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SEGUNDA PARTE



CAPÍTULO TRIGÉSIMOPRIMERO



EL DÍA DE LA BODA

Mientras el platero se da trazas a reunir dinero suficiente, escribe a la moreliana, invitándola para que viniese a ver unas alhajas nuevas que había recibido de París (él las había montado con las mejores piezas robadas) y Relumbrón trabajaba día y noche para dar una organización segura y perfecta a los diversos proyectos que había presentado al examen y deliberación de su compadre: tenemos sobrado tiempo para hacer un viaje a las haciendas del Sauz y enterarnos de los acontecimientos que siguieron al frustrado enlace de Mariana con el marqués de Valle Alegre.

Al ademán agresivo del conde se interpuso el obispo, cubriendo con su cuerpo a Mariana, a riesgo de ser traspasado de parte a parte.

- ¡En nombre de Dios, señor conde, conténgase y no cometa un horrible crimen!

El marqués de Valle Alegre, vuelto en si del aturdimiento que le causó la escena, que, a pesar de todo, esperaba, se puso en pie, sacó su espadín y, encarándose con el conde, gritó:

- ¡Eso no, conde, eso no, jamás permitiré que, a pesar de la afrenta que acabo de recibir, asesine usted a su hija en mi presenCia! ¡Atrás o le paso de parte a parte con mi espada!

- ¡El conde ha asesinado a su hija! ¡Venganza, venganza!

Los gritos del practicante, que encontró una buena oportunidad para saciar su encono contra los ricos y contra los títulos de Castilla, se reprodujeron y ocasionaron una reacción repentina en aquella gente sumisa y respetuosa.

Los alegres y pacíficos campamentos formados con motivo de las bOdas, donde se escuchaban las francas risas, los agudos sonidos de las jaranitas y los monótonos cantos populares, se tornaron en un momento en otros tantos focos de rebelión, y la cólera y la insubordinación se apoderaron de esas gentes, excitadas con las vociferaciones del practicante. Éste se aprovechó de la confusión y del desorden y, acompañado siempre de Juan, que se dejaba conducir como un niño, se dirigió a las caballerizas, se apoderó de dos de los mejores caballos que estaban ensillados, y él y Juan montaron, enfilaron la calzada y, ganando los campos, hicieron rumbo al pueblo que habitaba, y adivinando sus pensamientos, le dijo:

- No pienses regresar a la hacienda. Piensa en tu padre, en tu padre que es el mejor de todos los hombres. Nada tenemos que hacer ya. La condesita vive, no se ha casado con el marqués, te ama, y ese amor le dará fuerzas y vida, la volverás a ver.

Al dia siguiente de la llegada al pueblo, alojado y todavía medio oculto en la casa del practicante, Juan cayó en un delirio nervioso que le duró cuatro dias, pero curado y más tranquilo, tomó la resolución de buscar a Baninelli para definir de una manera u otra su situación y presentarse después resueltamente a pedir al conde la mano de su hija, caso de que los acontecimientos que pasasen en la hacienda se lo permitiesen.

Volvamos a la capilla de la hacienda del Sauz. Una parte de la gente salió vociferando detrás del practicante y otra se quedó, entre curiosa y amenazadora, queriendo todos a un tiempo llegar cerca del altar y cerciorarse por sus propios ojos de si Mariana estaba muerta.

El conde y el marqués, que notaron el peligro que corrían de ser atropellados, arrollados y pisoteados por la multitud, se encararon con espada en mano, y desafiaron a la turba irritada y ya deseosa de dar una conclusión trágica y definitiva a estas extrañas y desgraciadas bodas.

- ¡Atrás, canalla! -gritó el conde con una voz de estertor-. El primero que se atreva a dar un paso más, lo traspaso con mi espada.

Y en efecto, blandia furioso el acero, quería saltar la barandilla y comenzar a herir a los que ocupaban la primera fila. El movimiento de avance se suspendió, y al murmullo amenazador sucedió el silencio más completo. Tan preocupados estaban los actores de estas escenas, que no advirtieron la presencia del administrador, el que, aprovechándose del momentáneo silencio, se dirigió a los que formaban el tumulto y les dijo unas cuantas palabras en un tono enérgico a la vez que afectuoso, que calmó los ánimos, y en vez de avanzar, fueron abandonando la capilla, hasta que quedó vacía. Entonces él mismo cerró la puerta, se dirigió al altar, tornó en sus brazos a Mariana (y era lo que más importaba) y la condujo por la sacristia, que se comunicaba con la casa, hasta su alcoba, depositándola en su lecho, y regresando a la capilla.

Sin oponerse los altos personajes a lo que hizo don Remigio, quedaron en silencio y en la actitud que estaban, esperando, sin duda, ser guiados por el que había tenido la influencia necesaria para contener el desorden.

- Señor conde -dijo respetuosamente don Remigio-, le ruego a usía que pase a su habitación. Lo que ha ocurrido es muy terrible, y necesita usla calmarse y reposar.

El conde envainó su larga espada, se volvió hacia el marqués, le echó una de esas miradas que significan sangre y muerte, y con pasos lentos y majestuosos entró a la sacristia, pasó a sus habitaciones.

- La gente se ha insolentado -les dijo don Remigio- y trabajo nos va a costar volverla al orden; lo que van a solicitar es ver a la señora condesita muerta o viva, y ya pensarán sus señorías que eso es por ahora imposible. No dilato.

Y desapareció por la sacristia.

Lo primero que hizo fue dirigirse a las habitaciones del conde. Éste continuaba en su lecho, hundida la cabeza en los almohadones.

De las habitaciones del conde, y arrepintiéndose a medias de lo que entre dientes había murmurado, pasó a las de la condesa. Las camaristas la habían desnudado, colocado en su lecho, y haciéndole respirar vinagre, trataban de volverla en sí.

Don Remigio acercó su oído al pecho de Mariana. Su corazón latía y su respiración, aunque débil, tenia cierta regularidad.

Recomendó el mayor cuidado a las criadas mientras él volvía, y continuó por todos los cuartos y vericuetos de la casa, cerrando puertas y ventanas, bien que todas las que daban a la calle tuviesen gruesas rejas de hierro. En seguida subió a la torre de la capilla, ocultándose entre las columnas y macizos de modo de no ser visto.

El rápido examen que pudo hacer no dejó de ponerlo en cuidado.

Don Remigio descendió y dio parte a los que lo esperaban de lo que había observado desde la torre, añadiendo que creía urgente que, en cualquier sentido se tomase una resolución.

- El deber sagrado de mi alto ministerio -dijo el obispo con una voz solemne- me ordena hacer un sacrificio y exponer mi vida para salvar la de los que viven en esta hacienda.

Y acabando de pronunciar estas palabras, abrió el sagrario sacó una custodia de oro con la santa hostia consagrada, la tomó en sus dos manos, y continuó diciendo con una profunda convicción:

- No se atrevieron a profanar el Santo Sacramento, y si lo hicieren, Dios se encargará de castigarlos, y pagarán muy caro la sangre que derramen. El que quiera y tenga la fe y la confianza en Dios que me anima, que me siga. Los que sean débiles de corazón y no crean que la Providencia protege y vela por los inocentes que se queden y oculten en lo más recóndito de la casa. Don Remigio, abra usted de par en par las puertas de la iglesia.

Y sin esperar respuesta alguna, se adelantó hasta la puerta, que don Remigio trataba de abrir lo más despacio que podia, no confiando mucho en el éxito.

Don Remigio se decidió, abrió las puertas de par en par, y fue el primero que salió al atrio.

El obispo alzó la custodia de oro y bendijo con ella a la multitud turbulenta y gritona, diciendo en voz alta, perceptible y solemne:

- La paz sea con vosotros, hijos mios. Os bendigo en nombre del Padre, del Hijo y del Espiritu Santo, y esta santa bendición alcanzará a vuestros hijos.

Como si un profeta de otros tiempos hubiese hablado, un silencio profundo sucedió al clamoreo insano.

La improvisada procesión se abrió paso entre la multitud compacta y ya respetuosa. El obispo repetía sus exhortaciones de paz, bendecía de nuevo con la custodia, y don Remigio les aseguraba en seguida que la condesita no había muerto, que lo que tenia era un pasajero desmayo; pero luego que se repusiera, saldria al balcón y saludaría a sus queridos labradores en señal de gratitud por el interés que tomaban por ella.

Asi, el santo obispo, triunfante, lleno de gozo, dando fervientes gracias al Todopoderoso, recorrió los campamentos y, cuando regresó a la iglesia, la gente había vuelto a la calma más completa.

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