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SEGUNDA PARTE



CAPÍTULO CUADRAGÉSIMO



LAS CINCO MULAS CAMBUJAS

Costó mucho trabajo a Relumbrón que el licenciado Chupita aceptara el cargo del molino de Perote. Se resistía a lanzarse de lleno en una carrera de perdición; pero no hubo remedio. O aceptaba el empleo con todas sus consecuencias, o las libranzas falsas pasaban a las manos de un agente de negocios.

El licenciado Chupita pidió tres días para arreglar sus negocios; dijo a su mujer y a don Pedro Martín que había admitido el cargo de administrador de la hacienda de Arroyo Prieto. Don Pedro Martín le aconsejó que se llevase a Clara; pero ésta resistió, lo que agradó a Chupita; pues era imposible ponerla al tanto del secreto. Quedó contenta con una mesada de doscientos cincuenta pesos y así quedaron arreglados los asuntos de familia.

Una hermosa mañana de primavera, el cuñado de don Pedro Martín de Olañeta, Relumbrón y su compadre el platero montaron en un amplio y fuerte coche, con tablita por detrás y por delante (era ya el coche de la hacienda), y se pusieron en camino con dirección a San Martín.

El tiro de mulas no era tan bueno como los del marqués de Valle Alegre, pero suficiente para que el primer día llegasen a Ayotla y el segundo a la hacienda, habiendo sido escoltados en el monte por Hilario. Nada había en la hacienda que infundiese sospechas; era una finca como cualquiera otra. Ningún inconveniente habia en que Juliana y cualquiera otra persona residieran allí. Relumbrón encontró ya instalados a Juan y sus compañeros.

Mientras que Relumbrón hacía su expedición por el interior, su compadre había cumplido los encargos que le dejó encomendados. Los troqueles él mismo los había grabado. Los volantes los mando hacer a un hábil herrero que hacía años servía al platero y construía cuanto necesitaba para la acuñación de medallas.

Relumbrón se estableció durante algunos días en la hacienda esperando de un momento a otro la llegada de las cinco mUlas cambujas; entre tanto, habló detenidamente con Juan y sus compañeros y dio sus disposiciones para el giro de las fincas. Juan sabía todo lo necesario para poder gobernar una hacienda de campo, por lo que decidió encargarle provisionalmente la administración de la hacienda; a Romualdo lo hizo mayordomo, y a los otros les encomendó el cuidado de los caballos y tiros de mulas.

- Todos ustedes -les dijo- están prófugos de su casa, proscritos, sentenciados a muerte o a presidio en San Juan de Ulúa pues el gobierno está inflexible con los partidarios de Valentin Cruz.

Juan y sus compañeros se hacían mil conjeturas, y no podran comprender cómo la casualidad les había proporcionado un protector tan generoso.

En cuanto a Juan, individualmente, se conformó en su propósito de dejarse llevar por la corriente. Ni por la mente le pasaba, cuando estaba arrimado en el rancho de Santa María de la Ladrillera, que había de llegar a ser administrador de una gran hacienda del Valle de San Martín.

Relumbrón había perdido ya la esperanza de ver llegar las cinco mulas cambujas.

A cosa de la media noche, cada uno se acostó en su recámara, y apenas acababan de conciliar el sueño cuando dieron tres toques en la puerta principal de la especie de muralla que precedía a la entrada de la casa.

Relumbrón el prímero, se levantó.

- O nos han denunciado y vienen a aprehendemos, o son las cinco mulas cambujas.

Relumbrón abrió decididamente la puerta, y don Pedro Cataño y las cinco mulas cambujas, escoltadas por seis muchachos bien montados y armados, entraron en el patio. Relumbrón se hizo conocer. Don Pedro Cataño se apeó del caballo y se estrecharon la mano.

Los mozos de Cataño descargaron las mulas, dejaron los barriles vacios y los sacos de maíz en el patio, y colocaron los cinco aparejos en la recámara de Relumbrón, las bestias fueron llevadas a las caballerizas y la gente al cuarto de raya.

- ¿Viene todo completo? -preguntó Relumbrón.

- Supongo que sí.

- ¡Maravilloso! Pero cuénteme -continuó- cómo ha pasado el lance.

- Conté las cinco mulas cambujas y me las traje, y aquí están los aparejos, que no me dejan mentir -contestó sencillamente Cataño. Salí con seis muchachos siguiendo los hatajos, que se componían de cosa de cincuenta mulas que cargaban aguardiente y azúcar, y en el centro observé las cinco cambujas. Establecida ya esta confianza recíproca, almorzábamos y cenábamos juntos y yo dormía en mi campamento. Atravesábamos un día por un bosque muy sombrío y tupido de árboles. En la noche cayó una fina llovizna, y antes de amanecer la niebla era tan espesa que no se velan ni las manos. Los dependientes, los mozos y arrieros dormían profundamente debajo de las tiendas de campaña, que se formaban con sarapes y con las mantas de los arrieros. Desperté a los de las cinco mulas cambujas, les dije que necesitábamos adelantarnos para dejar los cascos de vino vacíos en un rancho y levantar en su lugar unos sacos de pasturas que ya nos faltaban, para que cuando llegasen las recuas pudiésemos juntos rendir la jornada. Los arrieros, tanto por la intimidad en que me habían visto con los dependientes, como porque tal vez no sabían lo que contenían dentro los aparejos, no vacilaron en obedecerme; aparejaron y cargaron las mulas, y nos pusimos en camino, mientras el resto del campamento permanecía todavía quieto y entregados todos al más profundo sueño. Una vez emprendida esta aventurada tentativa, me resolví a llevarla a cabo por bien o por mal, así que di la lección a mis muchachos. Si era sentido, yo haría frente a los dependientes y a los mozos, razonando y engañándolos si podía; y si no dándoles de balazos y cuchilladas, mientras ellos lazaban las mulas y se internaban en la selva, donde nos deberíamos reunir a la señal de uno o más silbidos convenidos y conocidos solamente de nosotros; pero de nada de esto tuvimos necesidad. Como yo conozco los senderos, montañas y caminos del país como el patio de mi casa (cuando la tenía), fácilmente tomé el rumbo; comprando maíz, sal y algunas veces gallinas hemos llegado hasta aquí. Los arrieros, al cabo de algunas jornadas, comenzaron a desconfiar, hasta que un día se negaron a cargar las mulas. Los amenacé y les puse una pistola en la frente para matarlos; pero me pareció inútil y les tuve lástima.

El licenciado y el compadre, que se habían levantado en paños menores, tan luego como advirtieron que no había peligro, acurrUcados en un canapé escucharon atentamente la narración de don Pedro Cataño, como un cuento de Las Mil y una noches, creyendo que si se descosían los aparejos no se encontraría más que borra y zacate.

- Si aprovecháramos lo que queda de la noche para extraer el oro, sería lo mejor -dijo Relumbrón-. Antes será bueno que ofrezcamos un buen refrigerio a este intrépido amigo que ha sabido dar cima a una aventura más dificil que las de Don Quijote de la Mancha.

El intrépido Cataño hizo honor a la colación, y el licenciado Chupita azorado al presenciar escenas tan inesperadas como extrañas para él, no dejó de cargarse la mano.

En la apariencia nada contenian, y no se sabia por dónde deberia comenzarse; pero en el costado izquierdo de cada lado se notaba una doble costura de pita blanca formando labores.

- Aquí está el secreto -dijo Relumbrón.

Y en efecto, descosió con su portaplumas, levantó el forro y entre cuero y carne, como quien dice, fueron encontrando una especie de placas, de gamuza gruesa, encerrando, cada una, una cierta cantidad de onzas de oro, equilibradas y dispuestas de tal manera que no molestasen a la mula ni aumentasen sensiblemente el peso del aparejo.

Todo el resto de la noche se empleó en sacar el oro resultando una cantidad de veintidós mil pesos.

Vueltos a la recámara, Relumbrón dijo a Cataño:

- De veras, amigo mio, que ha dado usted un golpe maravilloso, que, además de la utilidad que ha producido, ha hecho un servicio al Estado. Según nuestros convenios tiene usted, además de los gastos, el veinticinco por ciento; puede usted tomarlo o disponer de él en México o donde quiera, que yo tengo crédito en todas partes.

- Coronel, ya he dicho a usted que mi padre es rico, que soy su hijo único y que no tengo más que hacerle llegar una carta, lo cual es muy fácil, y tendré cuanto dinero quiera. Los gastos no han sido gran cosa; pero lo que si deseo es vestir a mis muchachos con un lujo que llame la atención. Botonaduras de oro y de plata, sombreros muy finos y toquillas tejidas de oro fino; vestidos de paño azul oscuro, caballos y armas de lo mejor, y siempre algo de dinero en la bolsa para no estar atenidos, como quien dice, a buscar la amanezca.

- Esta partida llevará el nombre de Pedro Cataño, pero en cuanto sea conocida le llamarán Los Dorados.

Quedó convenido que al regreso a México del platero, se dedicaría de preferencia a construir botones, agujetas y tejas guarnecidas de plata para operar la cuadrilla como su jefe deseaba, y que antes de un mes le sería entregado todo.

Al día siguiente Relumbrón gratificó generosamente al indio mayordomo, lo despidió, pues no le inspiraba mucha confianza, dio a reconocer a Juan como administrador de la hacienda, le señaló su habitación, así como la de los criados y dependientes y muchachos e instaló a don Pedro Cataño en la recámara que abandonaba el licenciado Chupita, recomendándole que permaneciese hasta su regreso.

Después del almuerzo, que fue muy cordial, como si se tratase de gentes que se hubiesen conocido de años, Relumbrón, el licenciado y el platero montaron en el coche, en que se habían colocado en las cajuelas la noche anterior, unos tres mil pesos, y enderezaron para Puebla, adonde llegaron ya entrada la noche.

Al tercer día se les puso el aparejo a las dos mulas cambujas, disimulados en costales de maíz y cebada, cada una cargó mil quinientos pesos. El arriero era uno de los monederos falsos, pues dos se habían quedado allí para cuidar la casa para lo que se ofreciera. Nuestros tres felices amigos, a caballo y siguiendo a las cambujas, tomaron la vereda y dos horas después se apearon en aquel ignorado y encantador vergel.

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