Índice de Los bandidos de Río Frío de Manuel PaynoCapítulo anteriorSiguiente capítuloBiblioteca Virtual Antorcha

SEGUNDA PARTE



CAPÍTULO VIGÉSIMOCTAVO



GRANDES PROYECTOS

¡Extrañas aberraciones de la naturaleza humana! Los hombres que de una manera u otra han llegado de la nada a una posición social, si no elevada, al menos visible y cómoda, son los que menos se conforman con ella, y así como los americanos dicen adelante, ellos dicen arriba, y suben; pero de la subida más alta, la caída más lastimosa.

El compadre platero, que era rico, que era un prodigio de habilidad, que era estimado de sus parroquianos y que ganaba con su honrado trabajo lo que quería, y que además, tenia la protección de la moreliana y podla contar con cuanto dinero quisiera, no estaba contento, y decía ¡arriba, arriba!, y compraba alhajas robadas, y protegía a la corredora, y vendía al mismo Relumbrón (su hijo) en mil pesos los diamantes que había comprado en doscientos.

Relumbrón, en cuanto es posible en el mundo, era feliz, con todo y las alternativas en el juego y en los negocios. Con un poco de orden y reflexión, habría logrado sanear una fortuna, si no monstruosa como la de algunos agiotistas que ya contaban millones, si bastante para sostener a su familia con lujo, y aun para sus caprichos y amoríos.

En la intimidad de su familia era aún más feliz, sin merecerlo. ¿Doña Severa sabia las relaciones constantes y casi maritales de Relumbrón con Luisa y con Rafaela? Es de presumir que no, porque su delicadeza de mujer legitima, que lo amaba, no le hubiese permitido sufrir ni mucho menos tolerar con paciencia tamaña afrenta. Sospechaba quizá que su marido tendría devaneos pasajeros; pero como mujer prudente, no quería profundizar, ni se mostraba celosa, ni hacia indagaciones ni escuchaba chismes. Tenia amor y con el amor fe ciega en su marido, y no pensaba turbar la armonía que reinaba en la casa por sólo vanas sospechas. Además, tenia en consideración que su hija, educada a su lado y vigilada constantemente por ella, ignoraba todavía ciertas cosas mundanas, y trataba de que siempre ignorase en lo que verdaderamente consistia una infidelidad conyugal.

El orden y el método reinaban en el interior de la casa, y debido a esto, doña Severa economizaba de lo que recibía para el gasto y aparte de sus bienes propios, que manejaba su marido, tenía en su ropero un repuesto de onzas de oro.

Relumbrón, por su parte, desordenado en su modo de vivir y en sus negocios, con amores permanentes y pasajeros cuando la ocasión se le presentaba, se portaba con su familia como el mejor de los maridos.

Apenas doña Severa manifestaba el menor deseo de cualquier cosa, cuando se apresuraba a darle gusto; jamás la celaba, ni la importunaba, ni se oponía a sus prácticas cristianas, y el único motivo de disgusto que turbaba esa armonía era el juego.

Relumbrón no sólo toleraba sin réplicas los fuertes sermones, sino que llevaba las cosas a la chanza; decía algunas agradables frases a su mujer; le daba su palabra de honor de no volver a jugar más y, dejándola medio contenta, salía de alli mismo a algún encierrito, donde perdía o ganaba cien o doscientas onzas.

A pesar de estas peripecias, Relumbrón era feliz en su hogar doméstico; él mismo lo decía: Soy muy feliz, no merezco a mi mujer, que es una santa, ni a mi linda hija; y sobre todo a nadie tengo que envidiar ni deseo más.

Pero bajo otros aspectos, si tenía mucho que envidiar y que desear, porque estaba poseído de una ambición tan loca, tan desmesurada y, por lo ya dicho de su vida tan sin razón de ser, que constituía realmente una monomanía, una verdadera aberración de la naturaleza humana.

Al meterse dentro de las sábanas y en los pocos momentos que necesita una persona en buena salud para conciliar el sueno, Relumbrón hacia reflexiones, y aunque hubiese ganado en esta noche trescientas onzas y realizado cualquiera de sus negocios, se consideraba desgraciado. Ese dinero no le bastaba; quería ir arriba, siempre arriba.

Se acababa de levantar Relumbrón listo, fresco y contento. La noche anterior había ganado unas cien onzas, cenado con LUisa, tomado café y unas copas con Rafaela; su hija le había dado amorosos besos en la frente, y su compadre el platero regalado un fistol de un bello diamante color de canario. Era feliz, y sin embargo, al estarse rasurando, le vinieron a la cabeza, como una especie de lava ardiente, la serie de pensamientos que acabamos de bOsquejar. Cambió de humor y de semblante, y él mismo lo notó al acabar de arreglar su barba delante del tocador; en esto le avisaron que una persona le buscaba y tenía que hablarle de un negocio urgente. Como había acabado de vestirse, dio orden de que lo introdujesen al despacho. Era el viejo y desengañado jugador que le había propuesto venderle unas barajas compuestas.

- ¿Qué vientos traen a usted por acá, don Moisés?

- Vientos no, mi coronel, sino arranquera. Necesito dinero, y si no le es a usted útil mi baraja, hágame favor ...

- No me acordaba ya de tal baraja. La registré y nada le he encontrado de particular.

- Eso es lo que tiene de bueno, y usted, que es tan vivo, nada le ha encontrado, otros, menos vivos, imposible que den con el secreto, que me ha costado diez años de estudio; pero, ¿en qué quedamos, hacemos negocio o no?

- No digo que no -respondió Relumbrón, que estaba majestuosamente arrellanado en su sillón, mientras el tahúr estaba de pie frente del bufete-, pero necesitaría las pruebas.

- Precisamente porque usted es hombre de empresa y de secreto, me he dirigido a usted antes que a otras personas, y si tiene usted un cuarto de hora desocupado, se convencerá por sus propios ojos del milagro, porque milagro es el descubrimiento hecho por mi, que es, como todos, bien sencillo. El huevo de Colón.

- Bien -dijo Relumbrón-, cierre usted la puerta y diga que nadie nos interrumpa hasta que yo avise.

Don Moisés transmitió al portero la orden, volvió, cerró la puerta con llave, acercó una silla y se instaló frente a Relumbrón.

- Baraje usted como guste, mi coronel -añadió dándole el paquetito.

Relumbrón barajó y volvió las cartas a don Moisés, el que presentó en la mesa un tres de oros y un cinco de copas.

- ¿A cuál va usted?

- A cualquiera, al cinco, un par de pesos, para que no se diga que vamos de va. El juego, cuando no hay interés, fastidia, aunque sea de chanza.

- ¿Quiere usted ganar o perder?

- Ganar -respondió riéndose Relumbrón-, y me dará mucha ~satisfacción ganar, aunque sea dos pesos, al tahúr más viejo de todo México.

- Pues ganará usted -le contestó don Moisés, y comenzó a correr las cartas-. El cinco vino.

- ¡Bah! -exclamó Relumbrón-, casualidad y nada más.

- Como usted quiera, mi coronel; ése es el juego, casualidad y nada más.

Barajó y echó dos cartas en la mesa.

- Seis de espadas y siete de bastos.

- Al siete -dijo Relumbrón sin vacilar, y se apuntó con otros dos pesos.

- Bien, mi coronel, ¿qué quiere usted ahora?

- Perder -contestó Relumbrón.

- Pues va usted a ganar, aunque no quiera.

- Imposible.

- Ya veremos -y corrió de nuevo la baraja.

Relumbrón ganó.

- Ya está satisfecho el deseo de usted de ganar a un viejo jugador que, sin embargo de su trabajo y de su habilidad, está pobre. Pero usted me va a hacer rico. Desde este momento todas las apuestas que usted haga las perderá, cualquiera que sea la carta que escoja.

- Será curioso.

- Y muy curioso, por eso repito que esta baraja vale mucho dinero.

Don Moisés echó sobre la mesa más de diez albures y todos los perdió Relumbrón.

Repitieron de mil maneras las experiencias hasta que, convencido perfectamente Relumbrón, dijo:

- Trato hecho. ¿Cuánto quiere usted por el secreto? No me paro en el precio y pago al contado y en oro.

- El secreto morirá con mi vida -contestó don Moisés.

- ¿Entonces?

- Puedo componer lo mismo que este cuantos paquetes qUiera usted; pero yo he de ser el que talle, pues las barajas en manos de González o de otra persona son como cualquier baraja. En miS manos es otra cosa.

- Bien, está bien, y no deseo otra cosa, sino que usted sea el que talle; pero, ¿qué arreglo haremos?

- Me da usted al contado, como le había dicho, doscientas onzas que necesito para pagar mis deudas y vestir a mi familia, que está desnuda; enseguida, buscaremos una casa en México y otra en San Ángel, para los domingos y días festivos, y pondremos unas partidas de mil onzas, no se necesita más, yo seré el director y socio de usted, que pondrá el dinero. Si quiere usted que figure su nombre, no hay inconveniente; si, al contrario, quiere usted quedarse en la sombra, tampoco lo hay, con tal de que no falte el dinero. Tomaremos buenos talladores y algunas veces a González, el de Panzacola. Si el monte gana con sólo la fortuna, tanto mejor; pero si pierde, entraré a reestablecer el orden y la moral con mi baraja, sin que lo sienta la tierra, bien entendido que muchas veces me dejaré ganar, y que los padres maestros del juego hagan sus tres albures a la dobla para inspirarles confianza, al grado de que prefieran nuestra partida a cualquier otra de las que existen. De las utilidades de toda especie, pagados los gastos de casa Y dependientes, la tercera parte será para mi, mientras viva y trabaje, y el resto para usted, que se obligará también mientras viva y sea tolerado el juego, a mantener por lo menos una partida de mil onzas.

Relumbrón hizo algunas observaciones, pero concluyeron por convenir y se extendió un contrato, que firmaron por duplicado, no haciendo, por supuesto, ni remota mención de las barajas compuestas.

Apenas habia salido Moisés, cuando entró de rondón y sin anunciarse un hombre alto, de espaldas anchas y vestido lujosamente de ranchero.

- ¡Hola Sotero! ¿Qué vientos te traen por acá?, meses hacia que no te veia la cara.

- ¿Qué hacemos este año?

- Lo que todos los años; siéntate, fúmate un buen puro de La Habana y di cuánto necesitas.

- Por ahora unos cuatro mil pesos, y ya por el principio de diciembre, algo más para el viaje y para mis muchachos -contestó Sotero.

- Perfectamente.

Escribió cuatro letras con una tira de papel y se la dio a Sotero.

- Ya sabes, en la plateria de mi compadre tienes a tu disposición cuanto necesites.

Apenas habia salido Sotero, cuando entró el licenciado Lamparilla con dos grandes rollos de papeles envueltos en pañuelos blancos, y que parecia le habian causado gran molestia.

- Coronel -le dijo después de saludarlo y poner los pesados papeles en la mesa-, aqui tiene usted los titulos de las haciendas; tengo plenos poderes del licenciado Olañeta, y puede usted adquirirlas muy baratas y con una corta exhibición; el resto lo entregará usted en plazos; el primero, que será de diez mil pesos, se pagará cuando regrese el marqués de Valle Alegre de la hacienda de su suegro, pues ya sabrá usted que se fue a casar con doña Mariana, la condesa y única heredera.

- Y como no es posible que yo tenga tiempo de leer todos esos papeles, usted me informará y me dará su opinión.

- Eso es lo que precisamente iba a proponer a usted -se apresuró a contestar Lamparilla, y sentándose en el mismo lugar que acababa de dejar el chalán, desató los legajos y comenzó a informar al coronel del precio, extensión de las tierras, productos proyectos para hacerlas producir doble renta, y cuanto más pOdría apetecer Relumbrón para decidirse a formalizar el negocio.

- Pero lo que sí es indispensable es hacer una visita a las fincas, pues deseo conocer exactamente la situación que guardan, y de eso no se forma idea cabal sino con una vista de ojos.

- Cuando usted quiera -dijo Lamparilla-. Hoy mismo sacaré una orden del licenciado Olañeta, y si usted quiere, lo acompañaré.

- Muy buena idea -le interrumpió Relumbrón-. Obtenga usted la orden, y esté listo a principios de la entrante semana.

Lamparilla sonrió, estrechó la mano del coronel y se marchó, cargando debajo del brazo izquierdo sus voluminosos cuadernos.

Relumbrón se frotaba las manos muy contento, soñándose ya dueño de la hacienda del Arroyo Prieto y de Molino de Perote, y se disponía a salir a la calle cuando volvió Lamparilla acompañado de dos hombres de gallarda presencia, bien vestidos a la manera del pueblo decente de México. Eran dos galleros, clientes de Lamparilla. Necesitaban dinero para ir a establecer, desde sus cimientos, una plaza de gallos a la feria de San Juan de los Lagos. En cinco minutos hizo el negocio a terceras partes de utilidades, y Lamparilla quedó encargado de redactar las condiciones.

Índice de Los bandidos de Río Frío de Manuel PaynoCapítulo anteriorSiguiente capítuloBiblioteca Virtual Antorcha