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SEGUNDA PARTE



CAPÍTULO TRIGÉSIMOSEXTO



LAS PIEDRAS RODANDO SE ENCUENTRAN

La repentina y rápida ejecución de los dos valentones de Tepetlaxtoc infundió el terror no sólo en las cuadrillas dirigidas y pagadas por Relumbrón, sino en los cientos de rateros, borrachos y gente de mala vida que había venido de los cuatro ángulos de la República. No fue necesario que Evaristo les hiciese ninguna recomendación, y él mismo se vio por un momento perdido, figurándose que había sido denunciado por Cecilia o por el licenciado Lamparilla, que veía con desconfianza al lado de Relumbrón y apenas lo toleraba.

Tres días después nadie se acordaba ya de los dos valentones de Tepetlaxtoc, muertos heroicamente y como buenos, sin que el amor a la vida, que es tan grande, les hiciese denunciar por lo menos a Evaristo. Con media palabra lo hubiese fusilado alll mismo el inflexible gobernador.

Relumbrón recobró su buen humor y, acompañado de Lamparilla, continuaba en los juegos y en sus paseos, aprovechando el tiempo para perfeccionar sus averiguaciones, a lo que le ayudaba Lamparilla, sin sospechar por qué era tan curioso como una mujer y tan indagador de vidas ajenas como una portera de casa de vecindad.

Evaristo, pasado el susto, aumentó su audacia y su descaro. Arrendó en 50 pesos diarios un llamado hotel que contenía un salón, tres cuartos, una cocina, todo de tablas y tela de algodón, que presentaba un mejor aspecto que las demás barrancas cercanas. Tenia un gran letrero en la entrada que decía: Otel de los Tapatios. Evaristo, de acuerdo y en perfecto arreglo con las tres tapatías, dedicó el salón para cantina, fonda, café y baile. Las muchachas, que eran guapas, desempeñaban perfectamente su papel: la una gUisaba, la otra servia y cobraba muy caro un par de pesos por una pierna de pollo asado con ensalada: ¡pero qué miradas y qUé garbo! La tercera andaba en el mercado y en los puestos de las calles y volvía siempre seguida de tres o cuatro galanes que dejaban buenos pesos en la fonda y en el juego.

Una noche, Evaristo, después de haber desplumado a los concurrentes, levantó el monte y salió al salón a bailar y cantar, acompañando a los músicos y enseñando las mudanzas a las tapatías mismas, tirándoles el sombrero a los pies y obligándolas a que levantasen sus enaguas hasta la mitad de la pierna, cuando sintió que repentinamente dos manos pesadas y toscas le tapaban los ojos, chanza muy usada entre la gentuza alegre.

- ¿Quién soy yo?

Evaristo, furioso de que tan bruscamente hubiese algún malcriado interrumpido el zapateado, luchaba por apartar las manos de sus ojos; pero imposible, eran unos dedos de fierro que le machacaban las pupilas.

- ¿Quién soy yo?

- ¡EI demonio! -contestó Evaristo, tratando de dar una patada al tenaz que no quería soltarlo.

- Con todo y tu chaqueta de capitán y lo desfigurado que estás por lo gordo y por los dibujos que le has hecho a tu cabello y a tu barba, te conocí desde la puerta y me escurrí sin que tú me vieras, para taparte los ojos, conque echa un abrazo, amigo Evaristo, y en seguida voy a llamar a los demás.

Quien había tapado los ojos a Evaristo era el tuerto Cirilo, tras él fueron entrando los antiguos parroquianos de la pulquería de Los pelos.

- ¡Maldito tuerto, si hablas una palabra más, te encajo en la barriga este puñal!

El tuerto se echó a reir, y tomándole la mano, que ya Evaristo tenia en el mango del puñal, le dijo:

- No es para tanto ni hemos venido a la feria para matarnos. Naiden ha escuchado nada, que demasiado entretenidos están con las bailadoras. Se acabó todo y amigos.

Una de las tres tapatías acudió con cierta inquietud a informarse de lo que pasaba y a impedir que hubiese pleito. Evaristo reflexionó que estaba enteramente a merced de sus antiguos compinches, y no le quedó más remedio que hacerse a la banda y disimular.

- Son viejos amigos que me he encontrado aqur, mujer, y no hay nada de pleito -dijo Evaristo a la tapatía-. Todos manos y compas. Anda, tráenos de beber de lo mejor que tengas.

Evaristo arrastró al tuerto Cirilo, a Pancha la Ronca, a otra dizque sobrina que la acompañaba y a conclapaches, a la pieza reservada, y con calma y seguridad les dijo:

- De manera que como soy capitán y tengo muchos soldados a mis órdenes, ya se los diré. Ya hablaremos solos, recordaremos nuestros tiempos, y espero que el tornero de la pulquerfa de Los pelos, convertido en capitán -y les enseñaba su chaquetón azul y sus presillas de plata-, les hará ganar mucho dinero; conque mucho secreto. Compas como siempre, venga esa mano, y hasta la muerte. A la madrugada iremos a dar una vuelta por el campo y hablaremos.

La tapatía entró en esto, seguida de una fregona cargada de botellas y vasos, de unos platos de frituras y de chorizones, y todo se colocó en las mesas y comenzaron a beber y a cenar alegremente, mientras el baile y las canciones nacionales seguian en el salón, donde cada vez aumentaba la gente hasta hacer dificil la entrada.

Lamparilla, después de haber concluido el trabajo que necesitaba la dirección de la casa de Relumbrón, salió a pasear, entró en una partida, después en otra, ganó unas cuantas onzas, cenó en el bodegón de más fama y fuese en seguida a recorrer las calles de la feria.

Lamparilla era picado de la araña y pronto trabó conversación con una de las tapatías, y olvidando por un momento a Cecilia, emprendió una conquista. No duraron mucho sus amorosos coloquios.

- No lo hacia yo a usted en la feria, licenciado, quizá no se acordará de mi pues hace tiempo que no nos vemos.

Lamparilla levantó los ojos, que tenia clavados en la cara alegre y picaresca de la tapatía, y no reconoció de pronto al que le dirigia la palabra.

- Si usted me olvida, yo no lo olvido nunca. ¿Me conoce usted por fin? Soy San Justo, más liberal que todos los masones juntos, y más hombre también para romperle a usted la crisma ...

Lamparilla intentó retirárse.

- No -dijo San Justo deteniéndolo-, no se me va asi como así, que algún dia habiamos de ajustar cuentas. O me pide perdón de rodillas por los daños que me ha hecho, y me asegura a fe de hombre que me repone en el empleo de portero de la logia, o ve para qué nació.

La tapatia, más animosa que Lamparilla, se puso en pie, empujó a San Justo y le dijo:

- ¡Afuera, borracho! Qué viene aqui a interrumpir el baile y a insultar a los caballeros.

San Justo no estaba completamente borracho, dio un empellón en el pecho a la tapatia e intentó lanzarse sobre Lamparilla, pero un tercer personaje intervino en la contienda cuando menos se esperaba.

Una mujer, sin rebozo, pues se lo quitaron o lo dejó entre el remolino de gente que se formaba en la calle y en la puerta, gritando: ¡Al ladrón, al ladrón!, y abriéndose paso con las caderas y con los codos, llegó hasta donde estaba San Justo, lo tomó de los cabellos por la nuca, y le dio tan fuerte tirón, que lo derribó al suelo.

- Ya me figuraba yo que tú eras el ladrón y no las poblanas con quienes estábamos cenando -dijo la mujer agachándose y sacando del bolsillo de San Justo una mascada encarnada de China, que tenia en sus esquinas un nudo con monedas de oro y plata dentro-. ¡Toma! -y con el mismo nudo le dio un golpazo en el pecho.

San Justo se levantó algo atarantado, echando horrendas maldiciones, y trató de lanzarse sobre la mujer, buscando en sus bolsillos algún arma.

- ¡Ah! y tras sinvergüenza y ladrón, asesino ... ¡Toma, para que te acuerdes de mí toda tu vida! -y antes de que San Justo hubiese encontrado el arma que buscaba, la mujer sacó con rapidez un cuchillo y le rebanó la nariz, de modo que un trozo amoratado como un medio tomate cayó al suelo y un chorro grueso de sangre se desprendió de la cara del bandido, el que lanzó un grito, dio tres pasos y cayó, clavando las uñas en la tierra de rabia y de dolor.

El baile y la música cesaron; de las pocas mesas que había contra la pared, rodaron al suelo vasos, botellas y platos, y se produjo una confusión espantosa.

Lamparilla aprovechó este momento para esquivarse.

Evaristo, que temía que se le muriese alli el herido, se agachó a reconocerlo y observó que aún manaba sangre de la nariz; pidió agua, lo lavó él mismo y le rellenó después el agujero con tierra que recogió del suelo; sacó un pañuelo de su bolsillo y lo vendó muy apretado, abriéndole la boca para que resollara. San Justo, por la sangre perdida, se había desmayado.

- Está curado ya -dijo Evaristo-. Voy a mandarlo a su casa, mañana estará ya bueno -y al tuerto Cirilo, que estaba cerca, le dijo al oido-: Llévate a este borracho y lo tiras muy lejos en cualquier barranca o en la milpa que está detrás de la loma. La noche está muy oscura y cada cual se ocupa de su negocio. Cárgalo en las espaldas y lo taparemos con un jorongo.

Dicho y hecho. En seguida, ayudado de las tres tapatias, en menos de un cuarto de hora puso todo el tren mejor que antes.

La música celebró esta nueva instalación con un jarabe rasgado, y las muchachas, haciendo mudanzas a cual más difíciles y dejando a veces ver más allá de las pantorrillas sus gordas y encarnadas piernas, restablecieron la alegria y aumentaron el bullicio.

A los que preguntaban lo que había pasado les respondian:

- ¡Nada! ¡Cualquier cosa! Un borracho que se metió, y su mujer celosa, que vino tras de él, le dio una cortada en la cara. La mujer se fue y al herido, por caridad, se lo llevaron a su casa.

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