Índice de Los bandidos de Río Frío de Manuel PaynoCapítulo anteriorSiguiente capítuloBiblioteca Virtual Antorcha

SEGUNDA PARTE



CAPÍTULO VIGÉSIMONOVENO



EL VIAJE

Puestos de acuerdo Relumbrón y Lamparilla, se encontraron en la casa de diligencias el miércoles de la semana siguiente a la que tuvieron la conferencia de que hemos dado cuenta en el capitulo anterior. Lamparilla llevaba los papeles necesarios para enterarse, aunque fuese a vista de pájaro, de los linderos, y Relumbrón quiso instalar personalmente a la familia alemana en la venta de Rio Frio, y para que de pronto le fuese útil en el viaje, en la covacha del carruaje venían dos cajones que encerraban los útiles, víveres, vinos y conservas más indispensables para un almuerzo improvisado.

Como de costumbre, la diligencia de Veracruz partió a las cuatro de la mañana y caminó sin tropiezo ni accidente hasta que comenzó a encumbrar la montaña. Alli se apareció la escolta. El examen que hizo Relumbrón al sacar la cabeza por la portezuela, y encontrándose con caras siniestras y patibularias, le confirmó en la idea que tenia, por las narraciones de diversas personas que habían hecho el viaje, de que la tal escolta era más bien una temible cuadrilla de bandidos que no honrados militares, guardianes de la ley.

Preguntó a uno de los soldados que galopaban cerca de la portezuela dónde se encontraba el comandante, y le respondió que creía lo encontraria más arriba.

La diligencia continuó lentamente el dificil camino que tenia que hacer hasta el descenso a Río Frio.

- Licenciado -dijo Relumbrón a Lamparilla-, ¿conoce usted personalmente al jefe de escolta?

- Nunca me he encontrado con él, pues en el camino de México a Chalco, que es el que a causa de mis negocios suelo transitar, no hay escolta ninguna y está muy seguro; pero he oido decir maravillas del arrojo de ese oficial, que es el terror de los bandidos de Rio Frio.

- Pues yo si lo conozco a ese comandante que usted cree que es muy famoso y terrible, porque lo he visto varias veces en Palacio; se ha interesado conmigo para que el presidente lo reciba y no he podido conseguirlo, porque le tiene aversión, lo mismo que yo.

Al acabar de subir la cuesta, se divisó un grupo de hombres a caballo. A su cabeza estaba el comandante, que se adelantó a galope a recibir la diligencia e hizo seña al cochero para que se detuviese. Acercóse a la portezuela y reconoció inmediatamente a Relumbrón, que estaba asomado a la ventanilla, lo saludó respetuosamente y se quitó el sombrero; en los demás pasajeros no hizo alto, pero Lamparilla reconoció en el acto, en el comandante de las escoltas del camino de Veracruz, al pasajero a quien había dado hospitalidad Cecilia en su canoa la noche del naufragio.

Lamparilla, temiendo ser a su vez reconocido por Evaristo, volvió la cara a otro lado, se puso a tararear una canción popular y sacó la cabeza por la portezuela del lado opuesto. La diligencia descendió rápidamente la cuesta, y toda la escolta la siguió a carrera abierta hasta que se detuvieron en la puerta de la venta, donde descendieron los pasajeros.

La familia alemana tomó posesión inmediatamente, bajáronse de la covacha los cajones de provisiones, y con el auxilio del fuego y de las figoneras, improvisaron el almuerzo para Relumbrón, su compañero y el comandante de la escolta.

Durante el almuerzo, el comandante y Lamparilla no atravesaron palabra, y se miraban a hurtadillas. Ni a uno ni a otro les quedó duda de que se habían reconocido.

Esta convicción, por lo demás, la tenían los pueblos cercanos Y en la misma capital muchas de las personas que hacían viajes o tenían negocios en la extensa provincia que realmente mandaba Y dominaba Evaristo. Sólo el gobierno no sabia nada y le dispensaba toda su confianza. Como las diligencias estaban ya listas y los cocheros urgían a los viajeros, no hubo tiempo de hablar. Lamparilla apenas saludó al comandante, y Relumbrón le dijo:

- Si usted insiste en que el presidente lo reciba, espéreme en la venta, precisamente dentro de ocho días regresaré a México.

- ¿Pero cómo es posible -dijo Lamparilla a Relumbrón luego que estuvieron solos en el carruaje- que este hombre, que para mí es un temible bandido, goce de tanta fama y haya merecido las consideraciones de las autoridades superiores?

- El mismo juicio formé yo cuando lo examiné un día con detención en el Ministerio de la Guerra.

- Si el coronel Baninelli supiese el pájaro que es, no sólo dejarla de protegerlo, sino que acaso lo fusilaría bajo su responsabilidad. Va usted a oír lo que yo sé de él.

Lamparilla refirió a Relumbrón cuanto sabía acerca de Evaristo, cuanto pensaba de él y cuanto pudo inventar, pues quería aprovechar la ocasión para vengarse, y que el gobierno, informado por una persona tan caracterizada como Relumbrón, no sólo le quitase el mando, sino le formase un consejo de guerra y lo fusilase.

Concluyó su larga narración, diciendo que él apostaría un ojo de la cara a que Evaristo y la escolta eran los mismos bandidos que mucho tiempo estuvieron en posesión de Río Frío.

Relumbrón escuchó con una gran atención cuanto le quiso decir el licenciado, conviniendo en sus apreciaciones, y en esto llegaron a Puebla y se alojaron en la casa de Diligencias.

A la mañana siguiente, muy temprano, montaron a caballo y, seguidos de unos mozos, emprendieron para la hacienda de Arroyo Prieto. Estaba situada en el extenso y hermoso valle de San Martín. Desde el camino real se veían en el horizonte, que limitaba una serranía poco elevada y de color azul oscuro y una torrecita.

Regresaron, pues, contentos, y dos días después se pusieron en camino a caballo para visitar el Molino de Perote.

Relumbrón quedó encantado no sólo de la belleza salvaje y primitiva de la montaña, sino del lugar delicioso que ocupaba el molino, de lo difícil que era su acceso y de lo apartado y escondido que estaba.

Lamparilla rehusó decididamente regresar por la diligencia a México, por no encontrarse con el bandido Evaristo, que (aunque lo disimulaba) le causaba terror, y pensaba que un día u otro tendría que habérselas con él. Alquiló caballos y mozos y tomó el camino por entre los dos volcanes para San Nicolás; de los ranchos descendió a Ameca con el más estricto incógnito, se alojó en el mesón bajo un nombre supuesto y dio sus paseos por las haciendas de Moctezuma III, que ostentaban sus logradas milpas de maíz, sus extensas tablas de cebada y sus gordos ganados en los potreros. Decididamente la suerte favorecía a los Melquíades y la cosecha de ese año los iba a hacer más ricos de lo que ya eran. ¿Qué hacer? ¿Cómo arrancar de manos de esos detentadores, que ya formaban una aristocracia temible en el valle de Ameca, unas fincas tan productivas?

Se dirigió a Chalco, donde tuvo la fortuna de encontrar a Cecilia que, ya más tranquila y sabiendo que Evaristo no se despegaba del camino real de Veracruz, habla ido a dar un vistazo a sus intereses, abandonados durante muchos meses. Abrazó Lamparilla con exagerada emoción de cariño a la frutera, y no retiró sus brazos, que la estrechaban, hasta que no sintió contra su pecho el seno abultado, blando y oloroso de Cecilia.

Lamparilla refirió minuciosamente lo que le había pasado desde su salida de México, asunto que había ocasionado este improvisado viaje y las esperanzas que tenia de triunfar por medio de valimiento de Relumbrón.

Cecilia, nada, ni una palabra le confió de lo que le había pasado con Evaristo, pero si fijó su atención en la gravedad del encuentro con el bandido.

- Lo de las haciendas es muy alegre y muy seductor, señor licenciado -le dijo Cecilia-, pero sabe Dios cuándo será. De seguro que cuando el coronel hable con él, y ya habrá hablado a estas horas, le dirá que usted le ha contado su vida y milagros, y querrá deshacerse del que es dueño de sus secretos. Lo mismo pasa conmigo, y el día menos pensado, quién sabe qué daños nos hará.

Lamparilla, que delante de Cecilia la echaba de valiente y era un león, la tranquilizó.

Cecilia, con las noticias que le había comunicado, quiso salir lo más pronto posible de Chalco, y a la madrugada del día siguiente ya navegaba en pleno canal.

Lamparilla, a las once del mismo día, tocaba la puerta del despacho del licenciado don Pedro Martin de Olañeta.

- ¡Qué idea me ocurre en este momento! Nada tiene que ver con el negocio, que debemos dar por concluido; pero no puedo dejar de aprovechar lo que se llama una oportunidad, y usted me va a servir en esto.

- En cuanto usted ordene -se apresuró a responder Lamparilla.

- Tengo en el convento una muchacha de quien soy tutor, le cuido los pocos bienes que tiene. Desea salir del convento -continuó diciendo y tragando sallva-, y en ninguna parte estará mejor que con doña Severa. Tengo una estrecha amistad con doña Severa, lo mismo que mis hermanas, nos visitamos de cuando en cuando, y Clara concurre a las tertulias de los jueves ... Vaya, no se puede pedir más; pero con todo Y esto, mi carácter no es para molestar a nadie, aun en esas cosas pequeñas; así, usted será el que haga la insinuación, y si agrada, me lo dirá, y, entonces, yo veré a doña Severa ... ¿Usted me entiende?

- Pierda usted cuidado, señor licenciado -le dijo Lamparilla-, bien sencillo es, por cierto, el asunto. Yo hablaré sin pérdida de tiempo a doña Severa.

La religiosa, a cuyo cargo estaba Casilda, era poco más o menos de la misma edad que ella.

La religiosa perdió la salud, se puso pálida, se apagó el brillo de sus ojos, una pesadez en el cuerpo y un tedio profundo le impedían hasta el cumplimiento de sus deberes religiosos, de modo que se quedaba algunos días en su celda, melancólica e inerte, y sin más consuelo que la compañía de Casilda, que en vano se esforzaba en alentarla para que volviese a su vida habitual de trabajo y de devoción. Un mal interior desarrollábase con rapidez. Acaso provenía de la vida sedentaria y, por pudor, no quiso revelarlo al médico, sino cuando no tenía remedio y terminó con su existencia. Casilda la lloró como si hubiese perdido a su madre, y a su vez fue presa de una melancolía tal, que el convento le parecía un sepulcro y no encontraba alivio ni en el trabajo ni en la devoción. No pudiendo ya sobreponerse, como trató de hacerlo, escribió a su protector para que la sacase del claustro.

La presencia de Lamparilla para darle cuenta del resultado de la visita a las haciendas resolvió la cuestión, dos días después Casilda salía del convento y el mismo don Pedro la presentaba a doña Severa, que le hizo la más amable acogida, diciendo que precisamente necesitaba de una bordadora en oro para que acabase de perfeccionar a su hija Amparo.

Lamparilla no cabía en sus pantalones.

Quizá importe al lector saber algo de lo que pasó entre el coronel y el comandante en la memorable conferencia de San Martín. Diremos lo que dijeron en voz alta, aunque en medio de la soledad y debajo de un grupo de árboles, cercano a la casa donde se come el buen pan y la fresca leche, que lo que se confiaron a la oreja sólo Dios lo supo; pero el lector que tenga paciencia de seguir leyendo, lo adivinará por sólo la simple narración de los sucesos.

Después del saludo muy respetuoso de Evaristo, pues inclinó la cabeza y su ancho sombrero tropezó con las raíces de los fresnos Ue sobresalían a flor de tierra, fue el primero que habló:

- Mi coronel -dijo-, tengo miedo de que le haya a usted hecho mala sangre ese licenciado (que tengo que matar un día u otro) que acompañaba a usted, y que sin duda por miedo no ha vuelto en la diligencia.

Relumbrón cambió de humor y se puso a reír.

- No andemos con hipocresías -le dijo-. Ese licenciado que vino conmigo de México nada me ha dicho, yo todo lo sabía, tOdo lo sé; el presidente ya sabe algo, y la primera vez que te vio (Relumbrón tuteaba a Evaristo y le hablaba como si fuera su criado), concibió muy mala idea de ti, y sólo confirmó tu nombramiento de capitán de rurales por no desairar al coronel Baninelli; pero te repito, todo lo sé.

- ¿Todo? -exclamó maquinalmente Evaristo atolondrado y confundido con el tono decisivo con que le hablaba el coronel.

- Sí, todo, todo -le contestó con intención el coronel, aunque no sabía más que una parte-. Todo -volvió a repetirle-. Y como tenía el propósito de hablarte muy claro, tomé mis medidas con mucha anticipación. Mira, mira con cuidado.

Evaristo, que volvió la cara hacia el camino de Puebla, vio un cuerpo de caballería, interpuesto ya entre el grueso de la escolta que mandaba.

- Puedes escoger -le dijo Relumbrón- y te dejo en plena libertad. Piénsalo dos o tres minutos, mientras, enciendo un habano, entre ser fusilado dentro de ocho días, pues te mandaré preso a México con esa tropa de caballería, que se apoderará también de tu escolta, que está compuesta de bandidos, o ser, no mi amigo, yo no tengo amigos de tu clase, pero sí mi subordinado, mí dependiente; no sé el nombre con que te clasificaré; pero en una palabra, obedecerme en todo y por todo, lo mismo que tu gente y tu segundo.

El alma volvió al cuerpo de Evaristo, y cayendo de rodillas, exclamó, quitándose el sombrero y tendiendo la mano al coronel:

- Aquí me tiene usted en cuerpo y alma, mi coronel. Soy suyo hasta la muerte.

Relumbrón retiró la mano y dijo con voz imperiosa:

- Levántate, la caballería se acerca y no está bien que te vean así.

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