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PRIMERA PARTE



CAPÍTULO NOVENO



EL CHAPITEL DE SANTA CATARINA

Agustina, la antigua y fiel camarista que sirvió y acompañó a la difunta condesa hasta sus últimos momentos, tenía una modesta habitación en la calle del Chapitel de Santa Catarina, en la cual se refugiaba tres, cuatro y hasta cinco días cuando estallaba alguna tormenta en la casa de Don Juan Manuel o el carácter violento de don Diego la obligaba a evitar su presencia.

A esta casa fue llevada Mariana, con tal tino y secreto que nada habían sabido ni los criados de don Diego ni las vecinas del Chapitel, y en esta su casa escribió su carta al amante y esperaba ansiosa su llegada o la muerte.

El momento decisivo, ineludible, se acercaba. En una noche de vela de agitación, los síntomas aparecieron: esto fue un consuelo, era la mitad de su salvación, otra noche de vela sin lograr cinco minutos de sueño ni de reposo. Ya se paseaba agitada de uno a otro extremo de la pieza, ya se sentaba en el sillón o en el duro canapé, ya se recostaba tratando de dormir en la aseada cama, o ya fijaba su atención en los monstruosos muchachos degollados y sangrientos pintados en la cabecera ... nada ...

Llegó por fin la última y terrible noche en la que su suerte debería resolverse. Era lunes, el jueves a medio día llegaba el conde, un criado se había adelantado con una carta urgente para una persona con quien tenía un asunto grave, y Agustina había sido advertida.

Mariana separó los cabellos que en desorden le caían sobre la frente, cayó de rodillas con las manos enclavijadas exclamando:

- ¡Señora mía de las Angustias, madre piadosa de los afligidos, ampárame en este trance terrible de mi vida, o dame fuerzas para salir de este mundo!

No pudo concluir su ferviente plegaria, las fuerzas le faltaron; pero Agustina presurosa la sostuvo, la levantó y la condujo a la cama ...

- ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Me muero! -y dio un agudo grito; pero a poco grito de júbilo resonó en la estancia, y fue escuchado por la maravillosa imagen.

- ¡Salvada, salvada, gracias madre mía, gracias Virgen santa de las Angustias!

Mientras pasaba esta escena en la apartada y silenciosa vivienda que hemos descrito, no obstante que esté ya muy avanzada la noche, tenemos que dar un paseo por el Chapitel, sin miedo de ladrones, pues de por fuerza el sereno tendrá que estar despierto, como en efecto lo estaba en ese momento.

Cuando el sereno, habiendo acabado su trabajo de encandilar los faroles, colocaba su escalera contra la pared de la esquina, sonaron lentamente las doce de la noche en el reloj de la parroquia.

- No puede dilatar el comandante -dijo el sereno-; acaban de dar las doce. Voy avisar al guarda del mercado.

La noche estaba oscura y amenazaban unos de esos formidables aguaceros tan frecuentes en la estación de julio a octubre.

Un hombre, sin embargo, tenía que hacer en ella. Tocó el hombro del sereno que estaba medio sentado en la columna de la esquina, y habló con él algunas palabras en voz baja.

- Entendido, mi comandante -dijo el sereno-, cuando usted quiera.

- Al momento -contestó el embozado-. Va a dar la una y es la hora precisa de la cita.

El sereno volvió a cargar en sus hombros la escalera, y seguido del embozado, siguió hasta la mitad de la calle y la aplicó al balcón de una casita situada junto al cuadrante de la Parroquia.

El embozado subió, y a un ligero toquido se entreabrió la vidriera del balcón.

- Espere usted, espere usted un momento, encenderé la luz todo va bien hasta ahora; apagué la vela para que no fuese a observar alguno de la vecindad.

- Todo está solo y cerrado -contestó Juan-, nadie me ha visto. ¿Y Mariana?

- Aquí, aquí, Juan; he salido con bien y viniste. Ya sabía yo que habías de venir. Sólo temía que no hubieses recibido mi carta.

-Mariana buscaba en la oscuridad las manos de Juan.

- He perdido quizá el honor, mi porvenir y mi carrera, y después también perderé la vida; pero no importa. Todo por ti, Mariana. He venido y estoy contento.

Juan estrechó a Mariana en sus brazos y le dio un ardiente beso.

- No hay que perder tiempo, Mariana -dijo el amante-. Lo tengo ya arreglado. Estará con mi tía, que le cuidará hasta el pensamiento y nada le faltará, y tú debes estar completamente tranquila.

Juan descendió con mucho tiento por la escalera que habia vuelto a colocar el sereno y cuidando mucho un bulto que tenía en un brazo y cubría su espeso capotón azul. Cuando se vio en la calle, sacó del bolsillo unas monedas de oro, las dio al sereno y desapareció misteriosamente entre las sombras de la negra noche.

Tres días después, Mariana estaba recostada en su lecho en la recámara de su casa de la calle de Don Juan Manuel. El conde, de regreso de la hacienda, la encontró con el médico de cabecera.

Juan devoró el camino y con el caballo casi moribundo de fatiga, llegó al campamento. No encontró más que a los indios queseros de la hacienda de San Nicolás, que atravesaban la montaña con sus huacales en las espaldas. Tomó de ellos, y en las haciendas cercanas, informes, y supo que Gonzalitos habla entrado y salido de Toluca; que Baninelli no lo había atacado, sin duda por la falta de combinación; que una brigada permanecía en Lerma y que su tropa, encontrándose sin jefe, se había desbandado y el capitán regresado a México con los soldados viejos y aquerenciados con su coronel.

- ¡Perdido, completamente perdido! En donde quiera que me encuentre Baninelli, me fusilará. Sin embargo, hice bien. Mariana se habría matado. Lo volvería a hacer -y diciendo esto, Juan, en vez de regresar a México, tomó a galope el camino de la frontera.

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