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SEGUNDA PARTE



CAPÍTULO VIGÉSIMOSEPTIMO



ALGO DE LA VIDA ÍNTIMA DE RELUMBRÓN

Durante algún tiempo, Relumbrón fue uno de tantos oficiales del ejército que no llamó la atención del público, y su círculo estaba reducido a tres o cuatro de sus compañeros de colegio, a las relaciones superficiales que le proporcionaba el platero, que era conocido por su habilidad y por las exquisitas piedras y diamantes con las que deslumbraba a sus marchantes. El género de industria que ejercía y lo acreditado del taller de la Alcaicería, que contaba años de existencia, lo ponían en contacto tan pronto con Cecilia, que le compraba sartas de corales, como con el marqués de Valle Alegre, que le mandaba hacer un aderezo de zafiros, o con el prior de Santo Domingo, que exigía para el día solamente de la función de iglesia un juego de candelabros de plata. El influjo que ejercía y las relaciones que en el transcurso del tiempo adquirió con personajes muy elevados, los empleaba todo en favor de su hijo, y se complacía, lo mismo que la moreliana, en guardar el secreto y en ver cómo el fruto de un amor que pasó como fuego fatuo, se desarrollaba, progresaba con asombro y envidia de la mayor parte de los militares, e iba tomando un buen lugar en la sociedad mexicana.

Cuando lograron por estos manejos, en que no entraba por algo, sino por mucho, el dinero, que no escaseaba la propietaria de los ranchos de Los Laureles, que fuese admitido como ayudante del presidente, cambió mucho su posición, y lo que se llama pUblico en mayor o menor número, comenzó con más seriedad a ocuparse de él.

El presidente lo distinguió, lo elevó a un grado superior y le dispensó su confianza, con lo que pudo proporcionarse negocios de esta y de otra naturaleza. Entonces el platero, con el consentimiento de la moreliana, celebró con él una compañía con la más grande reserva y únicamente con la fe de la palabra, para entrar en otra clase de negocios en que él tendría una tercera parte, Relumbrón otra tercera, y la restante para una persona que administraria cuanto dinero fuese necesario, pero que queria ocultar su nombre. No hay que decir que esa persona era la moreliana que, sin necesidad de pedir dinero al albacea de su difunto marido, dedicaba el crecido producto del rancho de Los Laureles al fomento de las empresas de su hijo, que no sabia cuáles eran, ni le importaba ganar o perder, y ni siquiera trataba de indagar las veces que venia a México.

Relumbrón tenia en arrendamiento en la calle de ... una casa habitación alta con dos salas, ocho o diez recámaras y gabinetes azotehuela, una amplia cocina y, en los bajos, local bastante para los coches y caballos; en el fondo, todavia un corral y un jardin; en resumen, un verdadero palacio a la antigua, con mamparas de lienzo, puertas irregulares, pesadas mochetas, ventanas altas y bajas en todas las piezas, con rejas de fierro, pero en el conjunto, aunque no brillante y bien decorado, era muy cómodo y podían vivir dos o tres familias.

Doña Severa, la esposa de Relumbrón, era mayor que él, su figura y sus costumbres guardaban perfecta analogia con su nombre. Era delgada, derecha, muy blanca, con una nariz afilada y grande, boca pequeña y seria, cuyos labios más bien se recogian que no se despegaban para sonreir. Risa franca y abierta jamás la tuvieron, pues siendo de carácter adusto y triste, las carcajadas alegres y francas nunca se oyeron, ni aun cuando era joven, en las habitaciones de doña Severa.

La mirada de sus ojos, de azul oscuro, no era soberbia, ni altanera; pero si severa como su nombre, y cualquier ademán en el hablar o en las acciones de los que tenían trato con ella, lo contenla su mirada, en la que se reflejaba el desagrado.

El casamiento de doña Severa y de Relumbrón fue obra exclusiva del platero y de la moreliana; no precedieron ni citas, ni cartas perfumadas, ni apretones de manos, ni besos furtivos y ardientes. Relumbrón visitó la casa de doña Severa un par de meses, lo que era bastante para tratarse, nunca pasó de darle la mano al despedirse y menos le habló de amores; la conversación era más bien de funciones religiosas que de otra cosa, pues los dos estaban entendidos, si después de tratarse confrontaban, se casarían. Confrontaron, y doña Severa se casó, porque desde que le presentaron a Relumbrón concibió, como si fuera Julieta de diez y seis años, un violento amor por él; pero se guardó muy bien de confesarlo, ni siquiera de demostrarlo, y tuvo la fuerza de voluntad bastante para aparecer ante él más severa de lo que era.

Relumbrón se casó porque le gustó la novia, y en efecto, la compostura y severidad de Severa con su fino cabello negro, su dentadura completa y sus carnes todavía frescas y blancas, tenia quizá más atractivo para los hombres que los labios pintados, las muecas y risas forzadas de una coqueta.

Para establecerse sólidamente en la sociedad, necesitaba Relumbrón una familia. ¿Qué mejor medio podla escoger que casarse con una persona que no tenia más defectos que su modesto y regular modo de vivir, observando su religión y cumpliendo con sus deberes de mujer de casa y de excelente madre?

Porque a poco más de un año de casada, nació su hija, que llevó a bautizar el platero a la parroquia del Sagrario, y a la que se puso el nombre de María Amparo. He aquí por qué Santitos era padre y compadre de Relumbrón.

Desde tiempos en que la moreliana rica hacía sus visitas a la capital, hasta los acontecimientos que referimos, habían pasado algunos años. El maestro platero no era ni sombra del guapo oficial que escuchó en la glorieta de la Alameda la intempestiva declaración de amor de la señora de Los Laureles.

Se había vuelto devoto con exageración, así como hipócrita, misterioso y reservado, aun para las cosas más insignificantes, a la vez que se había desarrollado en él una avaricia y un deseo de acumular oro y piedras preciosas que no podia resistir. Tenia en éstas y en oro más de cien mil pesos, sin contar con lo que le producía su trabajo diario y los negocios de Relumbrón; de modo que aunque éste perdiese la camisa, nada le importaba, y sin embargo, quería tener y guardar más y más. Por esta tonta pasión, había prescindido de sus escrúpulos cristianos y formándose una moral especial, comprando piedras y alhajas robadas.

Los años no habían pasado para la moreliana. Con todos sus dientes, sin una cana, un poco más gruesa, pero fresca, amable, simpática como el primer día que vino a la platería de la Alcaicería a comprar los milagros y las saias de perlas.

Era Amparo el encanto de la madre, que había puesto sus cinco sentidos en educarla, y también el encanto de Relumbrón, que nunca se había ocupado de ella, pero que la quería entrañablemente; y ese amor era el único punto luminoso en el corazón oscuro de este hombre, absorbido en el juego, en los negocios, en la sed insaciable de guardar dinero, mucho dinero, pues nunca bastaba.

El gran salón era el que reunía invariablemente los jueves a familia y a los amigos.

La familia de la casa de enfrente era la más puntual. La señora y dos jóvenes de 16 y 20 años, y el esposo de más de cincuenta ejerciendo con provecho su profesión de abogado. Acostumbraban tomar los jueves chocolate, y doña Severa o Amparo, después de los cariñosos saludos de costumbre, los conducían al comedor donde todo estaba dispuesto. En seguida, otra familia de San Cosme, compuesta de tres señoras ya de cierta edad, propietarias y doncellas viejas; después esta y otra persona, de modo que antes de las nueve, el salón estaba lleno, y parte de las recámaras y el comedor con la concurrencia más rara, heterogénea que pueda imaginarse.

Doña Severa, por su parte, convidaba a sus amigas y conocidas, y Relumbrón, por la suya, a personas de tan diverso carácter y categorla, que resultaba una mezcla rara que representaba las distintas escalas de la sociedad mexicana, sin descender muy bajo. Eran, por ejemplo, un escribano, un capitán o teniente, un senador, un diputado o director de rentas, un magistrado, un médico, un minero, un comerciante y un usurero.

Relumbrón conocla a todo México y todo México le conocla a él; así, cada jueves, además de los tertulianos antiguos, se solían ver caras nuevas en el salón, y no era esto por llenar su casa sino porque en la serie de negocios que emprendla en la vida que llevaba, un día u otro podría necesitar un servicio, y nunca estaba por demás el atender sus relaciones para desarrollar el grande plan que durante tres años turbaba su cabeza y era la obsesión constante que lo molestaba y lo tenia inquieto y pensativo.

Clara, la hermana de don Pedro Martín de Olañeta, y su mando, el licenciado, no faltaban los jueves, a no ser que alguno estuviese enfermo; las otras dos hermanas visitaban a doña Severa de día, porque su vida metódica no les permitia estar fuera de su casa pasadas las nueve de la noche; don Pedro Martín, a quien no se cansó de invitar Relumbrón, fue una o dos noches, jugó dos manos de tresillos y no volvió.

Bedolla y Lamparilla no faltaban, y el primero se daba una importancia tal que le huían los jóvenes en cuanto lo veían; y si alguno caía en sus manos, ya tenia para toda la noche, pues gustaba mucho a nuestro licenciado contar anécdotas de su tierra, referir riquezas que tenía su familia, que fue arruinada por los insurgentes, y la influencia que había adquirido él, quizá por este motivo, la cual no dejaba de poner a disposición de los tertulianos con quienes entraba en conversación.

Don Lorenzo Elizaga, no sólo pianista famoso sino compositor distinguido que, exagerando por un espíritu de patriotismo, le llamaban el Rossini mexicano, no faltaba nunca. Era el maestro de Amparo, la que había hecho progresos tales que, con justo motivo, pasaba por una celebridad.

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