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SEGUNDA PARTE



CAPÍTULO TRIGÉSIMOSEPTIMO



GRANDEZA Y DECADENCIA DE UN PATRIOTA

Como no sabemos si San Justo, con la cataplasma de lodo que le puso Evaristo en la nariz y con lo fresco de la noche volvió en si y pudo irse a su alojamiento a curarse, o si al contrario, falto de sangre pasó del desmayo a la muerte y quedó en el barranco donde lo tiraron el tuerto Cirilo y don Jesús el tinacalero, tenemos que hacer una digresión para que siquiera no se pierda en la historia el nombre de este distinguido patriota y entusiasta liberal.

Cuando San Justo fue despedido de la logia yorkina, a la vez que separado de la administración del mercado, no quedó tan tirado a la calle. Además de las multas arbitrarias que recaudaba en dinero, contaba con las contribuciones forzosas en fruta, legumbres, chorizos y mantequillas, y con esto, no sólo abastecía su cocina, sino que se proporcionó una renta diaria pues tenia contrato con la fonda de Las calaveras, con la de Puesto Nuevo y con la cocinera del compadre platero, a quien surtia de quesos y mantequilla de Toluca. Con estos ahorritos tan legalmente ganados a costa de los pobres vendedores del mercado, se propuso trabajar, Sin tener necesidad de los masones ni de Lamparilla, contra el cual concibió un odio profundo, proponiendo vengarse tan pronto corno se le presentase la ocasión.

Entretanto llegaba la época de las nuevas elecciones en las cuales estaba seguro San Justo de salir electo presidente del ayuntamiento, y meter la mano hasta el codo, se propuso pasar buena vida, y no tan sabio como Salomón, pero tan enamorado como él, se entregó enteramente a las muchachas, y fue su perdición, como la del gran rey.

Mientras tuvo para pagar las viviendas y cuartitos de las casas de Vecindad que habitaban las que los veteranos modernos llaman gatas, para darles la asadura más o menos escasa, y habilitarlas con algunas pesetas para que fueran al Parián, ¡todo marchaba a las mil maravillas!, pero cuando los caseros cobraban y en los braseros apenas había una ollita con agua y unos cuantos fríjoles y era menester mandar a la tienda el rebozo en cambio de unas tortas de pan, cada visita de San Justo era una campaña formal, las muchachas lo ponían como trapo de cocina y a veces no salía sin un buen tirón de cabellos.

Tres dlas más y el triunfo de San Justo era completo; contaba (según él) con todo el barrio y con dos o tres más, tenía amigos por todas partes, el triunfo de los patriotas contra los monarquistas era seguro, y él era el hombre más popular para ponerse a la cabeza de la antigua Tenoxtitlán.

Era un viernes. El domingo tendrían lugar las elecciones; pero el sábado fueron viniendo, unas tras otras, las mujeres, y como no pudo satisfacerles sus antojos, una lo llenó de injurias y se largó; otra, que llegó después, le arrebató el reloj y la cadena y le rompió el chaleco; la última se permitió coger piedras de la calle; la que tenia de mesonera, viendo lo mal que andaban las cosas, aprovechó la oportunidad, y mientras San Justo estaba encerrado en un cuarto para guarecerse de las pedradas, recogió cuanta ropa, alhajas y dinero había, y se marchó con su tia, que era lavandera del rumbo de Belén. En una palabra, concurso de acreedores, y de acreedores que gritaban, que amenazaban y que, aburridos y engañados, ya no escuchaban razones; pero lo que coronó la obra, fue la llegada de un barbaján seguido de seis carros. Era un dependiente de los Trujanos.

- El amo don Sabás -dijo- me ha mandado para que ahora mismo me entregue el dinero que le debe, o recoja las semillas.

San Justo, que había logrado que la furiosa mujer se fuese dándole cuanto tenia en el bolsillo, y salía de su escondite, respondió:

- Mañana tendrá su dinero.

- Mañana es domingo -respondió el barbaján.

- Entonces el lunes.

- Hoy mismo -insistió el barbaján, y acto continuo, se entró con sus carreros a la bodega donde estaban apilados los tercios de cebada y de maíz, y comenzó a cargarlos en los carros.

San Justo suplicó, hizo proposiciones, amenazó; nada valió, el dependiente de los Trujanos no le hacia caso, se limitaba a empujarlo para quitárselo de encima y le decia:

- Si grita mucho me lo llevo yo mismo a la cárcel, pues que estas semillas son robadas a mi amo don Sabás; o entrégueme orita el dinero, y así seremos amigos y quedaremos en paz.

En cuanto a la esperanza única que lo sostenía de salir electo regidor, se desvaneció como el humo. La noticia de la catástrofe se propagó por todo el cuartel, y cuando fue a la casilla ya encontró instalados a los contrarios que le rompieron la boleta y lo echaron, llamándolo borracho y comerciante quebrado, y poco faltó para que le diesen unas buenas bofetadas. ¡Qué injusticia! ¡Y a esto se llama voluntad del pueblo! La capital quedó privada de un magnífico presidente del Ayuntamiento, que en un año hubiera hecho de ella la primera ciudad de la América.

San Justo, abatido, pero no rendido, se fue a refugiar al Callejón de Tepechichilco. La querida era carbonera, mejor dicho, y sea con verdad, dueña de una carbonería que le habla regalado, y un día con otro ganaba doce reales libres. Encontró de pronto un modesto refugio, se arregló con los Trujanos abandonándoles el mesón, y se echó a buscar su vida por ese México, abrigo y socorro de todos los afligidos.

Cuando acabó con la carboneria y dejó a la pobre carbonera hasta sin petate, adoptó el oficio de tercero, no en discordia, sino en una honrada casa de la calle de Chiconautla, de donde sacó a la intrépida Judith, que, si no le cortó la cabeza, si le echó abajo la roja y abultada nariz.

Al fin de su carrera encontró al compasivo tuerto Cirilo, que lo cargó a las espaldas y lo tiró como basura en el muladar de la feria de San Juan de los Lagos.

La feria estaba a punto de terminar, los negocios estaban aflojando; las familias, cansadas de dormir en el campo o en sus propios coches, se disponían a regresar, y los negociantes esperaban ya para el día siguiente los hatajos o las partidas de carros para cargar sus mercancías. Los que habían traido manadas de caballos, se llevaban tercios de manta. Los poblanos que habían traído tejidos de las fábricas de La Constancia regresaban con botas de sebo y cueros de res; los de Chihuahua, que trajeron barras de plata, cargaban sus carros con un surtido de ropas y quincallería de Liverpool; los matanceros y hacendados de México encaminan poco a poco sus miles de carneros y sus partidas de caballos, yeguas y mulas; las casas de madera de las improvisadas calles estaban vaciándose.

Ni Relumbrón ni don Moisés quisieron desperdiciar la oportunidad de redondear sus negocios. Relumbrón dio una espléndida comida en su casa entre siete y ocho de la noche, al estilo de París. Lamparilla fue el encargado de convidar personalmente. El feroz gobernador lo recibió secamente.

- Diga usted al coronel Relumbrón que un general con mando y desempeñando funciones oficiales, no debe comer más que en su casa o en el cuartel. El coronel ha sido siempre un hombre atento y cumplido. Déle usted las gracias.

Con un gesto despidió a Lamparilla, que salió corrido y colérico de la Casa Municipal; pero fue más feliz en sus siguientes visitas y Relumbrón tuvo en su mesa al prefecto, al coronel del cuerpo que estaba de guarnición, a dos de los alcaldes, al cura y, sobre todo, a los principales comerciantes de Guadalajara, de Mazatlán, de Chihuahua y aun de Guaymas y la California, entre ellos un inglés, dos americanos y tres alemanes, y al viejo y conocido francés M. Bastan, de Mazatlán. Esa clase de convidados necesitaba. Se alegró mucho de que no hubiese aceptado ese feroz soldado que había visto matar con tanta sangre fría a los desdichados valentones.

Acabada la comida, a eso de las diez de la noche, se levantó, brindó por la prosperidad del comercio, por el presidente de la República y por el general, a cuya energía era debida la absoluta seguridad que se disfrutaba en la villa de San Juan y en los caminos reales de la República, y concluyó diciendo:

- ¡Señores, mil gracias por la honra que me han hecho; el cafe lo tomaremos en casa de don Moisés, donde está preparado!

Don Moisés había, con el tacto y mañas de viejo tahúr, mantenido la partida en un ten con ten, con el fin de inspirar confianza Y atraerse los puntos de las demás partidas; pero ya en el último dia, tomó en sus manos las cartas maravillosas para dar un golpe definitivo y levantar el campo al dia siguiente.

Los convidados de Relumbrón se dirigían al salón; pero éste les dijo:

- No, amigos, la sala donde está preparado el café está en el fondo. Vamos allá; don Moisés parece que está de vena esta noche y no querría yo que vosotros que sois ricos, perdiereís vuestro dinero, que lo que es a mi, ya me ha llevado unas cien onzas y esta noche no pondré una más.

Asi, entraron a la pieza donde estaba una mesa no sólo con el café, sino con botellas de licores diversos, y la advertencia que les hizo Relumbrón, en vez de contenerlos, no hizo más que despertar sU apetito, y poco a poco se fueron deslizando y haciéndose lugar hasta lograr asientos en la mesa de juego. La victoria fue completa. La mayor parte de los comensales, atarantados con el vino y los licores, atraidos por ese ruido seductor del oro, comenzaron a jugar, a perder y a tratar de disgustarse, y a las doce de la noche, que se corrió el último albur y se levantó la partida, no sólo habian perdido lo que tenian en los bolsillos, sino pedido cajas considerables.

Relumbrón se encaminó por la calle de la Alegria, donde encontró a Lamparilla, que acababa de escapar de las manos de San Justo.

- Mi coronel -dijo el licenciado Lamparilla-, ¿no ha estado usted en el Otel de los Tapatios, del que, según parece, es empresario el capitán de rurales?/p>

- Ya sabia yo algo de eso; pero no se me habia ocurrido, ocupado en obsequiar a mis amigos; sí extrañé que no hubiese usted estado en la mesa cuando tanto ha trabajado para que fuese, no sólo lucida, sino espléndida.

- No me convidó usted expresamente, y me figuré que queria usted estar solo y libre con sus amigos.

- iQué bobera! ¡Si usted es de casa, de la familia como quien dice, y no necesitaba convite!

En esto los dos amigos llegaron a la puerta del Otel de los Tapatios, donde habia mucha menos gente; pero en el salón se tocaba y se cantaba, se bailaba y se bebia alegremente como si nada hubiese pasado.

Evaristo pespunteaba y zapateaba con tanto entusiasmo con unaa de las tres tapatias (la más bonita) que no advirtió la llegada de Relumbrón.

Relumbrón y Lamparilla no tuvieron dificultad en encontrar asiento, pues estaban libres los de las seis u ocho parejas que bailaban. Lamparilla buscó con los ojos a San Justo; ya más calmado, se alegró en el fondo de no encontrarlo y evitarse un nuevo disgusto, y consideró inútil contar al coronel lo que habia pasado. Entraron y se sentaron a su lado tres mozos de no mala presencia, vestidos decentemente de paño al estilo del pais, con sus sombreros galoneados, sus buenas toquillas de plata y sus pistolas en la cintura.

Relumbrón, que andaba a caza de gente que pudiera serie útil se volvió a sentar y esperó cualquier incidente que le hiciese entrar en conversación con los recién llegados, lo que no tardó en suceder. Uno de ellos, el más guapo por su erguido y robusto cuerpo y su buena cara que denotaba más bien un muchacho de buena familia que no un bandolero o por lo menos un hombre ordinario de la plebe, desde que tomó asiento, no quitaba la vista del capitán de rurales que con tanto brío y entusiasmo estaba ocupado de sus tapatías; pero él veía, no los pies, sino la cara. Cuando al parecer había rectificado su opinión y estaba seguro de haber reconocido al bailador, sacó una pistola de su cintura, la reconoció, la volvió a colocar en su lugar y se disponía a levantarse con ademán de encararse con Evaristo. Nada de esto escapó a la atenta observación de Relumbrón, quien pensó, naturalmente, que la casualidad le proporcionaba saber de este mocetón y de sus dos compañeros más de lo que deseaba. Así se encaró con él resueltamente.

- Amigo -le dijo-, como soy hombre de mundo y de experiencia, no he quitado la vista de usted desde que entró. Usted viene buscando a ese hombre que está bailando, y algo ha tenido o tiene usted con él, que le molesta.

- Mi coronel, si usted conoce a ese hombre y me pudiera decir quién es, me haría un gran favor, aunque no me cabe duda que lo he reconocido.

- Ningún inconveniente tengo en satisfacer su curiosidad. Lo conozco, como a la mayor parte de los militares. Se llama Pedro Sánchez y es el capitán que manda las escoltas del monte de Río Frio.

- ¡Qué suerte! -dijo el mocetón-, Cuando debería estar ahorcado. Sí, no me cabe duda, él es -continuó hablando solo.

Relumbrón escuchaba con gran atención y veía ya una historia misteriosa de que podia sacar provecho.

- Es curioso y raro lo que dice usted amigo, y si como yo creo, tiene usted cuentas que arreglar con el capitán Sánchez, yo le puedo ayudar.

- Lo que me importa ahora es que este capitán, o lo que sea, no se me escape, y aquí o cuando salga de aqui, tengo que agarrarle el pescuezo, darle muchos golpes, y a la menor resistencia pegarle un balazo.

- ¡Qué tonteria! Son los años los que hablan y no la prudencia; le aconsejo que nada intente aquí. El gobernador es muy severo y es probable que se diera la razón al capitán y usted sería fusilado.

Juan se sonrió amargamente y dijo:

- Eso me importaria poco con tal de vengarme.

- Ya tendrá usted tiempo y yo se lo proporcionaré sin que corra riesgo alguno; pero vamos, si se puede saber, ¿quién, según usted, es ese capitán Pedro Sánchez?

- No se llama Pedro Sánchez, sino Evaristo Lecuona; era de oficio tornero, casado con una mujer muy buena y muy bonita a quien asesinó cobardemente una noche. Esa mujer hizo conmigo oficios de madre, la queria como tal y el mismo dia de su asesinato juré vengarla.

- ¡Calma, amigo! Ya tendrá usted tiempo; llévese de los consejos de un hombre que ha vivido más que usted y tenga confianza en mí.

- Me llamo Juan, Juan simplemente, porque ignoro quiénes fueron mis padres: y mis compañeros que están aqui son Valeriano y Romualdo, y otros tres que andan de paseo por otra parte.

- Bien -dijo Relumbrón-, ya se conoce que son ustedes gente de provecho y no unos perdidos. Razón de más para que se guíen de mis consejos.

Juan, que era de una naturaleza altiva pero dócil, y que tenia gran respeto a sus superiores, agachó la cabeza y respondió:

- Como usted quiera, mi coronel.

- Bien, ahora le diré que soy el coronel y ... jefe del Estado Mayor del presidente, y vivo en México en la calle de ... y mucho me alegraré de ver a tan guapos muchachos, pero haremos bien saliendo de este garito donde hombres y mujeres están ya ebrios y no tardará en haber algún desorden.

Relumbrón se levantó y tuvo que llamar la atención de Lampanlla que estaba encantado con los pies y las piernas de las tapatías, y no dejaba de divertirse con las mudanzas de Evaristo. Todos salieron juntos y tomaron a lo largo de la calle de la Alegría, que todavia estaba llena de gente.

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