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SEGUNDA PARTE



CAPÍTULO CUADRAGÉSIMOPRIMERO



UNA CORAZONADA

Mientras el ostentoso y benemérito coronel acaba de arreglar su casa de moneda, tenemos tiempo de hacer nosotros un viaje a la hacienda del Sauz e informamos de lo que pasaba alli.

No habla andado don Remigio tres leguas, cuando detuvo su caballo, encendió un cigarro y se puso a reflexionar.

- Decididamente, cueste lo que cueste, yo desobedezco al conde y me vuelvo a la hacienda.

José Gordillo, que no esperaba el regreso de don Remigio y que lo crela ya lejos, quedó sorprendido al divisarlo por el camino. No había medio de retroceder ni de dar una disculpa satisfactoria, así, no hubo más que jugar el todo por el todo, prendió las espuelas al caballo y con lo que llevaba de mano pasó como un rayo rozando a don Remigio, que se sorprendió de esta fuga y confirmó más las siniestras sospechas que había concebido.

Don Remigio meneó la cabeza, se apeó y se dirigió a la habitación del marqués. Las criadas, aprovechando su ausencia, aseaban en ese momento la recámara.

- ¿Ha salido el señor marqués a pie o a caballo? -les preguntó don Remigio.

- No lo hemos visto. Cuando hemos entrado, la recámara estaba vacía. Se ha vestido de limpio, pues su ropa de ayer está aquí.

Don Remigio se dirigió entonces a las habitaciones de Mariana. La encontró paseándose de un lado a otro de su jardín, silenciosa y triste como de costumbre desde el dla siguiente de su frustrado casamiento. Levantó la cabeza, le sonrió y continuó sus paseos.

De la habitación de Mariana pasó a las del conde. La puerta estaba cerrada. Llamó suavemente, después más recio ... Nada ninguna respuesta. Aplicó el oído ... Silencio profundo.

- Aquí está el misterio. Si el conde me despide, tanto mejor pero yo voy a romper la puerta si es necesario.

Fue fácil la operación de forzar la cerradura y las puertas se abrieron de par en par.

Don Remigio y el herrero retrocedieron espantados. El Conde y el marqués, con sus espadas en la mano, estaban exánimes en el suelo, nadando en un lago de sangre.

Don Remigio dijo al herrero:

- Corre, que vengan aquí dos mozos y otro monte a caballo que lleve uno de mano y que venga inmediatamente con el practicante.

El herrero salió corriendo a cumplir las órdenes, y don Remigio se arrodilló para cerciorarse de si estaban muertos o respiraban todavía.

- ¡Si van a decir que yo los he asesinado! ¿Cómo justificar un duelo entre parientes tan cercanos que seguramente no ha presenciado más que el maldito cochero? Veamos.

Puso el oído en el corazón del conde y en seguida en el del marqués.

- ¡Gracias a Dios! -dijo-. Aún viven, y no están más que desmayados.

Fue uno de esos momentos cuando salió maquinalmente la condesa del jardín; siguió a don Remigio a distancia sin que éste lo advirtiese, y penetró por las habitaciones ya abiertas, hasta la biblioteca, en cuya puerta se detuvo, contemplando aterrada a su padre y al marqués tendidos en el suelo y nadando en sangre. Helada de espanto, llevaba las manos a los ojos, se los limpiaba y los fijaba de nuevo en los hombres ensangrentados.

- ¡Don Remigio, don Remigio! -exclamó con voz trémula-. ¿Qué es esto? ¿Qué ha sucedido? ¡Por Dios, que me diga usted una palabra, que me explique este horror!

Y volvía a limpiarse los ojos y los abría grandes y los fijaba en el conde y el marqués.

- Se han batido, señora condesa; pero están heridos solamente. Respiran, viven, sanarán si los atendemos prontamente, y ya que Dios por su misericordia le ha vuelto la razón, tenga valor, ayúdeme ~arestañar la sangre, si no, van a expirar.

- ¡Sí, sí -dijo Mariana saliendo de la inacción en que había estado sin pasar del marco de la puerta-, los salvaremos a los dos, es mi padre, mi padre, injusto, caprichoso; pero soy su hija y él está moribundo por mí!

La herida era pequeña y poco profunda, un piquete apenas de la larga Y acerada espada del marqués.

- Mi padre sanará, el marqués también, reflexionarán en la falta que han cometido, me perdonarán, los dos se esmerarán en cuidarme, en darme libertad, y el obispo, tan santo y tan bueno, se interpondrá, rogará por mi, y quizá volverá Juan a la hacienda, será mi marido y traerá a mi hijo, al hijo, de mis entrañas ... ¡Padre! ¡Padre! ¡Yo soy, yo la que curo la herida! ... ¡Viviréis sí; viviréis para perdonar a vuestra hija, que os ama, para ser feliz en vuestra casa, rodeado de los que os respetan y os quieren!

El conde oyó, sí, esa voz en la profundidad nebulosa de su síncope. Después, crispando de nuevo los dedos de su mano derecha, con la izquierda rechazó a Mariana, queriendo pronunciar una maldición terrible que expiró en sus labios.

Mariana se levantó enhiesta y severa, clavó a su vez sus ojos centelleantes en su padre, que había vuelto al desmayo.

- ¡Cruel e implacable hasta en la hora de morir!

Don Remigio salió de su embrutecimiento momentáneo, dio sus órdenes para que detuviesen a la condesa y la condujesen a su habitación, después ordenó a los criados que levantasen cuidadosamente los cuerpos y los colocasen en sus lechos. Él mismo lavó las heridas, e hizo pasar, aunque con dificultades, una buena copa de vino de jerez a los heridos, dejándolos en reposo mientras llegaba el practicante.

La carrera de Mariana, impulsada por sus nervios, era tan rápida que parecía más bien que volaba. Los que la seguían no la pUdieron contener sino cuando, falta de aliento, cayó en la orilla de un jagüey; y se habría ahogado si no la socorren tan a tiempo.

Don Remigio, aturdido y conmovido profundamente con las escenas de sangre y horror, especialmente con la que pasó entre la condesa y su padre, parecía una estatua, y, paralizados sus miembros, no podía moverse por más esfuerzos que hacía. Un quejido del marqués, que entreabrió los ojos y los miró como reclamando su auxilio, lo sacó de esa enajenación mental. Recobró de nuevo su energía, dio sus últimas órdenes respecto del conde y del marqués, y corrió a ocuparse de Mariana, a la que hizo que las camaristas le diesen fricciones aromáticas, la vistiesen con sus mejores ropas y le compusiesen sus cabellos. La fatiga de la carrera había agotado su aliento y sus fuerzas y parecía que pocos instantes le quedaban de vida.

En seguida se dirigió a la habitación del marqués, hizo lo mismo, y salió al portal a esperar al practicante, que no tardó en aparecer por la calzada, seguido del criado. Los dos venían a galope tendido.

El practicante se apeó y ambos entraron en la recámara del conde. La herida era grave, pues había interesado un poco al higado; pero sobre todo, la pérdida de sangre ponía la vida del paciente en inminente peligro.

Amplió con el bisturí la herida del conde, que no presentaba sino el diminuto agujero que había hecho la punta de la espada del marqués. Don Remigio, alarmado, se oponía a la operación.

- Es el último medio de salvarlo. De otra manera, de aquí a mañana habría una abundante supuración interior, y no sería más que cuestión de días. Que me preparen una infusión fuerte de yerbas aromáticas, lo voy a vendar en seguida y veremos al marqués.

Fuéronse a la recámara del marqués, que aún no volvía en sí del desmayo.

- La misma historia. La pérdida de sangre; pero la herida no presenta gravedad -añadió después de haberlo reconocido cuidadosamente. Parece más grave, pero no es así; la espada resbaló entre dos costillas y no ha interesado ninguna entraña noble; una pulgada más alta, y habrla traspasado el corazón de parte a parte. De buena ha escapado.

Lavó la herida, colocó un emplasto sobre ella, la vendó cuidadosamente, mudaron camisa y ropa de cama al paciente y le hicieron pasar una copa del elixir maravilloso que había administrado a Mariana, y que era medicina de su propia invención; lo dejaron reposar bajo la guardia de dos camaristas y volvieron a la recámara del conde, el cual no daba señales de vida.

El practicante y don Remigio lo frotaron fuertemente con una infusión de yerbas muy calientes, mezclada con alcohol, le hicieron pasar una copa del elixir, le arreglaron su lecho y lo dejaron vigilado igualmente por dos camaristas.

- Nada hay que hacer más que dejarlos reposar -dijo el practicante a don Remigio-. Si dentro de dos horas no han vuelto en sí, es que no tienen remedio. Veamos ahora a la condesa, que me interesa más que estos dos ganapanes espadachines que les ha dado la gana de matarse.

La condesita no prestaba mejor aspecto que los heridos.

Se sentaron en la cabecera de la cama, hicieron que salieran las criadas, y don Remigio le contó punto por punto lo que había ocurrido.

- Me temo que la locura mansa y melancólica en que la dejé en mi última visita haya degenerado en locura furiosa -dijo el practicante.

- ¿Creerá usted que desde el lance de la capilla no ha preguntado ni una sola vez por ella? Cualquiera, siquiera por curiosidad, indagaría si vive o muere. Nada ...

- ¡Increíble! -repuso el practicante-. Esta dureza y este encono porque no ha querido casarse ... Esto es contrario a la naturaleza, y además, ¿qué diría si supiera que debe la vida a esa misma hija a la que tanto tiraniza? No sé si observaría usted que, si no es por mí, Juan, ya a punto de ser acometido de una locura furiosa, porque casada su novia perdía toda esperanza, habría matado al marqués, al conde, a usted mismo, al obispo, a todo el mundo. Dios me dio fuerzas bastantes para sujetar su brazo armado de un puñal para arrancarlo del lugar que ocupaba cerca del conde y para arrastrarlo materialmente fuera de la iglesia ... Ya ve usted, la desgraciada condesa no podía pronunciar el sí exigido por la Iglesia para que se verificase el matrimonio sin ocasionar una espantosa tragedia que se habría sabido con horror en todo el país.

Don Remigio inclinó la cabeza, quedó por un rato pensativo y luego contestó al practicante:

- Tantas y tan inesperadas cosas sucedieron en momentos, que no las puedo recordar todavía sin temblar, y ahora que usted me refresca las ideas, convengo en que usted nos ha prestado a todos y a mí en particular, un servicio que no tendré con qué pagarle, si no es con una gratitud eterna; pero el conde, que no es capaz de ningún sentimiento afectuoso, lo hará con su dinero, si usted logra, como se lo ruego, salvarle la vida.

En esas y otras pláticas estaban cuando la condesa, que había continuado al parecer no sólo quieta, sino con signos de debilidad y abatimiento, dio un lastimero grito, saltó de la cama como si un fuerte resorte la hubiese impulsado, y se lanzó hacia la puerta para renovar otra vez la vertiginosa carrera que estuvo a punto de costarle la vida.

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