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SEGUNDA PARTE



CAPÍTULO VIGÉSIMOSEXTO



AMOR CASUAL

El compadre platero había tenido sus veinte anos, ¿quién que ha llegado a cuarenta o cincuenta no los ha tenido? Lo que quiero dar a entender con esto, es que a los diez y nueve, a los veinte y aun a los treinta años, Santos Aguirre era derecho, bien conformado, con ojos insinuantes y ascivos, con una abundante cabellera negra, la que con sólo lavarse con agua natural se le rizaba, y metiéndose la mano en lugar del peine, se formaban aquí y allá rizos graciosos que le caían bien por la frente y hacian a su fisonomia muy simpática. A los veinte años era ya un oficial, y un hábil oficial que su maestro distingufa mucho; le confiaba las obras más delicadas y las comisiones en que se trataba de enseñar piedras preciosas, de cobrar cuentas de valor, de comprar plata y oro en la Casa de Moneda, de acompañar a las señoras a otras platerías o almacenes cuando no encontraban en la del patrón las alhajas o efectos que deseaban.

Al taller de la Alcaicería venía, de tiempo en tiempo, una señora rica del Estado de Michoacán, la señora habitaba indistintamente en uno u otro de los ranchos, pues cada uno de ellos tenia una cómoda y bonita casa.

Por lo menos dos veces al año venia a México, y su primera visita era a la platería de la Alcaicería.

Como en los primeros viajes no era muy práctica en las calles de la ciudad, rogaba al patrón que alguno la acompañara, y Santos, como oficial de más confianza, era escogido, y así pasaban largas horas en la calle y en los almacenes, y si por casualidad se quedaba la señora el domingo, iban por la tarde al Teatro Principal. El maestro sabia que era una viuda rica, y no tenia inconveniente en fiarle quinientos y mil pesos y aun darle dinero cuando le faltaba para otras compras.

El aspecto de esta señora, que no tendría treinta años de edad, era, sin ser bonita, de lo más agradable. Una boca fresca y con luz, pues cuando se abría para reír, y reía frescamente, enseñaba la garganta, iluminando no sólo las encías, sino todo el aparado húmedo, de esa carne fofa y rosada por donde pasa el espumoso champaña y las tiernas pechugas de gallina, y que absorbe también los besos ardientes del amor. Sus ojos grandes y color de aceituna tenían una expresión tranquila, y el conjunto de su semblante revelaba un alma buena y sencilla. El gracioso acento moreliano o el dejo, como se le llama en la capital al hablar de los provincianos, añadía mucho a la gracia de su boca y al sonido de su voz.

No había dejado de llamar la atención de Santos la naturalidad la gracia y la sencillez de esta mujer, pero no se había atrevido a decirle, salvo algunos cumplimientos. nada de formal, en primer lugar, por no disgustar a su patrón si lo llegaba a saber, y en segundo, porque su humilde posición de oficial de una platería lo alejaba de una mujer seguramente rica y de familia distinguida de Pátzcuaro; así es que pasaron los meses y meses sin que las relaciones avanzaran del punto que hemos indicado; es decir, un compañero atento que guiaba en la capital a la señora rica en las compras y asuntos que se ofrecían en guardarle a ocasiones dinero, efectos y alhajas, empaquetarlos y llevárselos hasta el mesón de Balvanera. de donde salía cada semana un coche a Morelia.

En uno de los viajes. la señora de Los Laureles; como la llamaban en la platería, tuvo ganas de pasear por la Alameda. De repente con la mayor naturalidad y sencillez, dijo la señora de Los Laureles a Santos Aguirre:

- Vea usted qué idea tan rara. Me casaría con usted de buena gana.

Santos no se sorprendió y creyó que era una broma. La señora se lo conoció en el semblante.

- De veras -continuó diciéndole-. No es chanza. Usted es un buen muchacho, muy hábil en su oficio, y las alhajas de plata y de oro que usted hace no tienen igual en México.

Santos se rió a carcajada tendida.

- Hace usted bien en burlarse de mí, por haber sido tan franca y haberle dicho lo que sentía. Pero todo es inútil; soy viuda y libre, completamente libre; no quiero a nadie, ni me gustan los hombres, pero me puedo casar.

- No me he reído por hacer burla a una señora que tanto favorece a mi maestro y a mí, sino porque me he figurado que me quiere usted volver loco, y vale más reír que no tomar a lo serio las cosas. ¿Ni cómo usted, tan rica, se había de casar con un oficial de platería que no gana más que un par de pesos diarios? Tendré reunidos unos trescientos pesos, y eso es todo mi capital.

- ¡Rica! -interrumpió la moreliana-. Sí, muy rica en verdad, y por eso precisamente no me puedo casar, ya se lo explicaré otra vez.

La moreliana se levantó, y ambos se dirigieron al Montepío hablando de cosas indiferentes y como si nada hubiese pasado.

El resultado de conversaciones como la que acabamos de referir vino a ponerse de manifiesto tiempo después, cuando volvió, como de costumbre, a hacer sus compras.

- Es la ocasión -dijo la moreliana- de que te explique ahora por qué no me puedo casar contigo. Desde la primera conversación que tuvimos hace años, en este mismo sitio y sentados en esta misma banca, concebí, no un capricho, sino un cariño tan grande por ti, que no podía olvidarte por más que quería. Los días se me hacian muy largos, las semanas, años, y con gran gusto de tu maestro, mis viajes eran más frecuentes. Mañana desapareceré por dos meses, y nadie sabrá dónde los pasaré. Vas a saber por qué. Mis padres me casaron muy joven, casi niña, con un señor riqursimo que tenía muy bien sus sesenta años. Al cabo de cuatro años de casada murió mi padre, y fue tan grande la pesadumbre de mi madre, que a los tres meses lo siguió, seguramente al cielo, pues los dos eran cristianos. Cuando esto sucedió, senti el peso del matrimonio, y mi marido, que había sido, si no bueno, así, así, se volvió imprudente, regañón y además enfermo, ya de un brazo, ya de una pierna, ya de la cabeza, de modo que me pasaba los días y las noches curándolo y vendándolo. Cada semana venía el médico de Pátzcuaro y le ordenaba tanta medicina, que el criado iba en seguida a la botica, volvía con una canasta llena de ungüentos, de botellas de todos tamaños y con cajitas de píldoras de tOdos colores. Duró dos años esta fatiga, y estaba yo lo que se llama aburrida; pero lo disimulaba, tanto porque mi carácter es tOlerante, como porque pensaba que no podía hacer otra cosa. Cuando mi pobre marido se vio ya muy grave de una enfermedad que ni él ni el médico conocieron, me llamó a su cabecera, me rOdeó el cuello con el único brazo que podía mover, se puso a llorar como un niño, me pidió perdón y me dijo: Te dejo mis ranchos de Los Laureles y mis demás bienes, pues no tengo herederos forzosos; pero con una condición que tú sabrás a su tiempo. Tengo hecho a toda forma mi testamento de Pátzcuaro, y te lo vendrán a notificar nueve días después de mi muerte.

- Aún no me has dicho todavía la causa por qué no te puedes casar -dijo el oficial de platero, no pudiendo recobrarse del asombro que le causaba el extraño carácter de esta mujer, a la que cada día iba queriendo más, habiendo comenzado por amores pasajeros que, desgraciada o afortunadamente, tuvieron consecuencias más serias.

- Es verdad, no te he dicho la causa por qué nunca podré ser tu mujer, y por eso debí haber comenzado. La cláusula del testamento que me leyó el escribano parece que la tengo impresa en el cerebro y no le falta ni un punto ni una coma. Te la voy a decir: Hago mi testamento en mi sano y entero juicio, y como hasta este momento mi esposa doña ... ha sido muy fiel y, además, atenta y cuidadosa conmigo, como si hubiese sido mi hija, la instituyo mi heredera de los ranchos de Los Laureles, donde deseo que viva retirada el resto de su vida, y no teniendo herederos forzosos, la instituyo también heredera de mis demás bienes, cuyo inventario está en poder de mi albacea, pero con la condición de que no se volverá a casar. Si alguna vez se casare, no importa el marido que escoja, aunque fuese un rey, o si tuviese sin casarse un hijo, o hiciere mala vida en el rancho o en otra parte cualquiera, perderá el derecho a todos mis bienes, que pasarán a los que pretenden ser mis herederos, cuya lista está igualmente en poder de mi albacea. Llegando ese caso, conservará únicamente en Los Laureles el rancho donde nació, y una pensión de cincuenta pesos mensuales, que le será administrada por mi albacea. Ya ves que larga como es esta cláusula, la sé de memoria. Aquí en México existe una familia que fue muy amiga de mis padres. Vive cómodamente con una pensión que le doy cada mes, y primero les arrancarán la vida que vender cualquiera de mis secretos. Las criadas me conocen con un nombre supuesto y paso a ser vecina de Toluca. Es en esa casa donde he habitado las cortas temporadas de mis viajes, y es en esa casa también donde daré a luz el fruto del único amor que he tenido en mi vida. Di a tu maestro que partí para el rancho de Los Laureles, y que a mi regreso, dentro de dos meses, le pagaré los doscientos pesos que le resto, según su cuenta con la que estoy conforme.

La moreliana y Santos, después de esta conversación, no se volvieron a ver, sino dos meses y ocho días después, en que recibió la carta prometida y ocurrió a la cita en la casa de que se ha hablado. Alli encontró un niño sano y robusto que prometia, cuando se desarrollara y acabase de respirar bien el aire del mundo, ser un primor de gracia y de hermosura. La madre había partido a su rancho, visitando de paso en Morelia a su protector don Cayetano Gómez, el cual se manifestaba cada vez más satisfecho de la conducta hasta ejemplar que observaba la que él decia que era como una de sus hijas.

Las relaciones entre Santos y la moreliana cesaron con el nacimiento del niño. El afortunado niño se crió sano y guapo entre esa familia, que se componía de una viuda y dos niñas casaderas, abrigando este personal con las canas de un tío que dormía catorce horas, empleando el resto en comer y rezar en la iglesia de Santa Teresa.

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