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SEGUNDA PARTE



CAPÍTULO TRIGÉSIMO



LAS PAREDES OYEN

Meses hacía que Relumbrón no ponía los pies por la Alcaicería. Su compadre estaba muy inquieto, lo había buscado diversas veces en su casa, y ya se decidía a visitar a doña Severa y saber si alguna cosa grave le había pasado cuando el mismo coronel en persona penetró hasta el saloncito que ya conoce el lector.

- De intento -dijo Relumbrón a su comandante tomándole la mano y estrechándosela con afecto- he escogido un domingo, y como quien dice de madrugada, para hablar detenidamente y que nadie nos interrumpa. Si pierde usted, tal vez, la misa de once, oirá dos, y quedará a mano con la Iglesia.

- Tanto tiempo hace que no viene usted a esta casa; me dio tanto gusto verle, que por primera vez en muchos años faltaré a la misa de once, pues que usted lo quiere así.

- No querra ver a usted hasta que el plan de que varias veces le he hablado estuviese poco más o menos organizado; ya lo está en parte, y va usted a saberlo, precedido de una corta explicación a gUisa de sermón o como usted quiera llamarle.

- ¡Compadre! -exclamó el platero levantándose de la silla.

- Lo que usted oye. Siéntese, óigame y no hay necesidad de alarmarse, que todas las medidas están tomadas y se adoptarán otras cuando vaya tomando crédito y vuelo la negociación.

- ¡Pero compadre! ...

- Siéntese usted y cálmese, no hay motivo de alarma. Escuche mis creencias privadas, pues que tiempo es de decírselas. La miad de todos los habitantes del mundo ha nacido para robar a la otra mitad, y esa mitad robada, cuando abre los ojos y reflexiona, se dedica a robar a la mitad que la robó y le quita no sólo lo robado, sino lo que poseía legalmente. Esta es la lucha por la vida. Desde que cualquiera está seguro, segurísimo de la impunidad, se apropia lo que le viene a la mano, y si no fuese así no existirían en nuestro idioma, ni quizá en otros, los refranes tan conocidos: La ocasión hace al ladrón; en arca abierta, el justo peca.

- En parte dice usted la verdad, compadre, pero no en general. No soy absolutamente de la opinión de usted, pero dejemos esa cuestión. ¿A qué conclusión quiere usted venir?

- Creo habérselo dicho a usted bien claro, compadre, sólo que hoy se ha empeñado usted en no entenderme. Se lo explicaré mejor. Usted conoce mi buena posición en la sociedad; las muchas relaciones que tengo con las personas más distinguidas de la ciudad y de los Estados; el respeto que inspira mi casa, gracias a la conducta irreprochable de mi mujer; tengo, además, dinero aunque no siempre lo bastante para mis propensiones al lujo, al brillo y elevación que deseo; pero pase por ahora; con todas estas circunstancias, ¿quién podrá creer en México ni en ninguna parte donde me conozcan que soy capaz de robarme un alfiler, como nadie creerá que usted, compadre, rescata por un pedazo de pan alhajas robadas de gran valor y estimación, y que usted mismo me ha vendido en lo que se le ha dado la gana? Conque ya ve usted que lo primero y esencial, que es la impunidad, está asegurada, y tampoco vaya usted a figurarse que voy a ensillar mi caballo y a lanzarme al camino real a detener las diligencias, ni a salir por las noches puñal en mano a quitar el reloj a los que salen del teatro y se retiran por los rumbos lejanos y mal alumbrados de la ciudad; nada de eso; el robo se hará en grande, con método, con ciencia, con un orden perfecto: si es posible, sin violencias ni atropellos. A los pobres no se les robará, en primer lugar, porque un pobre nada tiene que valga la pena de molestarse, y en segundo, porque eso dará al negocio cierto carácter de popularidad, que destruirá las calumnias e injustas persecuciones de los ricos que sean sabia y regularmente desplumados. Yo seré, pues, el director; pero un dIrector invisible, misterioso, y manos secundarias, que ni me conocerán ni sabrán quién soy, ni dónde vivo, darán aquí y allá los golpes según se les ordene y las circunstancias se presenten, Y así marcharán las cosas en los diversos ramos que abraza este plan.

El compadre, descolorido y presa de un pánico nervioso, se levantaba, se volvía a sentar, abría la boca y sus miradas descarnadas erraban por las paredes del saloncito, experimentando una especie de fascinación al oír el aplomo y seguridad con que su compadre hablaba de la honradez de la raza humana.

Relumbrón, después de un momento de pausa, de encender un habano y de arrojar bocanadas de humo que nublaron el saloncito e hicieron toser al platero, cruzó las piernas, se acomodó bien en el canapé y continuó:

- Parece que la casualidad se ha puesto a mis órdenes, y me ha presentado, y como quien dice, metido dentro de mi casa los principales elementos que necesitaba. Me faltan aún otros, pero va usted a juzgar de los que ya tengo. Me eran indispensables dos fincas situadas a poca distancia del camino real de México a Veracruz, y con ellas un licenciado activo, ambicioso y travieso que hará cuanto yo le diga y mucho más, si logro arreglarle un negocio que hace años trae entre manos dizque para devolver los bienes a un muchacho indígena que dice ser el heredero de Moctezuma II. Poco me importa que esto sea cierto o no. Aprovecharé un rato de buen humor que tenga el presidente, le arrancaré la orden para la posesión de las fincas, y esto me valdrá una buena suma que me ha prometido. Lamparilla, que no es otro el licenciado de quien estoy hablando, lo tendré, como se dice, a rienda. Lo emplearé en la defensa de todos los rateros, pleitistas y borrachines que, con más o menos cartas de recomendación, se conseguirá que los pongan libres, y antes de seis meses Lamparilla será el hombre más popular y querido de esa gente viciosa; yo me serviré de ella por su conducto, sin que él ni sospeche el objeto ni esa gente sepa si existo en la tierra.

El platero, que había salido un poco de su estupor, pudo ya dirigir sus descarriadas miradas a su compadre.

- Me faltaba gente propia para la dirección de las haciendas -continuó diciendo Relumbrón- y la casualidad me la proporcionó. Había visto en Palacio al capitán de rurales que manda la escolta del camino de Puebla, y aun le había prometido interesarme para que el presidente lo recibiese, todo esto sin fijar la atención, porque nada me importaba la seguridad del camino ni la persona del capitán; pero no fue así cuando me encontré con él en el camino. Ya corrían muchas historias sobre este personaje, pero Lamparilla, que lo conocía, me contó su vida y milagros, con lo que tuve bastante para cerciorarme de que era un asesino y un bandido de profesión con cierto talento y maña para haberse impuesto a los vecinos de Chalco y de Texcoco, y alucinando hasta cierto punto a Baninelli que lo recomendó y logró que lo hiciese capitán de rurales, facultándolo para que levantase una compañía en la que como debe usted figurarse, los soldados son tan ladrones y asesinos como él. Pues bien, toda esa gente es ya mia, lo mismo qUe el comandante, que entiende también de agricultura, pues es dueño o arrendatario de un rancho de La Hacienda Blanca y al hacerse cargo de las mías, las labrará bien y se ocupará, sin dar motivo a ninguna sospecha, de las diversas operaciones que yo le encomiende. Le tengo cogido, por su interés propio, guardará secreto y me servirá al pensamiento. Con media palabra mía, el presidente lo mandaría entregar a Baninelli y no viviria dos horas. Para el licenciado Olañeta y para lo que pueda ofrecerse en su juzgado, tengo también cogido medio a medio al marido de Clara su hermana. Este abogado de gran crédito, que pasa por el hombre más estricto y puntilloso de México, no es más que un falsificador. Enamorado perdidamente de Clara, que por carácter es altiva y gastadora como no hay otra, necesitaba echar polvo de oro a los ojos de su novia y de don Pedro Martín, el cual, aunque con repugnancia, consintió después de algunos meses en que se verificase el casamiento. La especie de locura que le ocasionó su pasión por Clara, que lo trataba, como dicen, a la baqueta, no tuvo limites. El capitán de rurales y el marido de Clara harán maravillas bajo mi dirección. Voy a dar a usted cuenta de otro negocio, absolutamente seguro e inagotable como una mina en bonanza, y es una baraja, no sólo maravillosa, sino milagrosa. Todos los suertistas que habrá visto en su vida, no han hecho con las cartas lo que yo he visto hacer con las que puedo decir que son mías. Se ganan cuantos albures se quieran, y en el momento que conviene se pierden los que sean necesarios para alucinar a los puntos y alejar toda sospecha. Si no lo hubiese experimentado, no lo creería. Un negocio también importante -continuó Relumbrón- es la falsificación de moneda. Estableceremos nuestra fábrica en el molino de Perote y usted será el director. Bastante habilidad tiene usted para construir la maquinaria y abrir los troqueles aquí mismo, en la plateria. Las piezas sueltas de fierro las mandará usted hacer, y los troqueles ninguno los hará con más perfección que usted. Se imitarán, mejor dicho, se igualarán aun en sus más insignificantes pormenores, los pesos nuevos de la casa de moneda de Guanajuato, de los cuales vienen muchos cada mes a México con motivo de la bonanza de las minas.

- ¿Y los operarios?

- Lo más fácil, los pillastres que saque de la cárcel Lamparilla, nos servirán a pedir de boca, y él mismo no sabrá para quién trabaja. Se me olvidaba lo mejor: usted tiene que desempeñar un importante papel, y es el indagar la vida y milagros de todos los clientes que tiene su plateria y de cuantas personas pueda.

Relumbrón cansado de hablar y con la garganta seca, tomó de una charola de plata que habia en medio de la mesa una botella de cristal llena de vino añejo regalado por el marqués de Valle Alegre, se sirvió una copa, la bebió hasta la última gota, tronó con placer los labios, se dejó caer en el canapé, como fatigado no precisamente de hablar sino de la grandeza del plan que habia desarrollado ante su compadre.

Hubo como diez minutos de silencio.

El platero, sin poder discutir ni meter baza en la seguida, larga y decisiva conversación de Relumbrón, estaba aturdido y presa de enajenación mental. Tan pronto veía inconvenientes y peligros en cada uno de los proyectos, como admiraba la facilidad y la sencillez de las combinaciones para apropiarse por diversos caminos del bien ajeno.

En resumen, la ambición, más fuerte que la idea moral, triunfó, pero repentinamente se le vino una idea terrible que no habia pasado por su mente en el curso de la conversación y abandonando el cúmulo de pensamientos que se sucedian sin cesar en su cerebro, salió del mutismo en que se había encerrado y con una voz cavernosa exclamó:

- ¿Y el infierno, compadre?

Relumbrón, estupefacto, pues todo lo esperaba menos esta observación, se puso en pie de un salto como si lo hubiese empujado un resorte.

Sobre este tema siguieron discutiendo, pero por más que Relumbrón se esforzó en sus argumentos, no pudo lograr que su compadre le diese una resolución definitiva, y le pidió el plazo de ocho días para resolverse.

- Convenido -le dijo Relumbrón-, pero tiene usted que saber lo más esencial, y es que necesito dinero, mucho dinero.

Ruido de pasos de llaves y de cacerolas dieron fin a la conversación.

- La cocinera ha llegado ya y debemos terminar -dijo el platero.

- Y como que sí -contestó Relumbrón-; no seria malo que usted la llamase para advertirla que hoy almuerzo con usted, y mientras da sus disposiciones para tratarme como a cuerpo de rey, no perderé el tiempo, pues ya debe concebir cuánto tendré qUe trabajar. Antes de las doce estaré de vuelta.

Pero lo más importante de lo que pasó en esa mañana memorable, es que, al salir, la cocinera dejó la puerta abierta, se proponía regresar antes de cinco minutos, como en efecto lo hizo. Subió sin hacer ruido. Se dirigió al salón, lo encontró cerrado, oyó voces espió por el agujero de la llave y vio al platero sentado en el sillón con la cabeza entre sus manos, como si estuviese con una fuerte jaqueca (y la solía padecer), y a Relumbrón, en pie frente a él manoteando y perorando en alta voz, como el que dice un discurso el 16 de septiembre en la Alameda.

La cocinera contenía la respiración y aplicaba alternativamente el ojo y el oído al agujero de la llave, vio lo que pasó y se enteró de la mayor parte de la conversación.

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