favorables a México. En la ciudad habian cesado los frecuentes robos en las casas y en las calles. Don Pedro Martín de Olañeta y los demás jueces estaban mano sobre mano.

La tienda de don Jesús, muy acreditada, no consentra borrachos ni ociosos; presentaba un aspecto de orden y de honradez en el manejo y devolución de las prendas empeñadas que recibía, que se captó la voluntad de todo el barrio; pero cuando se cerraba a las nueve de la noche, entraban el tuerto Cirilo y su comparsa, y jugaban a la baraja, bebían y combinaban sus robos; aunque de pronto estaban quietos, esperando órdenes, y se retiraban a deshoras de la noche a sus madrigueras, sin atacar ni molestar a nadie. Don Jesús les abonaba un par de pesos diarios, y estaban contentos.

Relumbrón, sin dar la cara, habia impuesto su voluntad a toda esa gente. No queria que se armasen ruidos ni escándalos por cuatro reales, sino que obrasen a golpe seguro y con una utilidad relativa a los fuertes gastos que exigía esta vasta organización.

Don Moisés obraba con mucho tacto; no usaba de su baraja mágica sino cuando la suerte lo abandonaba completamente, y dejaba a los puntos siempre contentos, permitiéndoles que ganasen pequeñas cantidades.

El platero no tenia ya tiempo para trabajar. Tenia seis oficiales en lugar de tres, y ya daremos también la razón principal de tanto recargo de trabajo.

La casa de moneda marchaba despacio; pero con mucha solidez. Llevaba perfectamente la contabilidad con cifras que no entendian más que él y Relumbrón, y cada viaje quincenal producía por término medio unos mil pesos de utilidad.

Relumbrón mismo moderó sus gastos: dejó de ser calavera, prescindió de las orgías en casa de Luisa y se dedicó exclusivamente (en la apariencia) al servicio de Palacio y a las tertulias de los jueves en su casa.

Asi pasaron las cosas semanas y semanas, hasta que la red estuvo bien tendida y colocados, por las mañas de doña Viviana, sirvientes distintos en las casas principales de México. En casa del marqués de Valle Alegre, el cochero y el lacayo; en la de don Pedro Martin, la cocinera; en la de doña Dominga de Arratia, la recamarera; en la de Lamparilla mismo, el portero. En las Secretarias de Estado y diversas oficinas, escribientes y aun oficiales; en una palabra, todo México se puede decir estaba dominado por un espionaje y por una policia inconsciente de su misión, pero por medio de la cual sabia Relumbrón cada semana todo y aun más de lo que le importaba saber.

En el momento que Relumbrón obtuvo la orden amplia y terminante para que se pusiese a Moctezuma III en posesión de la herencia de su antecesor, y otra aún más expresa, para que el patriota Bedolla viniese de su destierro y pudiese circular libremente por la República entera, tuvo la delicadeza de ir personalmente a casa de Lamparilla para entregárselas en mano propia.

Lamparilla, a pesar de la esperanza que le daba Relumbrón cada vez que le hablaba, llegó a creer que el negocio de los bienes de su tutoreado estaba tan embrollado y tan dificil como al principio. Sin embargo, cuando Relumbrón, después de saludarlo, sacó del bolsillo unos papeles y los leyó en voz alta, creyó que un golpe de sangre le venia al cerebro, se llevó las manos a la cabeza y en su explosión de júbilo y de entusiasmo, sin poderlo remediar, saltó al cuello de su protector, exclamando:

- ¡EI volcán! ¡El volcán! Todo es nuestro, con su fuego hirviente, con su azufre para surtir de ácido sulfúrico a toda Europa; con su nieve, sobre todo, con su nieve eterna, que no se acabará sino al fin del mundo. Ella nos convertirá en amos de esta ciudad. No hay que decir nada de esto a Bedolla; es muy pícaro y muy ambicioso ... ¿Y las haciendas? ... eso no es casi nada. ¡Casas de campo para divertirse y vivir tranquilo! ...

Relumbrón reia y no podia interrumpir la palabra del licenCiado y con trabajo apartó los brazos que lo ceñian y que habian estropeado un poco su camisa y medio desprendido el fistol de brillantes.

- Cálmese usted, licenciado -le dijo arreglando su camisa y el chaleco-, y modere su entusiasmo: el negocio es bueno, pero no como usted lo cree. Esta orden fue dada por la Secretaria de Hacienda, con la condición de que por ahora se ha de guardar la más profunda reserva, pues no quiere que se vayan a levantar los pueblos de Ameca con pretexto de que se les despoja de sus tierras.

Lamparilla, con estas explicaciones, moderó su entusiasmo, pero siempre se consideró como el más dichoso de los hombres pensando en que el papel que tenia en la mano equivalía a un tesoro, y este tesoro, aunque no realizado, le proporcionaria un triunfo completo en casa de Cecilia.

- Hablemos cinco minutos de otras cosas, que mi tiempo está contado -le dijo Relumbrón-. Dé traza de que su amigo Bedolla venga lo más pronto posible a esta capital, pues tenemos una importante misión que confiarle, y empiece usted a ocuparse en una comisión que le ha de honrar.

- ¿Qué es lo que tengo que hacer?

- Una cosa muy meritoria y muy sencilla; servir a los pobres. Los jueces de lo criminal, por hacer algo, por darse importancia y fama de justicieros, sin exceptuar a don Pedro Martín, que tiene sus caprichos de cuando en cuando, condenan diariamente a multitud de infelices a penas que no merecen. No hay que mencionar mi nombre para nada, querido licenciado -y acentuó la palabra querido-. La caridad debe hacerse como dice el Evangelio: lo que sepa la mano derecha debe ignorarlo la izquierda.

Relumbrón tenia ya un abogado activo, travieso y bien relacionado en México que le defendiese su gente.

Asi, en cuanto llegó a su casa, procuró por los medios indirectos de que se valía, dar las instrucciones más precisas a toda sU servidumbre. Si caian presos, negar y siempre negar.

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