Índice de Los bandidos de Río Frío de Manuel PaynoCapítulo anteriorSiguiente capítuloBiblioteca Virtual Antorcha

SEGUNDA PARTE



CAPÍTULO TRIGÉSIMOSEGUNDO



LA VENGANZA DE GORDILLO

La capilla estaba alumbrada apenas por la vacilante llama de una lámpara que ardía delante del altar del Santísimo Sacramento, y los personajes, concluida su oración de gracias, permanecían arrodillados y silenciosos en la oscuridad, sin saber qué hacer. Su posición era, en efecto, dificil. Partir a esas horas para las ciudades de donde habían venido no era posible.

Ni el obispo ni los curas se habían desayunado; ni doña Pomposa, que se había propuesto comulgar; y la parte material de la humanidad, pasado el conflicto, reclamaba el sustento diario.

La cena fue silenciosa, una verdaderá cena de tristeza y de duelo, pues cada uno tenía aún, según su carácter y posición, impresiones diversas pero igualmente desagradables. Se atravesaron muy pocas palabras. El marqués de Valle Alegre, hombre de mundo y bien educado, procuraba disimular, cumplimentaba a los demás con una gracia exquisita, y decía con cierta indiferencia:

- ¡Cosas de la vida! ¡Cosas de la vida!

El marqués del Apartado, con igual indiferencia, respondía:

- Los hombres nobles y de experiencia son superiores a imprevistas contrariedades, señor marqués.

El obispo añadía:

- La voluntad de Dios y nada más. Es necesario inclinar la cabeza y resignarse. Quizá lo que ha pasado, y que llamamos con justo motivo una desgracia, ha evitado otras mayores.

Don Remigio, con un tacto delicado, no permitía que la conversación se entablase entre los personajes presentes, y con motivo de los manjares o de los vinos, terciaba obsequiándolos como si la cena no hubiese sido precedida de lamentables acontecimienos. Así se pasó hasta la media noche, en que cada uno tomó el camino de su habitación. El resto de la noche fue relativamente tranqUilo.

Antes de salir el sol, don Remigio estaba a caballo en el campo, ordenando los trabajos y designando a cada uno la labor qUe le tocaba. Encontró a la gente enteramente sumisa. Los alborotadores que eran en su mayoría de las aldeas vecinas, se habían marchado y no pensaban en volver más a la hacienda.

Acabado esto y tranquilo por esa parte el administrador, regresó al interior de la casa para examinar el estado en que se encontraba cada uno de los que la habitaban.

El conde estaba atacado de una fiebre violenta; el obispo y el marqués del Apartado le manifestaron sus deseos de regresar a su domicilio, con pretexto, o en realidad, porque tenían negocios urgentes y querían no sólo alejarse, sino olvidar el día tormentoso y desagradable que habían pasado. Doña Pomposa se empeñó en quedarse para cuidar a Mariana, la cual continuaba en el mismo estado de postración y de debilidad. Hablaba con los ojos, pero sus labios no pronunciaban ninguna palabra.

El marqués de Valle Alegre durmió hasta la hora del almuerzo en que fue preciso despertarlo, y manifestó la intención de permanecer en la hacienda hasta que el conde muriese o recobrase la salud.

- No es posible -dijo- que yo me separe sin despedirme de él y que arreglemos cuentas.

Pasaron dos semanas en una calma relativa. El conde, en su lecho recargado de cortinajes, parecía una momia. La fiebre había desaparecido, pero en su lugar, el régimen impuesto por don Remigio, que se reducía a no darle más que agua de limón, había ocasionado una postración y una debilidad tal, que trabajo le costaba mover los brazos.

Mariana mejoraba cada día, gracias a los cuidados de su madrina, que no se separaba de ella más que unas cuantas horas en la noche, pero desde que pronunció el no, había entrado en un mutismo tal, que cuantos esfuerzos se hicieron para hacerla hablar fueron inútiles.

Don Remigio escribió a Agustina, y le mandó un avío para que viniese a la hacienda dejando depositado en la Casa de Moneda, y a nombre del conde, el dinero que tuviese existente, quedando el escribiente encargado de la casa de Don Juan Manuel y de los pocos asuntos que se ofreciesen. Esperaba que la presencia de esta antigua servidora influyera en mejorar mucho la salud y la eXlstencia de la condesita, y dejarla libre a doña Pomposa para regresar a su casa. Poco le importaba al administrador que el conde aprobase o no su conducta. Él obraba en el sentido que más convenía a los intereses de sus amos, y con esto quedaba satisfecho. Cansado de sufrir al conde, y ya viejo, y con el dinero que tenía ahorrado, se habría marchado a la frontera a vivir con Juan; pero no le era posible abandonar a Mariana, a quien amaba como si fuese su hija, ni mucho menos desde que las cosas hablan tomado un sesgo tan peligroso; así, se decidió a obrar y hacer frente a los caprichos y a las excentricidades del conde.

Pasaron semanas y las cosas guardaban el mismo estado. El marqués había despachado su avío a México quedándose sólo con tres criados, su famoso caballo y un carruaje ligero, y había escrito a su familia que pronto regresaría con su esposa. El conde se ocupaba de sus asuntos con don Remigio, montaba a caballo y salía a recorrer los campos, evitando el encontrarse con el marqués. Mariana, repuesta un tanto flsicamente, en lo moral se veía que ganaba poco y continuaba su mutismo, entendiéndose por señas con don Remigio y con doña Pomposa, que la colmaba de atenciones.

El practicante hizo de riguroso incógnito una visita a la hacienda, e informó a don Remigio que Juan, su hijo, se había incorporado con una banda de hombres desalmados que, con el carácter de pronunciados, merodeaban por Jalisco infundiendo el terror en las haciendas y pueblos del Estado. Por lo pronto esta fue una invención del mediquín y para decir algo a don Remigio, y tener motivo para visitar la hacienda e informarse de lo que pasaba y dar noticias a Juan cuando conviniere y pudiese hacerlo.

La situación era tirante y no podía prolongarse. El marqués se decidió a salir de ella de cualquier manera.

Salió de su habitación, se dirigió a la del conde y tocó recio la puerta.

- ¿Quién se atreve a tocar mi puerta de esa manera? -dijo el conde con voz que denotaba su enojo.

- No creo necesitar permiso para visitar a mi primo el conde, cuya salud me interesa demasiado -respondió el marqués de Valle Alegre.

El conde se puso en pie rápidamente, y al hacer el movimiento tiro el servicio de plata, que rodó por el suelo.

- No he querido marcharme de la hacienda -continuó el marques con el desembarazo y la tranquilidad de un hombre resuelto a todo- sin tener una explicación necesaria.

- ¿Me proponéis un desafio? -le interrumpió con altaneria el conde.

- Precisamente un desafio, no. De pronto, pido sólo una explicación, y por ligera y vaga que ella sea, me conformaré.

- Perdonad un movimiento de mi carácter violento -dijo el conde-. Podéis pedir cuanto os venga a la boca, seguro de que no os tocaré el pelo de la ropa.

- Seria dificil -le interrumpió el marqués.

- Sois un insolente, marqués -dijo el conde con una voz como salida de una caverna del infierno, y adelantándose hacia él-, y no os arrojo al suelo a bofetadas, porque ...

- ¡Atrás, miserable! -le contestó el marqués-. Os conozco y no vine desprevenido. Si dais un paso, os traspaso el pecho con este puñal.

- ¡A muerte! -gritó.

- ¡Si, a muerte! -respondió el marqués-. Cuanto más pronto mejor.

Pasaron cuatro dias, durante los cuales permaneció el conde encerrado en su biblioteca escribiendo cartas, desatando legajos y arreglando papeles. El sábado llamó a don Remigio y le dijo:

- Estos negocios del matrimonio de Mariana me han ocasionado, entre tantos disgustos, el de enajenarme la amistad y la consideración de gentes a quienes estimo. Veo -dijo el conde- que apruebas el paso que vaya dar; pero no basta eso, sino que tú mismo lleves las cartas, las entregues en mano propia y añadas de viva voz, en mi nombre, cuanto te parezca conveniente, hasta que esos personajes tan respetables queden enteramente contentos y obtengas una contestación, que me traerás inmediatamente.

Don Remigio pensó en el acto que el conde trataba de quedarse solo para cometer algún acto de violencia con su hija, y dijo:

- Las labores de la hacienda exigen en estos momentos mi presencia en el campo, señor conde; el mayordomo está en cama, y si yo falto, de seguro que se pierden algunos miles de pesos. Es necesario, además, hacer una corrida para separar caballos de cuatro años, pues hay un pedido de México, seguramente para la feria de San Juan de los Lagos.

- Todo esto lo haré yo. Y sabes bien que cuando quiero, soy mejor administrador que tú.

Don Remigio salió de la habitación del conde para disponer sU viaje, sin atreverse a replicar.

Al concluir la cena, y retirados los criados, dijo al marqués:

- Mañana salgo para Durango, el conde ha sido inflexible y me despacha con unas cartas que bien podían ir por el correo. Algún designio tiene y no le conviene que yo esté en la hacienda.

El marqués no tuvo dificultad en prometer a don Remigio cuanto quiso, y por otra parte, pensó que, pues estaba seguro de matar al conde, nada, aunque quisiese, podría hacer en daño de Mariana.

Don Remigio partió, en efecto, a la madrugada.

Concluyendo de almorzar, uno de los criados entregó al marqués una carta del conde.

Primo -le decía-, perdón si os he hecho esperar. He empleado estos días en arreglar mis papeles, en añadir algunas cláusulas a mi testamento y en dejar a Remigio (a quien he alejado por el momento) las instrucciones necesarias para que haga después de mi muerte lo que en ellas digo, entre otras cosas, que recoja en la habitación de Mariana las alhajas que le habéis regalado y os las devuelva, pues el matrimonio no tuvo efecto. Dejo, además, un legado de $50,000 para mis primas, vuestras hermanas. No por esto vayáis a creer que desisto de que arreglemos, por medio de las armas, nuestra querella, ni pretendo daros una satisfacción, ni os daré jamás otra que no sea con la punta de mi espada.

Me encontraréis con la más completa calma, y todo lo arreglaremos como se hace entre nobles y entre caballeros.

Os espero en la biblioteca mañana a las diez en punto.

Os aconsejo que no almorcéis. Estaríais pesado y podria yo mataros con ventaja.

Os saluda vuestro primo,

EL CONDE DEL SAUZ

- ¡Extraña carta! -dijo el marqués cuando la acabó de leer-. Después de la escena de antes no esperaba yo que se condujera así. Este hombre está loco, no hay remedio, y tendré que matarlo, pues si con motivo del legado a favor de mis hermanas esquivo el duelo, lo que bien podría hacer, me llamará cobarde, es capaz de caer sobre mí a bofetadas, cosa indigna y propia de cargadores y gente baja ... Vamos, y Dios dirá lo que ha de ser.

A la mañana siguiente, de acuerdo con lo indicado por el conde en su carta, el marqués se vistió de una manera conveniente para circunstancia, y escribió una carta a don Pedro Martín de Olañeta, por si le cupiese la suerte de ser atravesado por el conde, encargando en un papel a don Remigio que la encaminase a su destino. Colocó todo en un lugar visible de la mesa y, sonando las diez, puso los pies en el umbral de la puerta de las habitaciones del conde.

Recibiólo un criado, que era el cochero José Gordillo.

- Mi amo me ha ordenado que conduzca al señor marqués a la biblioteca -dijo Gordillo, quitándose respetuosamente el Sombrero.

- Ve delante -le respondió el marqués, sacando el reloj de repetición.

- Asi lo esperaba yo -respondió el conde con voz tranquila-. He mandado quitar cuanto podía estorbarnos.

- Todo lo que dispongáis me parece bien, conde, con tal de que cuanto antes empuñemos las armas.

El conde gritó a Gordillo, el que se presentó en el acto.

- El marqués y yo -dijo al cochero- vamos a divertirnos y a ejercitarnos en las armas, mientras se dispone el almuerzo; pero como podría pasar un accidente, te quedarás en la puerta sin mezclarte en nada, vieres lo que vieres, ni hablar una palabra, porque serás muerto en el acto por cualquiera de los dos. Si yo o el marqués, o los dos, por casualidad, caemos heridos de gravedad, ¿lo entiendes?, te limitarás a avisarle al cura, cuya habitación, como sabes, está junto a la capilla, y cuanto te pregunten cualesquiera que sean las personas, te limitarás a responder que, jugando a la espada, nos hemos herido casualmente, lo cual puede muy bien suceder, y no dirás más que la verdad. Colócate en la puerta y no te muevas.

Gordillo se colocó en el marco de la puerta, y se quedó inmóvil y mudo.

El conde y el marqués calzaron el guante, empuñaron bien las largas espadas, se arrojaron una mirada; la del conde, de ira y de odio; la del marqués, de burla y de desprecio, lo que aumentó su enojo, y se desplantó contra su adversario, el que, a su vez, con un quite en cuarta, desvió la espada, que le venia recta y firme al corazón. Los dos, después de este preludio, se pusieron bien en guardia, gallardos, imponentes, dejando ver entre las finas camisas, remangadas y abiertas, sus pechos fuertes, cubiertos de vello, y sus brazos llenos de nervios, gruesos y duros como las cuerdas de un bajo.

Entonces comenzó una lucha verdaderamente romana.

Pasó más de media hora de lucha y las espadas bajaron hasta tierra simultáneamente pues sus puños, ya hormigueándoles, no los podian sostener. Las gotas del sudor corrían por su frente y pecho y apenas podían articular palabra.

- ¿Descansamos diez minutos? -dijo el conde.

- Sea -respondió el marqués.

No pasaron quince minutos sin que el marqués, blandiendo su tizona, y como si fuese a comenzar el combate, saludó al conde y se puso en guardia.

El conde hizo lo mismo, y el combate comenzó con más furia.

En uno de esos lances, los dos se hirieron ligeramente en el brazo, Y la sangre corrió.

- No es nada -dijo el conde-, continuemos.

La sangre corría más y, de improviso, se oyó una exclamación:

- ¡Válgame Dios, soy muerto!

A esta exclamación hidalga del conde respondió un quejido del marqués, que llevó su mano izquierda al costado.

Los dos cayeron en tierra derramando sangre por sus heridas, y abandonando sus manos las manchadas y filosas espadas.

Gordillo salió de su estupor, se acercó de puntillas y se agachó para examinarlos. Cerciorado de que, según él, estaban muertos, se dirigió a las recámaras, abrió las cómodas y las gavetas que él conocla, recogió el dinero en oro y las alhajas del uso diario del conde, salió en seguida, cerró la habitación y se echó la llave a la bolsa: montó el famoso caballo del marqués, tomó dos de los mejores de las caballerizas, y salió, paso a paso, de la hacienda, lo que ninguno de los vaqueros y gente que trabajaba en el campo extrañó, y cuando estuvo ya a cierta distancia, tomó a galope el camino real, resuelto a unirse con la primera partida de bandoleros que encontrase.

Índice de Los bandidos de Río Frío de Manuel PaynoCapítulo anteriorSiguiente capítuloBiblioteca Virtual Antorcha