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SEGUNDA PARTE



CAPÍTULO TRIGÉSIMOQUINTO



VIAJE DE RELUMBRÓN

Relumbrón no sólo obtuvo licencia para pasearse en la feria todo el tiempo que se le diese la gana, sino que el presidente lo comisionó para que, de paso, visitase Querétaro, Guanajuato, Aguascalientes y Guadalajara, y que observase cómo se portaban los gobernadores y el estado de la opinión pública, pues ya se andaba diciendo que Valentín Cruz había vuelto a reunir gente, que de un día a otro se repetiría el motín de San Pedro y que el gobernador, que era rival del presidente, cerraría el ojo y dejaría que, sin responsabilidad suya, prendiese el fuego revolucionario. En efecto, el nuevo gobernador de Jalisco era uno de esos viejos militares, valiente, testarudo, muy dominado por la Iglesia, no por cierto muy amigo del presidente, y aspiraba a sucederle en el mando.

Con tales ínfulas, Relumbrón creyó, no sin fundamento, que sus negocios serían más lucrativos, más fáciles y podría dirigirlos él mismo, dejando para el regreso la visita secreta a otros Estados.

Mandó con anticipación tomar dos de las más amplias y mejores casas que conocía en San Juan, pues no era la primera vez que visitaba la feria, una destinada para él y sus amigos, y otra exclusivamente para don Moisés, con sus gurrupiés y dependientes.

Desde principios de noviembre, los medios de comunicación con la capital de Jalisco, con Lagos y con San Juan se aumentaban de cuantas maneras era posible. Además, las carrocerías de México y Puebla tenían siempre listos un número de enormes bombés, que bastaba pedirlos, pues ya los jugadores, los comerciantes ricos o las familias enteras que querían divertirse, preferían las comodidades que presta un carruaje particular, y con chicos, criadas, colchones y hasta muebles, y una despensa bien surtida, hacían en esa especie de casa ambulante doce o quince días de camino y llegaban sin tener, como hemos dicho, necesidad de buscar mesón o casa, pues se acomodaban como podían para dormir dentro del mismo coche, almorzaban y comían en cualquiera de las fondas y todo entraba en la diversión.

Don Moisés tomó uno de esos coches; le acompañaban dos gurrupiés, el contador tesorero y un par de criados en la tablita. Dentro del coche, en las cajuelas, colocó con muchas precauciones dos talegas de onzas de oro y algo de plata para los gastos del camino, y delante y detrás del pesado carruaje, baúles y cajas con ropa, provisiones y vinos exquisitos en abundancia. Las sillas mesas, carpetas verdes, candeleros, camas, colchones y muebles para la casa de juego y para la de Relumbrón, habían marchado con anticipación en dos carros. En una palabra, era un tren de prlncipes.

Relumbrón caminaba detrás, a poca distancia, en su carruaje propio, muy elegante y dispuesto para cuanto podía ofrecerse en un camino donde no abundaban los mesones y buenas fondas, que hoteles no se conocían más que en las casas de diligencias, mejora de importancia para los caminantes que había introducido el amo don Anselmo, dueño de las lineas de diligencias y patrón de nuestro conocido el cochero Mateo.

Dentro del carruaje, y ocupando medio costado y reclinando en cojines toda la testera, iba Relumbrón, enfrente, en el vidrio, el licenciado Lamparilla, que era el abogado y agente de negocios de la casa, con cubierto diario en la mesa y una muy buena iguala anual.

En cuanto a los muchachos y valentones, unos servían de escolta a don Moisés y a Relumbrón y los demás, a las órdenes de sus jefes; pero de pronto, caminando solos o en grupos, desperdigados y confundidos entre la multitud de viajeros y entendido que se reunirían en la feria, donde se les daría una final organización. Entre tanto, ganaban su peso diario y manos limpias; advertidos de no desmandarse mucho, pues acaso el coronel, que era su protector, no tendría medio de salvarlos de un mal paso si eran cogidos o sumidos en la cárcel en tierra extraña.

No obstante estas prudentes y arregladas instrucciones dictadas en bien del comercio, los muchachos y valentones prometían obedecerles; pero hallándose a caballo, con armas y chinos libres por esos mundos de Dios, se proponían divertirse, no perder el tiempo y pescar cuanto les viniese a la mano. Llegando la feria entre dos mil, tres mil, quince mil personas, ¿quién los había de reconocer, ni qué caso harían sus jefes de ellos? Se proponían a las partidas, hacer Espíritu Santo (1), sin perdonar ni a la de don Moisés, y largarse con las bolsas llenas de onzas de oro a buscar fortuna a otra parte.

En efecto, la feria en ese año era mucho mejor que la de los dos anteriores, y habían concurrido a esto diversas circunstancias. La paz se había conservado en el país durante el año, y con excepción de algunas partidas de merodeadores, tan insignificantes como los indios enmascarados de Evaristo, los caminos estaban seguros, las haciendas y aldeas tranquilas, y lo más positivo y serio que había acontecido era la reunión de los valentones de Tepetlaxtoc; pero aún no era posible conocer el resultado, pues iban a estrenarse en la feria misma. De Valentin Cruz, ni quién se acordara; se había sumido completamente desde que supo que el licenciado Bedolla había sido mandado a la Isla de los Caballos y que Baninelli, con su regimiento ya repuesto, que contaba con 1,200 plazas, venia de guarnición a Jalisco. Habían llegado a Mazatlán tres fragatas procedentes de Liverpool. Los agiotistas y contrabandistas habían hecho un negocio con el gobierno, ahorrando el 50 por 100 de los derechos, y ocho o diez mil tercios de géneros y mercancía inglesa estaban ya en la feria.

Relumbrón no pudo resistir. A pesar del cansancio y del polvo de que estaba cubierto hasta las cejas y pestañas, en vez de entrar descendió por la calle del costado de casas que en suave pendiente conduela a la plaza, que era el punto donde comenzaban las nuevas construcciones y de donde partían las pintorescas y concurridas calles de que hemos hablado.

- Todas estas riquezas podrían ser mías en dos horas. Una sorpresa de los desalmados valentones de Tepetlaxtoc podría acabar con una guarnición descuidada y dispersa, y los comertlantes no podrían organizar una defensa ... ¡Qué dicha! En dos horas ser rico, riquísimo, dueño de millones, porque millones hay aquí, como quien dice, tirados en este triste pueblo y en estos campos estériles.

Y Relumbrón recorrla con placer las calles, los ojos le bailaban de alegría, y en su ilusión de avaricia y en su monomanía de robo se figuraba dueño y señor de todos los tesoros que veía reunidos, formando esas largas calles que no terminaban sino con los campamentos de tanta gente que no tenia albergue y que con frazadas, petate, horcones y morillos formaban una habitación que tenía tanto de frágil como de pintoresco.

- ¡Qué cosas tenemos los hombres! Contentémonos con lo que Dios pueda proporcionamos buenamente sin riesgos y sin inconvenientes. ¡Oro, plata! Eso es lo mejor y más fácil de gUardar, sobre todo el oro, el oro.

Ya más tranquilo, dio la vuelta para entrar en su casa, que estaba ya arreglada. En el camino tropezó con Evaristo.

- Justamente vengo de la casa de usted, que me costó trabajo encontrar.

Sacó del bolsillo unas seis onzas, las dio a Evaristo y sin despedirse, le volvió la espalda.

Cuando Relumbrón entró en su casa, todo estaba en el mejor orden y hasta la mesa puesta. Lamparilla, que era su abogado, su apoderado, su dependiente, su brazo derecho, todo lo había prevenido; dispuso las cosas antes de la salida de México, de tal manera que, cuando llegaron, ya los muebles estaban colocados, la cocinera en su cocina perfectamente arreglada, y la despensa llena de los exquisitos vinos, de los buenos quesos y de las variadas latas y salsas.

Don Moisés no se quedó atrás; jugador viejo, veterano de cuenta y buen servidor, se aprovechó de la ocasión y no omitió gasto. Había descubierto la piedra filosofal y todo saldría de los puntos. La casa que tomó Relumbrón para habitarla era buena, pero la de don Moisés era mejor. Cortinas de color rojo en los balcones, el gran salón con su carpeta de paño verde, los candeleros de metal dorado con sus grandes velones. El comedor con mantel puesto y refrescos, fiambres, vino y puros gratis para los concurrentes, que reciblan en la puerta una tarjeta del convidador.

A las ocho de la noche se abrió la partida, y don Moisés, con sus dependientes y gurrupiés, comenzó la talla, que debía cesar a las doce de la noche y seguir el burlote hasta la madrugada. Las sillas estaban ocupadas por los comerciantes más ricos de Monterrey, de Chihuahua, de San Luis y de Guadalajara. Relumbrón fue el primero que entró a la partida y dio el ejemplo echando con garbo diez onzas a la primera carta que salió, sin esperar la segunda. ¿Para qué repetir lo que ya hemos presenciado en Panzacola?

Don Moisés jugó limpio esa noche y se confió a la suerte.

González, que se hallaba en la feria, tuvo una hora las cartas en la mano. La partida perdió cosa de cuatrocientas onzas, y Relumbrón individualmente como cien; pero tanto don Moisés como éste exageraron las pérdidas, y el público mucho más.

Se afirmó que don Moisés había sido desmontado y que el coronel de México dejó sobre la carpeta seiscientas amarillas.

Esto acreditó a la partida, y la noche siguiente la policia tuvo que intervenir, pues no cabia la concurrencia (toda selecta) ni en el salón ni en el patio.

Don Moisés, con mucho tiento y cordura, pasó lo más de la noche en alternativas que proporcionaron ganancias a los puntos mezquinos o pijoteros; pero a las once y media tomó en sus manos la baraja mágica y en unos cuantos albures recogió más de lo que había perdido la noche anterior. Relumbrón siempre perdia y hablaba a todo el mundo de la sal que le caía encima.

Una mañana, cosa de las diez, Relumbrón y Evaristo platicaban de sus asuntos en la entrada del portal de la casa cuando llamó su atención el sonido agudo de una campanilla.

En esa plazoleta estaba formado un cuadro de soldados. Relumbrón y Evaristo, instigados por la curiosidad, se pudieron abrir paso y seguir de cerca al cura hasta que llegaron al cuadro, encontrándose repentinamente de manos a boca con el general gobernador de Jalisco, que habla llegado la noche anterior.

Relumbrón lo conocía personalmente, como a la mayor parte de los generales y oficiales de graduación del ejército, así es que se acercó a él y lo saludó con respeto, pero con cierta confianza.

- Coronel -le contestó el gobernador, devolviéndole con la cabeza su saludo y tendiéndole la mano-, pues que supongo que como muchos ha venido a la feria a divertirse, va usted a gozar de un espectáculo que sin duda no esperaba. Publiqué quince días antes de que comenzara la feria un bando imponiendo la pena de muerte al que robase cualquier cosa que valiese más de dos pesos. Muy piadoso he sido en dejar a los rateros que roben pañuelos que valgan menos de dos duros, sin que nada tengan que temer. Anoche tres o cuatro bribones cayeron sobre unos raleteras y les quitaron su capital, que serían unos treinta pesos; no contentos con eso, los golpearon y les rompieron la cabeza. De cuatro que eran, dos se fugaron y dos fueron aprehendidos por una patrulla que pasaba por el lugar del suceso. Anoche mismo fueron identificadas sus personas, y dentro de un cuarto de hora serán fusilados.

Relumbrón y Evaristo cambiaron una mirada.

El coronel aprobó casi con entusiasmo la energía del general, añadió que era duro matar a un hombre por tan poca cosa, pero que no había otro remedio para dar garantías y seguridad al comercio, y al acabar esta arenga le tendió la mano para despedirse de él y marchar lo más lejos que pudiese de ese sitio.

- No, no se vaya usted y verá la ejecución -le dijo el general-, pues quiero que usted cuando regrese a México, se lo cuente al presidente. No pueden dilatar los reos.

Se tocó el tambor, se nombró por el oficial el pelotón que había de hacer la ejecución, se colocaron los de Tepetlaxtoc con el frente al gobernador, rodeado de sus ayudantes, y teniendo a Evaristo a la izquierda y a Relumbrón a la derecha.

Algunos sollozos de mujeres se escucharon.

- ¡Pobrecitos -dijeron algunas-, derechitos se van al cielo!

Los desgraciados de Tepetlaxtoc dirigían sus miradas suplicantes a Relumbrón y al capitán de rurales, pero en vano.

El pelotón se organizó; vendaron los ojos a los reos, no obstante su resistencia; se dio la voz de mando, tronaron los fusiles, y los de Tepetlaxtoc cayeron como masas inertes, acribillados a balazos, y el general gobernador tomó el brazo de Relumbrón y le dijo:

- ¿Ha quedado usted contento?

- Contentísimo -respondió Relumbrón.

- Pues cuando regrese usted a México, cuéntele al presidente lo que vio en la feria.

El general se dirigió a las casas municipales, donde estaba alojado, y Relumbrón entró cabizbajo y pensativo a la suya.




Notas

(1) El el calo de los aficionados al juego, dícese de aquellos que buscan, mediante acciones distractivas, sorprender ingenuos, robándoles todo lo que puedan, aprovechando la confusión que generen sus teatrales actos.

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