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PRIMERA PARTE



CAPÍTULO DÉCIMO



LA VIÑA

De por fuerza tenemos que pasar a otro lugar no muy distante, pero de seguro más raro y extraño que el Chapitel.

Acabando de andar las seis calles del Reloj, que en tiempos antiguos se llamaban de las Atarazanas, y tomando el otro crucero paralelo, terminando el paseo, por las calles de Santa Catarina, Santa Ana y Puente Tezontlale, se encuentra uno repentinamente en un país no sólo desierto, sino desolado, tristísimo y asqueroso.

Casas sin puertas, otras con los techos caídos, otras rajadas, como si las hubiese partido un hacha; y en las hendeduras de los adobes ennegrecidos, naciendo y colgando yerbas ordinarias y de mal olor, y todos estos restos que el vulgo llamaba paredones, esparcidos aquí y allá en medio de ese suelo fangoso e insalubre.

No sabemos ni queremos averiguar si fue un virrey o un presidente o un ayuntamiento el que dispuso que se tirasen en ese lugar las basuras y los desechos más asquerosos de la ciudad, que ya tenía sin duda más de ciento veinte mil habitantes; pero el hecho es que así se ejecutó durante muchos años, y que más culpables y dignas de crítica son las autoridades que lo toleraron, que las que en su principio lo dispusieron.

La viña tenía su población especial, que se componía de traperos, pordioseros y de perros, y los suburbios o paredones eran habitados de noche por los matuteros y rateros que no tenían casa ni hogar. Ninguna persona del interior de la ciudad se atrevía a transitar por la viña después de las siete de la noche.

El conde de Revilla Gigedo, que fue el gobernante por excelencia de la colonia, que quitó el muladar que había frente al palacio virreinal y que se ocupó hasta de los más insignificantes pormenores relativos a la policía, notó que existían en la ciudad muchos perros vagabundos, y dispuso que los zapateros pusiesen diariamente una cubeta llena de agua limpia en las puertas de su taller.

Para formar contraste con ese reglamento, se dictó otro en el curso del tiempo que condenó a una muerte cruel a la raza canina y de la ejecución se encargó a los serenos.

La ciudad por todas partes era turbada en las noches por lejanos ladridos de los perros que estaban fuera del alcance de la matanza y por los dolorosos quejidos y aullidos de los que morían o quedaban heridos. Muchas noches era imposible dormir y las calles amanecían manchadas de sangre.

Los perros dilataron, en verdad, pero tuvieron que reflexionar para poner fin a este estado de cosas. Repentinamente desaparecieron; ni uno solo acostado a las puertas, ni uno solo transitando por las calles.

Los perros resolvieron no transitar por la ciudad de noche. Hicieron sus habitaciones en la viña, cavando agujeros en lo más intrincado y recóndito de la basura, y lo mismo en San Antonio Abad, pasada la garita, aprovechándose de unos montones de tierra. En la mañana, la mayor parte se encaminaba trotando, corriendo con las orejas paradas y moviendo la cola, hasta las calles, allí hacían alto, olfateaban y se dispersaban a buscar su vida. El uno se metía en un figón y era obsequiado por los que almorzaban con un pedazo de pan o de carne, o con un puntapié, lo que era más frecuente; otro atisbaba con paciencia que se descuidase la vendedora para arrebatarle de su sartén un pedazo de chicharrón, y corría; algunos tenían ya sus casas conocidas, donde las criadas o las amas les guardaban las sobras y se las ponían en el patio en una cazuela, y no tenían más que entrar y almorzaban caldo, huesos de gallina y ternera, garbanzos, pedazos de pan; vaya, como unos príncipes.

La viña tenía fisonomía especial. Por la mañana, de las ocho a las once presentaba un aspecto alegre, si alegría podía haber entre las inmundicias y residuos humanos; pero el sol brillante se reflejaba sobre los tiestos de botellas y vasos rotos; los restos de legumbres que desperdiciaban las cocineras, recobraban con el sol su tinta verde, y las cúspides de aquella extraña serranía estaban llenas de muchachitos casi desnudos y de hombres que, vestidos de harapos y remiendos de colores, se destacaban desde lejos como si fueran los bocetos de un gran cuadro al estilo Díaz, y luego los carretoneros iban y venían, apostrofaban a sus mulas, reían y platicaban entre sí, como si fuesen las gentes más felices del mundo, y uno que otro arriero solió dirigirse por las orillas de este extraño lugar por si los burros encontraban para almorzar algunoS rabos de cebolla u hojas de col. Después de las doce de la mañana todo ese rumbo quedaba desierto; ni perros, ni traperos, ni arrieros, nada; el sol, reverberando, calentaba las montañas, que parece querían arder, y se comenzaban a desprender gases mortíferos Y deletéreos que el viento se encargaba de introducir hasta los más ricos comedores de los desgraciados habitantes de la capital.

Entre las muchas viejecitas que concurrían a la viña había una muy metódica, muy callada y, hasta cierto punto, más bien vestida y aseada que las demás, que eran la imagen de la mugre'y de la miseria. A las ocho oía su misa en Nuestra Señora de los Angeles y se encaminaba en seguida a los basureros. Juntaba únicamente fierros viejos, llaves, tornillos, picaportes y ceniza. En el baratillo tenía ya los marchantes para la ferretería, y cuatro o seis casas donde entregaba la ceniza, limpia y tamizada, que servía para bruñir los candelabros y vasijas de plata.

Quisiéramos terminar, pero quizá logremos que el lector se interese por esta pobrecita vieja que no deja de hacer un papel interesante en esta verídica historia. Señá Nastasita era sola, como si hubiese caído de la luna. Cerca de once años había estado de portera en casa de un licenciado en la calle del Amor de Dios habitando una covacha oscura y húmeda y manteniéndose con coser ropa de munición. Se le acabó la vista y quedó reducida al bocadito que por caridad le bajaban de la casa del licenciado. Era chupadita, de bajo cuerpo, encanijada, llena de canas, casi amarilla, y no tenía, por cierto, motivos para engordar y tener buen color. El licenciado murió, la familia tuvo que dejar la casa, los nuevos inquilinos le dieron tres días de término para que desocupara la covacha, y después de once años de buenos servicios quedó, de la noche a la mañana, en las cuatro esquinas, sin tener ni con qué amanecer ni dónde dormir.

Vagando aquí y allá por la ciudad, al pasar por la atolería del callejón de la Condesa le dio una corazonada: entró, compró tortillas, contó a la atolera su situación y le pidió un rinconcito.

La atolera, con la mayor naturalidad del mundo, le señaló un rincón limítrofe con las molenderas y sólo le exigió que trajese su petate.

Pedir limosna le fue imposible a la viejecita; pero como el peso duro iba mermando cada día a pesar de que sólo se mantenía con atole y tortillas, otra corazonada, al regresar de la iglesia de los Angeles, la condujo a la famosa viña, logrando establecer el modo de mantenerse de la manera que ya se ha dicho.

Un dia, 11 de diciembre, tratando de hacer en el muladar un agujero con un palo, tropezó con algo resistente y sonoro que poco brilló con la luz del sol. Eran una cuchara y un tenedor de plata, probablemente del célebre doctor Codorniú, que perdía cada semana piezas de su vajilla. Al dia siguiente, 12, creyó que era una obligación el ir a dar las gracias a la Virgen de Guadalupe.

Al dia siguiente, a la hora de costumbre y entusiasmada con el hallazgo de la plata, estaba ya trabajando en el declive de los montones de basura, llamó su atención no tanto el ladrido de los perros, que se peleaban con furia, sino el llanto y gritos lastimeros de una criatura.

- ¡Santisima Virgen de Guadalupe! -gritó la viejecita-. ¡Van a devorar y a hacer pedazos a esta inocente! ¡Qué crueldad de madres de tirar asi a sus hijos! ¡El infierno y los diablos se las han de llevar!

Y asi exclamando, blandia su palo y procuraba espantar a la jauria; pero tenia miedo de ser derribada y mordida, porque era apenas un poco más fuerte que la criatura.

- ¡Jesús! ¡Jesús me valga! -gritó aterrorizada la viejecita, y cerró los ojos, pero en la angustia y la curiosidad hicieron que los abriese: notó que un perro amarillo, fuerte y vigoroso, hacia frente y acometia a los demás, y apenas querían acercarse al niño, cuando daba un brinco, los derribaba en el suelo y volvia a su puesto.

Asi pasaron cinco minutos, que parecieron siglos a la buena anciana.

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