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SEGUNDA PARTE



CAPÍTULO VIGÉSIMOQUINTO



CAPRICHOS DE LA FORTUNA (CONTINÚA)

Tales eran los compromisos y el enredo de los negocios de Relumbrón, que el producto de la ganancia del domingo desapareció en momentos de sus manos.

Resolvió, pues, para llenar nuevos compromisos y pagar letras que se vencían próximamente, hacer una nueva campaña en Panzacola.

Durante una hora fue presa de una cruel vacilación, pues tan pronto salía de la casa para montar en el carruaje que estaba todavia en la puerta y regresar a México, como volvía a entrar para esperar, leyendo periódicos o cualquier cosa, la hora de la talla en Panzacola.

Resolvióse, pues, al peligroso viaje a Panzacola: mandó hacer un almuerzo ligero a su cocinera, que se lo sirvió debajo de los manzanos del jardín, y a la hora oportuna la emprendió para Panzacola, a donde llegó estrepitosamente, penetrando su carruaje hasta en medio del patio. El contratista y González, que iba ya a sentarse delante de su carpeta verde, lo recibieron bien, pero con una especie de temor y de esperanza que no trataron de disimular.

Relumbrón comenzó a jugar, pero le faltaba el aplomo, el plan, la resolución que tuvo cuando ganó. Se propuso jugar como le gustaba a Moctezuma, puso veinte onzas al rey y ganó. González barajó más tiempo de lo ordinario, y salió una sota y un dos. Relumbrón arrimó las cuarenta onzas a la sota.

Barajó, pues, González, con el mayor cuidado, como queriendo evitar que saliesen figuras; pero imposible, echó a la carpeta otra Vez una sota contra un siete. Los puntos se quedaron mirando unos a otros. ¿Cómo era posible que repitiera la sota? Esperaron que se apuntara Relumbrón, el cual, sin vacilar, puso con mucha calma, y en orden, cuatro montones de a veinte onzas en los pies de la valiente sota de espadas, que parece lo miró con unos ojos alegres.

- Vamos a ver lo que sucede por ir contra la corriente.

Carta y carta, y nada ... Por fin, para calmar la ansiedad de los que se ahogaban, vino la sota vieja, honda, muy honda.

González tuvo un momento de despecho y tiró un poco fuerte la baraja sobre la mesa; pero después la tomó sonriendo, para disimular, y comenzó a separarla y alejar las figuras unas de otras.

- Corre -dijo y cayeron sobre la mesa un caballo de oros y un as de copas.

Relumbrón, sin vacilar, puso sus ciento sesenta onzas al caballo: los puntos, sin vacilar tampoco, arrimaron su dinero, y el caballero desapareció cubierto de oro, y el punto que estaba de pie, dijo echando sus cuatro onzas al as:

- Contra la corriente siempre.

El caballo vino a las tres cartas. A pesar de la decencia, calma y moderación ejemplar con que se juega en las partidas de gran tono, un murmullo más estrepitoso que de costumbre se dejó oir hasta el patio y la calzada.

- Va a dar la hora, y en cuanto suene el reloj, levanto el monte y me retiro -dijo González.

Con esta amenaza los puntos se dieron prisa, contaron y arreglaron en las manos su dinero e hicieron sus apuestas.

El seis de oros se cubrió de monedas, pues en lo general se decidieron todos a seguir la suerte de Relumbrón. Era una corazonada, y fuera de esta superstición de jugadores, que casi nunca se realiza, la repetición de la sota tantas veces gananciosa era de todo punto imposible.

- ¿Me daria usted cien onzas más de caja? -dijo el singular personaje que apostaba contra Relumbrón.

González hizo con la cabeza un signo afirmativo; sacó de nuevo su papel e hizo su apunte.

- A la sota si me hace usted favor, señor González.

Resultó en definitiva que la sota tenia únicamente las cuatrocientas onzas de la persona que apostaba contra la corriente, y que el seis de oros estaba tapado con las onzas, que en total representaban cerca de cuarenta mil pesos. Jamás se había visto en Panzacola una lucha tan terrible.

González, antes de voltear la baraja que tenia en sus manos y enseñar la puerta, recorrió con la mirada la concurrencia y la carpeta, y dijo con cierta solemnidad:

- El monte paga con lo que tiene en la mesa -un murmullo de desaprobación se escuchó, pero Relumbrón no lo dejó continuar.

- Yo pago lo que le falte al monte y juegan por mi cuenta las cuatrocientas onzas que la sota tiene encima.

- Juegan -dijo González, y como el individuo que las apostó nO hizo ninguna observación, González dijo:

- Corre -contestó un gurrupié.

Un silencio solemne reinó, y González comenzó a correr tupidito, dejando ver solamente el borde de las cartas.

González siguió corriendo las cartas muy despacito.

A las pocas cartas apareció la sota de oros.

Relumbrón se dio una palmada en la frente, que le quedó tan enmarcada como si hubiese puesto un sinapismo; los demás puntos, en su mayoría, hicieron un esfuerzo para contenerse, pero no dejaron de increpar a Relumbrón que consideraron como la causa de su ruina, por haberse cambiado al seis.

El desconocido personaje, que era un rico propietario de San Luis, que había venido a dar un paseo a la capital y estaba recomendado por la casa de Amoategui al propietario de Panzacola dijo:

- Borre usted la caja, señor González, y hágame favor de mandar mañana a don Pedro las cuatrocientas onzas que me pertenecen.

El reloj apuntaba la hora en que debía terminar la talla. González y sus ayudantes recogieron el oro de que estaba llena la mesa y se levantaron.

Relumbrón perdió lo que llevaba, que era mucho, lo que había ganado y las cuatrocientas onzas que tuvo que pagar al propietario de San Luis, que fue el que lo desconcertó y al que echaba la culpa de su mala fortuna en el último albur.

El propietario de Panzacola y González, que por el contrario estaban muy contentos, lo convidaron a comer en el comedor privado y le instaron para que se quedara a la talla de la tarde y de la noche, y como él trataba de desquitarse, fácilmente consintió.

Comió de todo y mucho con excitación, y regando los platos con copas, una tras otra, de diversos vinos. Entre una y otra conversación, versando todas sobre los caprichos del juego y el riesgo que corre un monte cuando a fortuna favorece a un punto atrevido y que sabe jugar, Relumbrón dijo a González:

- ¿Cuánto debo a la caja?

- No gran cosa, ya se hará la liquidación esta noche y mañana nos veremos en su casa a eso del mediodía; pero no se preocupe por eso, pues no sabemos lo que pasará esta tarde.

- Pase lo que pasare, ya sabe usted, González -le contestó Relumbrón-, que soy muy exacto en mis pagos, y en este momento no tengo bastante dinero en oro para pagar la liquidación. Vamos a hacer una cosa si le parece.

- Lo que usted quiera -interrumpió el propietario de Panzacola-; lo que tengo está a su disposición, y cuidado que no falta oro debido a la corazonada de usted.

Relumbrón se mordió los labios y contestó con amabilidad:

- Gracias, pero me gusta jugar con libertad. Tengo casas, fincas de campo, valores y alhajas. Vamos fijando valor a cada casa y una vez de acuerdo, me darán caja hasta el precio que se convenga. Si pierdo y no puedo pagar a las veinticuatro horas en oro, cubriré la liquidación con las fincas, y mandaré en el acto tirar la escritura a favor de quien se me diga. Si gano, nada hay que hacer.

En vano quiso Relumbrón recobrar la tranquilidad y conciliar un rato de sueño en aquella fresca alcoba.

AsI, se reclinó, ya en la cama, ya en un sofá, se levantó, se volvió a sentar, se paseó de uno a otro lado, se asomó a las ventanas para recibir el aire fresco; nada, imposible de calmar este ardor febril, y en tal estado lo vino a encontrar el propietario de Panzacola, que lo tomó del brazo, como su viejo y querido amigo, y lo condujo al salón de tapiz verde, sentándolo en el mejor lugar.

Relumbrón estaba loco, tonto, imbécil; corrido de mundo, jugador viejo, hombre de sangre fria y expedientes, jamás le había sucedido cosa igual. Decididamente el propietario de San Luis, con sus apuestas en contra de la corriente, le había echado un sortilegio fatal; no se reconocía, y los puntos, los gurrupiés, González y el propietario, que no cesaba de rondar la mesa, se le convertían en figuras ridlculas o feroces que no le quitaban los ojos de encima y le hacían perder el juicio. Tentado estuvo a retirarse y regresar a México con la fresca de la tarde; pero el deseo de desqUitarse lo tuvo clavado en la silla. Ya hemos descrito las escenas de juego. Ninguna cosa particular hubo en esta última talla. Relumbrón jugó con suerte varia, pero al último apretón, al sonar la hora, había perdido casas, haciendas y hasta los botones de brillantes de su camisa.

Ya entrada la noche, regresó en su carruaje a México.

El lunes, Relumbrón se levantó tarde, con la cabeza pesada, los ojos inyectados de sangre, los miembros todos de su cuerpo doliéndole como si le hubieran dado una paliza.

- ¡Valor, valor y audacia! -dijo sacando con trabajo las piernas de entre las sábanas. ¡Vaya una aventura! Jamás me habla sucedido. Soy un verdadero bruto y me fui de bruces, como si hubiera acabado de salir de la Escuela de Ingenieros. No hay que vacilar. Hacer frente a la situación Y desafiar la fortuna, o matarse. Por ahora prefiero lo primero; bien mirado, me alegro de lo que me ha sucedido, porque me ha quitado toda especie de escrúpulos, ya no vacilo y estoy resuelto a llevar adelante mi vastisimo plan.

Encontró a su compadre más aliviado de un catarro y en momentos de bajar a la platerla para concluir la famosa custodia que le habla encomendado la Archicofradía del Rosario.

- Un momento, compadre, ya tendrá usted tiempo de trabajar. Siéntese, que tenemos que hablar muy detenidamente. Estamos arruinados -continuó-, no tenemos nada, ni para el gasto de la casa. He preferido hablarle con franqueza. Conociendo que es hombre cristiano, soportará el golpe y se conformará con la voluntad de Dios, me ayudará con todos sus recursos para que ganemos, no sólo lo perdido, sino mucho más y de una manera fija y permanente.

- Pero, ¿qué hacer, compadre? -exclamó el platero, que no había fijado su atención en el último razonamiento de Relumbrón.

- En primer lugar pagar y liquidar antes de las siete de la tarde. Aquí tiene usted todas mis alhajas, creo que usted mismo las ha valuado en treinta mil pesos. Necesito sobre dieciséis mil pesos para pagar la caja, dar mil pesos a mi mujer para su novenario a no sé qué virgen y otros mil para un aderezo que tengo que comprar hoy ... Ya sabe usted: compromisos de honor que nunca faltan. Busque usted, pues, a la corredora, y que vaya al montepío; añada usted algunas piedras que tiene en el misterioso cajoncito, o dinero si tiene usted, el caso es salir de los compromisos urgentes.

- La corredora no debe tardar -dijo el compadre, tomando la cajita de manos de Relumbrón.

- Pues viene como de molde. He citado a González para las dos de la tarde para que liquidemos. Bien, compadre, tendrá usted el dinero ...

- ¿Y después? -preguntó el platero con desconsuelo, desviando suavemente los brazos de Relumbrón, que rodeaban su cUello.

- Después -contestó éste muy contento- voy a comprar haciendas y fincas, pues que he vendido las que tenia.

- ¿Con qué dinero? -preguntó el platero-. El que tengo apenas bastará para tantos compromisos.

- No se necesita por ahora sino muy poco dinero; bastará la audacia y el modo ... que con modo se consigue hasta el cielo.

Relumbrón, muy contento y formándose un mundo de oro en su cabeza, fue al montepío, compró en mil pesos el aderezo codiciado y lo llevó a Luisa, sin entretenerse en muchas ternezas, pues tenía los minutos contados para concluir sus negocios antes del anochecer. De la casa de Luisa fue a la del marido de Clara a pedirle una recomendación, que obtuvo en el acto, y siguió a la casa del licenciado Olañeta, el que se excusó de intervenir en negocio alguno mientras desempeñase el cargo de juez; pero lo dirigió con una buena recomendación al licenciado Lamparilla, a quien, como hemos dicho, encomendaba varios negocios cuando él mismo no podía ocuparse de ellos. A las dos de la tarde González había recibido el importe de la caja, y el escribano Orihuela estaba ya encargado de tirar las escrituras de las haciendas y casas a favor de la persona que designara el propietario de Panzacola.

Relumbrón entregó sin sentimiento, sin emoción, sus valores y su dinero. Estaba seguro que dentro de pocas semanas los volvería a adquirir en un albur o de cualquier otra manera; pero quedó como si le hubiesen quitado una piedra que le pesaba en el pecho, cuando hubo pagado la caja.

Relumbrón, muy jovial, entró a las habitaciones de su mujer y le entregó mil pesos en oro para que, a su antojo, los distribuyera en los gastos del novenario.

Doña Severa era enemiga del juego, y por esa causa había tenido graves y frecuentes disgustos con Relumbrón; pero convencida de que era incorregible, se había propuesto no decirle ni una palabra; sin embargo, como no pudo dejar de saber por las visitas que recibía y por los criados las campañas de su marido en Panzacola, se limitó a preguntar secamente al recibir el oro y colocarlo metódicamente en su costurero:

- Por fin, ¿has perdido o ganado?

- A mano así, así poco más o menos, así -contestó con indiferencia.

- Entonces, ¿este oro?

- Ya lo sabes, eso es aparte. Nunca toco tu dinero, que está en poder de mi compadre. A él pedi ayer los mil pesos, y él mismo me los trajo temprano.

- Bien está -y desvió la cara cuando Relumbrón quiso darle un beso en la mejilla.

- Te daré gusto -le dijo el marido con mucha amabilidad- te prometo no jugar más ni en Panzacola ni en México. Voy a dar otro giro a mis negocios. Fincas de campo, es lo mejor, ya verás qué magnificas haciendas voy a comprar, si me admiten en cambio las casas de la calle del Esclavo, que apenas dan doscientos al mes.

- Dios te oiga y te haga bueno -dijo sencillamente doña Severa; cerró su costurero, se puso en pie, besó en la frente a su marido, más con el cariño tierno de una madre que con el entusiasmo de la mujer que llevaba años casada.

Relumbrón, que no queria prolongar más la conversación, se dio por satisfecho de que terminara asi, entre él y su mujer, la averiguación de sus ruidosas aventuras en Panzacola; pretextó la urgencia de atender asuntos importantes de Palacio, y en efecto, en su despacho lo esperaba mucha gente.

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