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SEGUNDA PARTE



CAPÍTULO TRIGÉSIMOTERCERO



LA VENGANZA DE GORDILLO

Relumbron era hombre de a caballo, es decir, de esos elegantes que la echan de rancheros y de conocedores de los buenos caballos, que montan vistosamente ataviados con su calzonera de paño fino y pegada a la pierna y cerrada en los costados con una serie de botones de plata, su chaqueta larga de color oscuro, su ligero sombrero jarano, blanco con toquillas negras en forma de culebra enroscada, con la cabeza de oro, los ojos de brillante y la cola de plata; la reata en los tientos, la espada con una fina cubierta de cuero labrado, bien colocada entre el ación y debajo de la pierna izquierda. Nada iguala a este tipo singular de caballeros, exclusivamente mexicanos.

Relumbrón, si no era un tipo acabado, hacia buena figura en la Alameda, donde concurría todos los dias a las primeras horas de la mañana, paseando y platicando con muchos personajes distinguidos que tenian la misma costumbre. En la época de que vamos hablando, montaba a caballo no sólo por paseo, sino por concluir lo más pronto posible los muchos asuntos que tenía que arreglar antes de que se celebrase la feria de San Juan de los Lagos.

Regresaba al tranco por la calle de San Andrés, cuando sintió que una varita de membrillo le tocaba el sombrero. Volvió la cara y se encontró que era Pepe Cervantes.

- Aprovecho la ocasión, coronel -le dijo Cervantes tendiéndele la mano-, para invitarlo a que del domingo en ocho vayamos a pasar el dia a la Grande. Tenemos feria para herrar algunas reses, potros y yeguas.

Relumbrón aceptó con entusiasmo la invitación de Cervantes y aseguró que no sólo no faltaría, sino que se permitiria ir el sábado en la tarde para madrugar el domingo y dar un paseo por el encantador Molino de las Flores y estar listo para probar fortuna en los ejercicios campestres, en los que confesaba no podia competir con su buen amigo.

La ocasión se le venía a las manos. Hacía días que buscaba Relumbrón la manera de reunir la gente de bronce, hacerse conocer de ella e imponerse como su protector, o más bien dicho, como su jefe: pero era necesario que esto fuese, naturalmente, como por casualidad. La invitación de Pepe Cervantes le proporcionó la solución. En las hadas y en el pueblo se encontraría necesariamente la flor y nata de los valentones y de los salteadores de camino real, no sólo del Valle de México, sino del interior.

Evaristo sería el jefe visible de toda esa turba de desalmados que iba a arrojar a la sociedad trabajadora y pacífica, y él, el jefe misterioso e invisible.

Con la actividad que le era genial, e impulsado con la monomanía del robo, no perdió tiempo; hizo venir a Evaristo de la montaña, conferenció largamente con él.

- Descanse usted, mi coronel -le dijo Evaristo al concluir la conversación que había tenido lugar en la calzada de la Tlaxpana-, tendrá usted dos cuadrillas compuestas de muchachos de primera fuerza. Tengo ya nuevos reclutas, entre ellos un José Gordillo, antiguo mozo de la hacienda del Sauz que vale la plata, y ése nos servirá de capitán para la gente que vaya por el interior, que es muy socorrido. Hasta el domingo, mi coronel.

Relumbrón y Evaristo se separaron muy contentos el uno del otro y entendidos perfectamente, sin mayores explicaciones, del papel que cada uno tenía que representar en la mentada feria de Tepetlaxtoc.

Tepetlaxtoc es uno de los pueblos más antiguos y cuya fundación se pierde entre las dudas y las oscuridades de los remotos tiempos. Perteneció, sin duda, al reino de Texcoco, y estuvo gobernado por distinguidos monarcas, entre otros, el sabio Netzahualcóyotl.

El pueblo puede haber sido en otra época más poblado, con casas de mejor apariencia y aun con jardines, a los que eran muy aficionados los texcocanos; pero después de la dominación española quedó despoblado y de un aspecto triste. Unos cuantos sauces derechos o llorones, cercas de espinos con escasas magueyeras, órganos y uno que otro pirúl, todo de un verde opaco y ceniciento, una larga calle de jacales y una plaza con una pequeña iglesia y algunas casas de alto, pintadas con cal y manchadas con el sol y el agua, he aquí el pueblo de Tepetlaxtoc.

Los descendientes de los primitivos fundadores eran propietarios de un cierto espacio de terreno que cultivaba cada familia, y así fueron sucediéndose los propietarios, sin más títulos que la tradición y sin más derechos que una larga posesión de aquellas tierras.

Fundóse probablemente una misión de religiosos dominicos cerca del pueblo mismo, resultando con el tiempo, casi lindando con el caserio, dos haciendas con sólidos y amplios edificios y oficinas de cal y canto, como se dice de las buenas construcciones, que se llamaron la Hacienda Grande y la Hacienda Chica, que pertenecieron a los misioneros de Filipinas.

En una palabra, Tepetlaxtoc tuvo su época de moda, y los domingos, que era el día señalado para el tianguis, la gente de las haciendas y ranchos cercanos venían a pasear, a comprar fruta y a oír la misa cantada del cura. Algunos domingos se ponian unas cuantas vigas atadas con reatas, en la plaza que llamaremos Mayor, y se lidiaban tres o cuatro becerros bravos que se bajaban del monte de Chapingo. Increible era entonces la animación y la alegría sin limites de los vecinos; nadie se quedaba en su casa, y cuando el sol se metía, el pueblo se alumbraba con luminarias de ocote, al derredor de las cuales los muchachos brincaban, reían y gritaban hasta las nueve o diez de la noche. A esto debe añadirse que se disfrutaba de una completa seguridad, pues desde el pulquero hasta el último peón eran gente honrada, que cultivaban sus pequeños terrenos en las cercanías o trabajaban en las haciendas.

- Buenos dias o buenas tardes, amo don Pepe -le decían, quitándose el sombrero los nuevos vecinos, de fisonomfas hoscas y patibularias y lo dejaban pasar sin inquietarlo, aun en las horas peligrosas del crepúsculo.

Cervantes correspondia al saludo, y paso a paso atravesaba entre ellos. A ocasiones lo acompañaban hasta la puerta de la Grande.

Una noche en que, sin duda supieron que se habia quedado en MéXico y que la familia estaba sola, se desprendió un grupo de cinco o seis hombres que estaban a caballo en el cobertizo de la pulquería y a galope se dirigieron a la hacienda. La puerta estaba ya cerrada, y el vigía, que sintió el galope mucho antes de que llegasen, avisó a Manuelita, no obstante que ya dormía.

Manuelita, esposa de Cervantes, era la hija del famoso general Cortázar, que se puede decir fue el rey de Guanajuato en largas épocas. Varonil y animosa como su padre se vistió con calma mandó que los mozos se levantasen y se armasen y ella misma tomó un par de pistolas cargadas que tenia siempre en su recámara. Los mozos quedaron bien distribuidos en las posiciones que les señaló y ella fue al comedor, encendió las luces y se sentó en la silla principal que ocupaba a las horas de comer. Los asaltantes habían llegado y daban fuertes y repetidos golpes a la puerta.

Manuelita mandó abrir.

Los de a caballo se precipitaron en el patio y, mirando luz en el comedor, avanzaron hasta el pie de una pequeña escalera, y no pudieron menos de quedarse asombrados al ver a la propietaria, sentada muy tranquila, al parecer, examinando o contando algunos cubiertos de plata que, en unión de jarrones, vasos, botellas y platos, habían quedado en la mesa.

- Adelante, quien quiera que sea -les gritó con una voz firme-. ¿Qué se ofrece a estas horas, para venir a llamar a las puertas de la hacienda? Adelante, y sabremos qué desean.

No acertaban a responder, pero uno de ellos avanzó hasta la puerta, y dijo, como vacilando:

- Venimos a buscar al amo don Pepe.

- El amo don Pepe no está en la hacienda, pero lo mismo que si estuviera, aquí estoy yo.

- Veníamos ... Veníamos ... -tartamudeó el ranchero.

- Pasen, pasen y tomarán un trago de vino o de aguardiente, si lo prefieren; pasen.

Manuelita sonó una campanilla, y tres o cuatro mozos con pistolas en el cinto aparecieron.

- Trae unas copas y una botella de ese buen aguardiente catalán que hacemos para los amigos. ¿Cuántos son ustedes? ... Pasen, Pasen.

Los valentones se apearon de sus caballos. Uno se quedó deteniéndolos, cuatro penetraron al comedor.

Los cuatro mocetones robustos, de no malas figuras, uno con barba cerrada, espesa Y negra, otro lampiño, los dos restantes con sólo bigote. No estaban mal vestidos y sus cuellos y camisas muy limpias. Procuraban dar a sus fisonomías un aire terrible, y al descender del caballo hicieron de intento un ruidero desagradable con las espuelas y sables con cubiertas de acero.

Manuelita no hizo caso de esto, llenó las pequeñas copas de aguardiente de España y se las fue dando al más fornido y temible de sus criados, para que se las sirviese.

- La hacienda Grande -les dijo- ha sido para Tepetlaxtoc una providencia. Solamente Dios podría haberle hecho mayores beneficios que nosotros, Aquí ni debemos ni tememos. Si ustedes vienen con buenas intenciones, no tienen más que abrir la boca y se les servirá; pero si tratan de hacernos el menor daño, hay muchas balas y muchachos tan valientes como ustedes, que se rifaron, como dicen ustedes. Conque beban su trago y digan lo que quieren.

Una viva impresión de simpatía y admiración por el valor y entereza de aquella mujer delicada, pequeña y bonita, se produjo en el ánimo de los charros, y en vez de acometer y llevar a cabo los malos propósitos con que salieron de la pulquería, chocaron sus vasos, bebieron y gritaron como si se hubiesen puesto de acuerdo:

- ¡Viva el amo don Pepe!

- iViva la marquesa de Salinas!

- Nos tiene su merced a sus órdenes con alma y vida -dijo el que parecía fungir de jefe, quitándose el sombrero-. Personas como su merced son parejas y ansí nos gustan y nos matamos por ellos. La Grande y la Chica, de hoy más, como si estuviesen encerradas en un baúl. ¡Palabra! -y volvieron a beber hasta la última gota.

Manuelita no creyó conveniente lIenarles de nuevo los vasos, temiendo que su entusiasmo fuese a sufrir un cambio.

- Es tarde, muchachos -les dijo-, y mañana tengo que madrugar para irme a México y volver en la tarde. Ya lo saben, y si los encontramos a eso de las seis de la tarde a la entrada de !excoco, nos acompañarán, porque suele haber mala gente a esas horas.

Este último rasgo de confianza los acabó de cultivar.

- ¡Si mi ama fuera tan buena -le dijo uno con muestras de respeto- que nos recomendara con el amo don Manuel Campero Para que nos vendiera cuatro cargas diarias de su mejor pulque, cuánto se lo agradeceríamos! Somos los dueños de la pulquería Xochitl, en el pueblo de Tepetlaxtoc, y ganamos nuestra vida honradamente.

- Y como que lo haré. Pepe escribirá a don Manuel, y pasado manana pueden venir por la carta. Ustedes mismos se la pueden llevar a la hacienda; pero no en la noche -añadió sonriendo-, será mejor de día.

Los rancheros se despidieron haciendo una reverencia a su modo y besando la mano a doña Manuelita.

Ninguna sospecha causó a Cervantes el lance cuando se le refirió al dla siguiente su esposa. La conocla demasiado y sabia que, como su padre, no temblaría delante de un escuadrón que viniera a hacerla pedazos.

- Hiciste bien en abrirles la puerta. A esa gente se la debe tratar así o matarla; pero vale más no tener enemigos.

Cuando Cervantes supo que Baninelli había organizado una fuerza de rurales y dado el mando a un hacendado del monte creyó que la mala gente de Tepetlaxtac concluiría por abandonar el país dejando tranquilas las comarcas.

La presencia de Evaristo en Tepetlaxtac, en vez de corregir, alentaba a las valentones y los autorizó a cometer más desmanes cuando Cervantes indagó, además, que la mayor parte de los rurales que formaban las escoltas del camino eran de la peor y más insolente de Tepetlaxtac, ya no le quedó duda que el jefe no era más que un capitán de ladrones y se asombró de que un militar tan severo como Baninelli no hubiese tomado los informes necesarios antes de confiarle un mando tan importante.

Confirmóse en esta opinión cuando Evaristo con su escolta hizo visita a la hacienda.

Tal era el estado que guardaban las cosas cuando le fue concedida una feria de tres días al pueblo de Tepetlaxtoc por el gobernador del Estado.

Al herradero, con invitación o sin ella, concurrieron casi todos los hombres de a caballo de México. Relumbrón, como lo había prometido, llegó el sábado en la noche con sus mozos y caballos y fue alojado en la Grande; el domingo muy temprano ya estaban allí Evaristo e Hilario con la mayor parte de la escolta para guardar el orden.

En el redondel algunos de los hombres de a caballo de México¡ sin que faltasen Pepe Cervantes, Relumbrón, Ramón Couto y el capitán de rurales, que dizque tenía fama de buen coleador. A derredor, y contra la barrera de vigas apiñada, una multitud compacta que había venido de Texcoco, de Chalco, de Ameca, y aun de lejanas tierras. Detrás de esa gente, dos filas de rancheros y charros de las haciendas y de los pueblos del Valle, y aun del mezquital y San Servando de Tlahualilpa, que habían sido convidados por los mozos de la Grande, que en su mayor parte eran de esos rumbos.

Relumbrón, instado por Cervantes y queriendo lucirse y echarla de ranchero delante de toda esa gente, sobre la cual quería ejercer influencia más adelante, se aventuró a correr tras los toros; y logró dar una caída, recibiendo una completa ovación, que lo dejó orgulloSO y satisfecho. Concluida la corrida, la masa compacta se dirigía al centro del pueblo, que estaba adornado con arcos de tule y cortinas. Su plan había salido a medida de sus deseos, porque Evaristo, con el prestigio de capitán y jefe de las escoltas del camino de Veracruz, y el dinero que le había dado para costear el almuerzo y pulque de todos aquellos valentones, había podido platicar con ellos y ganarse su confianza y hacer una abundante recluta de gente brava y decidida a todo, a la que no faltaba más que un jefe que la guiase para emprender por esos mundos de Dios hazañas dignas de los tiempos fabulosos.

El tercer día fue el más solemne concurrido. Vinieron de México las marquesas de Valle Alegre, las condesas de Regia, las de Santiago, las de Guardiola, toda la nobleza y parentela de Pepe Cervantes, pero entre tantos personajes, dos llamaron la atención, y fueron don Moisés y don Pedro Cataño.

Relumbrón presentó a Cervantes a don Moisés, como uno de los monteros más ricos de México.

Cervantes presentó a don Pedro Cataño, como uno de los más ricos hacendados del interior.

Relumbrón saludó y estrechó la mano de Cataño; pero apenas la soltó, cuando comenzó a mirarlo con interés, como si quisiera reconocer a un viejo amigo.

Acabado el herradero, pasaron, como el día anterior, al comedor. A don Pedro Cataño, por casualidad, le tocó sentarse al lado de Relumbrón, y los dos guardaron silencio; pero al fin de la comida éste le dijo muy quedo en la oreja a don Pedro:

- Nos conocemos, y no sólo nos conocemos, sino que somos amigos viejos.

El supuesto Cataño lo miró con fiereza como imponiéndole silencio.

- Tiene usted razón, hablaremos en voz alta de otras cosas para evitar sospechas -le dijo Relumbrón.

Como Cataño estaba a punto de levantarse de la mesa, Relumbrón lo detuvo, y le dijo en voz alta:

- Vamos a tomar una copa por el viejo Rascón, que es amigo completo.

El segundo toro, negro, con ojos enchilados y una cornamenta sólida que terminaba en puntas como de aguja, era casi salvaje, y lo apartaron los vaqueros con mucho trabajo del ganado. Abierto el toril de un salto, el bicho se plantó en el centro de la plaza rascó la tierra, miró con visible rabia a tantos objetos extraños para él, y como un rayo se lanzó sobre Evaristo, metió las astas en la barriga del caballo, lo sacudió fuertemente, hizo un impulso hacia adelante, y caballo, jinete y toro rodaron en la arena revueltos y hechos una bola.

Ocho o diez lazos cayeron inmediatamente sobre el grupo sangriento, pero con tan mala suerte, que lazaron a Evaristo en vez del toro, y ya los catrines metían cabeza de silla, cuando Pepe Cervantes les gritó:

- ¡Lo matan, lo matan! ¡No jalen!

Don Pedro Cataño se acercó sin pretensiones ni estrépito, tiró el lazo, que cayó justamente en las llaves de la fiera, metió cabeza de silla y apartó al toro, el que se le vino encima con igual furia; pero lo evitó, y le dio un tirón de través que lo hizo caer.

El pobre caballo hizo el último esfuerzo para levantarse; pero cayó sin vida, mientras Evaristo se puso en pie cubierto de polvo y de sangre; lo reconocieron los que lo rodeaban y él mismo se tentó por todo el cuerpo. No tenía ni un araño.

Evaristo, lleno de orgullo con los aplausos que había recibido de la mayor parte de los valentones del pueblo y de su escolta, encarándose con el fingido don Pedro Cataño le sostenía con cierta jactancia que su caballo no era capaz de competir con el suyo en fuerza y en mañas para los caballazos, y que en una lucha con espada en mano, tenía la seguridad de matar a su contrario o derribarlo antes de que pudiese ofenderlo.

- Manos a la obra -contestó don Pedro sacando su espada- aquí tenemos testigos y jueces que sentenciarán cuál de los dos caballos se acomada más y es más diestro.

- Con espada no -les interrumpió Cervantes.

Larga media hora estuvieron acometiéndose sin resultado. La verdad es que los dos eran diestros y buenos jinetes, y los caballos les ayudaban a esta lucha en que parecía que tomaban parte, animados también de los sentimientos de enojo y hasta de furia que ya tenían los jinetes.

Caballos y jinetes, chorreando el sudor, echando, bestias y hombres, espuma sanguinolenta por la boca, y lanzando los segundoS maldiciones en cada lance frustrado, ya no podían más y estaban a punto de cesar, sin que la victoria se decidiese. El fingido don Pedro Catana pareció por un momento que huía. Evaristo lanzó una de esas carcajadas ordinarias y burlescas y se alzó la lorenzana, disponiéndose a seguir a su ya derrotado enemigo, cuando éste gobernó rápidamente a su caballo le prendió las espuelas, le alzó la rienda, y el animal, dando un salto como para salvar un foso de tres varas, fue a caer con todo su peso sobre Evaristo, y habiéndolo cogido de costado, el capitán de rurales y su caballo dieron en el suelo un tremendo golpe.

Gritos y palmoteos celebraron por más de un cuarto de hora la hazana de este campeón del interior, que por primera vez veía con admiración toda esa gente de a caballo que se había reunido en la feria de Tepetlaxtoc.

Don Pedro Catana se quitó el sombrero y saludó a la concurrencia.

Pepe Cervantes y los catrines de México rodearon al falso Catana, le estrecharon la mano y lo colmaron de elogios.

Cataño se apeó y fue a levantar a Evaristo, que no tenia más que el susto y un poco adolorida la pierna derecha y la espalda. El caballo se levantó manqueando.

Aconsejaron a Evaristo que se acostara y reposara un par de horas, y luego todos en bola y armando jácara salieron a recorrer el pueblo de Tepetlaxtoc, confesando que en las diversiones de la feria ninguna había sido mejor que el improvisado torneo entre el ranchero de Guanamé y el capitán de rurales.

Quizá nuestros lectores habrán ya reconocido en el falso Pedro Catana a nuestro antiguo conocido Juan Robreno, a quien dejamos moribundo en Mascota.

Tan luego como se presentó la oportunidad, se apoderó Relumbrón del brazo de Juan y pian piano, y como distraído y platicando, salieron a las afueras del pueblo.

- No debe usted tener ya duda de que lo he reconocido y que estoy hablando con el bizarro teniente coronel don Juan Robreño. Me ocurre una idea y creo fácil realizarla si usted está de acuerdo. El poco influjo que tengo en el gobierno me permitirá conseguir el indulto de usted; es decir, volverlo a la vida social y aun a su empleo, refiriendo, por ejemplo, que usted quedó como muerto, y que un gañán del campo o el cura del pueblo cercano recogió a usted y lo llevó a su casa, donde fue curado.

- Le agradezco a usted mucho, coronel, sus buenas intenciones, pero no puede ser. Largo e inútil sería referir a usted la historia de mi vida en los últimos años, pero me bastarán dos palabras para que conozca mi situación. El dia que yo vuelva a la sociedad con mi verdadero nombre, Baninelli será perdido para toda la vida y un oficial tan valiente tendrá por premio de sus heridas y servicios el desprecio del gobierno. El secreto que usted ha descubierto debe ser eterno. El día que se sepa lo que ha pasado será el último de la vida de usted, coronel, porque le juro que lo mataré donde quiera que lo encuentre.

- Pero no habrá necesidad de eso y nada tema. Me ha dado usted su palabra de caballero y de soldado, y esto basta ...

Relumbrón volvió a tomar con afecto el brazo de Juan, y éste continuó:

- Me dirá usted que por qué no me he suicidado. A un hombre en mi situación y con el infierno de penas y dolores que tengo aquí dentro, no le queda otro remedio; pero tengo que velar por la vida de la que se ha sacrificado por mi, y la esperanza de encontrar un día u otro a un hijo.

- ¿Pero cómo? ...

- No se empeñe usted en saber más, bastante he dicho, y escuche, por último, otro secreto que, si lo descubre le costará la vida. Mi resolución es ya irrevocable. El teniente coronel fusilado vuelve al mundo con el nombre de Pedro Cataño, que será el más temible de los jefes pronunciados (por cualquier cosa) y el más implacable de los bandidos. Unos papeles que aqui traigo y siempre estarán en mi bolsillo, probarán que soy Pedro Cataño, natural de Durango y antiguo dependiente de la señora Campa. La casualidad me proporcionó los papeles; la generosidad del viejo amigo Rascón, los caballos y el dinero.

- Entre soldados como usted y yo -le respondió Relumbrón con cierto acento fanfarrón- la vida, como dice la gente baja, importa un pito. La casualidad que ha hecho que me encuentre con usted ha sido para mí una fortuna. Tengo grandes empresas y necesitaba precisamente un hombre como usted para asociarlo a ellas. A usted lo impulsa la venganza, a mí el dinero. Usted necesita reconquistar su posición, y lo hará un dia u otro sin perjuicio de Baninelli; necesita usted vengarse y castigar a quien tiene secuestrada a su querida y recobrarla viva o muerta; yo necesito mantenerme en la elevada posición en que estoy colocado y subir, si es posible; pero nunca descender ni un escalón.

Hubo un momento de silencio, y los dos se detuvieron y se miraron fijamente.

- Nos hemos entendido -continuó Relumbrón-. Usted tiene a el secreto de mi vida, y yo el secreto de su muerte. El dia que yo lo denunciara, Baninelli caeria en el más completo ridiculo y usted ... no sé ni qué decirle el papel que haría un muerto resucitado.

- Si usted me denuncia, ni quiero pensar en lo que me pasaría. La muerte seria el menos de los males. Conque venga esa mano, y amigos, amigos para siempre.

Don Pedro Cataño tendió la mano y Relumbrón, con las dos, le dio tres o cuatro apretones. Como se habían alejado mucho sin apercibirse de ello, voltearon caras con dirección a Tepetlaxtoc.

En la plaza de toros se habla colocado un castillo con gruesas bombas y soles más de carbón que de pólvora. Diéronle fuego, y fueron girando los soles con un chisporroteo opaco.

La famosa pulquerla de Xóchitl ardía, como suele decirse. Debajo del cobertizo tendió Evaristo un rico jorongo de Saltillo, sacó una baraja y un montón de morralla lisa y pesos falsos, y les puso el monte a los indios y rancheros.

Don Moisés, con sus achichineles, se instaló en el comedor y puso un burlotito con oro y plata, no tardando en acudir algunos hombres de a caballo de México y los tenderos y gente riquilla de los pueblos.

Relumbrón se quedó en el pueblo y se instaló en la casa del alcalde, donde puso también su burlote, al que de preferencia concurrieron como apuntes los valentones, que era precisamente lo que deseaba.

Don Moisés, seguramente con su baraja mágica, desplumó a todos los apuntes, mientras Relumbrón se dejó ganar por el alcaide y los valentones el montón de plata y algunos escuditos que tenia delante.

Se bebió, se bailó y se jugó toda la noche.

Al día siguiente el pueblo de Tepetlaxtoc tenia un aspecto de desolación y de tristeza, como si una banda de cosacos hubiese entrado la noche anterior a robar y a degollar a sus habitantes.

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