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SEGUNDA PARTE



CAPÍTULO TRIGÉSIMOCUARTO



LA FERIA DE SAN JUAN DE LOS LAGOS

La moreliana acudió inmediatamente al llamado del platero, el cual le manifestó con muy buenas razones la necesidad de ayudar al hijo, que tan bien se le había logrado que ya era un coronel que trataba con lo más florido de la sociedad mexicana y que estaba comprometido en negocios de alto interés que debían darle unas utilidades fabulosas y tan seguras como si ya tuviese el dinero en caja. Se guardó muy bien de explicarle qué clase de negocios eran, pues a haberlo hecho así, la moreliana, tan rígida, tan ferviente cristiana y que nunca había entrado en transacciones con su conciencia, como el platero, se habría escandalizado y cortado para siempre sus relaciones y negado todo auxilio al hijo que se proponía seguir el torcido y peligroso camino.

La moreliana, que casi nada gastaba en su persona y que lograba buenas cosechas en sus ranchos, lejos de poner dificultades, le dio mucho gusto el poder hacer uso del dinero que tenía reunido y enterrado por miedo de ser robada, no obstante que en la comarca donde ella vivía se disfrutaba de la más grande seguridad.

Relumbrón, a causa de la invitación que le hizo Pepe Cervantes para el herradero, avisó a su compadre que difería el almuerzo para el domingo siguiente, y visto el buen resultado que tuvo para sus planes su paseo a la feria de Tepetlaxtoc, aprovechó e resto de la semana para dar la última mano a la organización del ejército de vanguardia que debía hacer sus primeras campañas en la Feria de San Juan de los Lagos.

El capitán de rurales obtuvo una licencia por tres meses, y bien la necesitaba para curarse de los moretones y hoyos que tenía en el cuello, dejando a Hilario al frente de las escoltas; pero su principal objeto era cooperar al plan que tenía meditado Relumbrón. De común acuerdo se organizaron tres gavillas.

La primera gavilla entraria en plena posesión del monte de Río Frio y camino de Puebla, hasta Perote.

Esta partida tomaria el nombre de Roque.

La segunda y más numerosa seria mandada por el difunto Juan Robreño, resucitado con el nombre de don Pedro Cataño que expedicionaría por la Tierra Caliente; y la tercera, que ocuparia los caminos del interior, la pusieron al mando de un muchacho de mala cabeza (que habia venido de Guanamé con Cataño), borracho y pendenciero, pero muy audaz y valiente, que era ahijado de don Domingo Rascón, y se hacía llamar Cecilio Rascón.

Repartiéronse entre los tres jefes los muchachos más atrevidos por no decir desalmados, que concurrieron al herradero de la Grande. Los habia de Guanamé, de Matehuala, del Jaral del Mezquital y Tierra Fría. del Valle de México. de Tenancingo y de Chalco.

¡Pero qué muchachos! La flor y nata de los baladrones y malas cabezas de los pueblos y haciendas. Las reuniones eran en las noches en casa de Luisa.

Alli concurrieron el falso don Pedro Cataño y el valiente y honrado capitán de rurales don Evaristo Lecuona. En una semana arreglaron sus fuerzas y, con pretexto de comprar reses y caballos, hacian por las tardes que maniobraran en los potreros de Balbuena los muchachos y era un placer verlos acometer; sentar sus caballos, fingir que huian y repentinamente volver caras con el lazo en la mano, el que tiraban sobre la figura del enemigo. con una precisión tal, que si de veras hubiese amarrado el lazador a cabeza de silla, el lazado habria sido hombre perdido; en fin, mil otras cosas de destreza, de fuerza y de astucia. que causaban admiración.

Ellos eran cristianos verdaderos, que se llamaban Cecilio, Juan, Roque. Pantaleón. Cristóbal, y no cambiaban el nombre de su santo por el de ningún animal; oian su misa cuando podían; no se enconaban con un pañuelo sucio ni con un sombrero viejo, ni con los cuatro reales lisos de un catrín. Cuando acometian era a cara descubierta, y no con la máscara de esos indios garroteros que tanto terror ocasionaron a ocho millones de habitantes. Cuando era necesario rifarse se rifaban, se alzaban la lorenzana, entraban al pleito con la cara descubierta y se medían con los cuicos, con gendarmes, con caballeria, con escoltas y veintenas, con los diablos mismos, si a los diablos, que son de infanteria, les hubiese ocurrido un dia montar a caballo y entrar a la pelea con ellos. Si querían muchachas, no pensaban ni remotamente irlas a buscar entre las que se pasean por las noches en las cadenas de la Catedral haciendo mucho ruido con las enaguas de indiana almidonadas, diciendo malas palabras y fumando su cigarrillo, sino que se sacaban a lo hombre una rancherita, sana, colorada, gorda y rubia, ya de un pueblo, ya de un rancho, la montaban en la silla y echaban a galopar.

Si los perseguían, hacían uso de su pistola y doblaban de un balazo al alcalde, al mayordomo de la hacienda o cualquiera otro que tratase de quitarles su prenda. Pocas veces cargaban cuartillas en sus bolsillos, y de una manera o de otra tenían un par de pesos para convidar a pulque a los amigos, y a nainden le pedían ni agua.

Tales eran, en lo general, los muchachos que reclutó Relumbrón, la mera aristocracia de la raza de hombres que, sin ser españoles, sino meros mexicanos, tampoco son indios; que no saben el significado de la palabra miedo y están siempre dispuestos lo mismo a un pronunciamiento, a una corrida de toros, a un coleadero, al trabajo del campo o a las aventuras del camino real. Ya se ve que la banda de enmascarados, Evaristo incluso, eran una verdadera farsa, y que lo que faltaba a los valentones de Tepetlaxtoc era una organización, un jefe o jefes que los mandasen y los mantuviesen unos días, mientras ellos podían ganar su vida honradamente.

Sin que nadie se los dijera, ni mucho menos Relumbrón, adivinaron que ése debería ser un día, más tarde o más temprano, su verdadero jefe, y que de pronto tenían, por lo menos, un protector y un hombre de dinero y de relaciones en la capital que les daría su valenteada cuando se les ofreciese.

Muy puntual estuvo Relumbrón el domingo fijado para el almuerzo. Se trataba nada menos de la cuestión de fondos, y los necesitaba, pues la feria de San Juan de los Lagos estaba muy cercana y no había que perder tiempo. Las festividades de Tepeaxtoc le habían costado un pico regular.

d La cocinera del platero hizo un almuerzo de chuparse los dedos, todo de platillos mexicanos del gusto de su amo y de Relumbrón, pero no omitió, en cuanto observó que se encerraban en la sala, fingir que salía para dejarlos solos, regresar a poco rato de puntillas y aplicar alternativamente el ojo y el oído al agujero de la calle, enterándose de cuanto pasaba entre los compadres y de oír y retener bien en su memoria lo que platicaban.

Relumbrón refirió minuciosamente cuanto le había pasado en la Hacienda Grande y en el herradero.

Cuando hubieron concluido su conversación abrieron la puerta y pidieron el almuerzo. La cocinera, mientras se cocían los manjares a fuego lento, había tenido tiempo de aplicar alternativamente el ojo y el oído al agujero de la llave y de enterarse de cuanto dijeron los compadres en su importante conferencia.

Yo no sé si el mes de diciembre de cada año es hoy tan alegre en México como en los tiempos a que se refieren los acontecimientos de nuestra historia.

El ocho de diciembre, Nuestra Señora de la Concepción; el doce, el gran dla de Guadalupe; el veinticuatro, la Nochebuena, seguida de la Pascua y el Año Nuevo, para cerrar la serie de novenarios de luces y de festividades religiosas que se enlazaban íntimamente con las escenas de familia.

En casa de las Conchas y las Lupes, que las había en abundancia y muy bonitas, de precisión había de haber comida y baile, o día de campo; después, las posadas y las había aun en las pobres casas de vecindad de los barrios; y al último, los Manuales de Año Nuevo, que no se quedaban atrás en divertirse con su familia y amigos. El mes de diciembre, en resumen, era un mes bendito, y las prácticas religiosas daban lugar a todo género de diversiones. Para el comercio era, de consiguiente, un mes maravilloso. Platerlas, tiendas de ropa, vinaterlas, cafés, fondas y hasta la plaza del mercado, tenían un movimiento excepcional con motivo de las cuelgas, de las comidas espléndidas y de las cenas con que terminaban cada noche la jornada de los peregrinos que caminaban a Belén.

¿Por qué se eligió para esa cita anual de todo el comercio de la República un pueblo pequeño, triste, árido, con pocas casas para tanta concurrencia, sin nada que lo pudiera hacer cómodo y agradable, y sin más atractivo religioso que un pequeño santuario en un cerro, y cuya Virgen no tiene, como otras, tanta fama de ser milagrosa?

La verdad es que no se sabe ni aun la época en que comenzaron esas ferias, y su desarrollo progresivo hasta hacerlas famosas en las ciudades manufactureras de Francia, Inglaterra y AlemanIa, y que fuese una cita general para nacionales y extranjeros.

En París se preparaban surtidos especiales de mercería fina y ordinaria y de telas de algodón, lino y seda de colores chillantes y dibujos fantásticos, y se embarcaban con anticipación en los pesados paquetes de vela que venian a Veracruz procedentes de Burdeos y del Havre.

En Liverpool y Hamburgo se cargaban hasta la cubierta unos barcos fuertes y veleros que daban vuelta al Cabo de Hornos, y después de cuatro o cinco meses de una peligrosa navegación venían a fondear en San Blas y Mazatlán, y de allí, hatajos de mulas conducían la lenceria inglesa y alemana, el cristal y loza a la feria y de este modo llegaban con la más grande exactitud, teniendo tiempo bastante para encaminar las mercerías, establecer sus almacenes en San Juan y hacer cambios y ventas que llegaban a muchos miles de pesos.

De Veracruz, ni se diga. Entre la sederia de lujo y los mil dijes y curiosidades de la joyeria y merceria francesa, que mandaban a México para el consumo del mes glorioso de diciembre y lo que reservaban y encaminaban a su tiempo para la feria, quedaban los almacenes vacíos, y aprovechaban la ocasión para salir de las mulas que no habían podido vender ni a la mitad del precio.

El pueblo, polvoriento y sucio los once meses del año, se vestia de limpio y se lavaba la cara el mes de diciembre. Las fachadas de la casas se sacudían o se pintaban de nuevo de blanco y de diversos colores; la iglesia se cubria de colgaduras rojas, de macetas de flores y de ramos, y se veia alumbrada día y noche con velas de cera en todos los altares. Las calles pedregosas se medio arreglaban, los caminos y avenidas se disponían de modo que fuese más fácil el tránsito de tanto coche, de tantas recuas de mulas, carros grandes y pesados, y de dos ruedas y ligeros, que conducían de todos los ángulos de la República pasajeros y mercancías.

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