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SEGUNDA PARTE



CAPÍTULO VIGÉSIMOCUARTO



CAPRICHOS DE LA FORTUNA

Relumbrón y el Emperador durmieron como unos bien aventurados.

Relumbrón, no obstante haberse acostado muy tarde, despertó a la madrugada, se lavó, se peinó, se puso encima cuantas alhajas de oro y brillantes tenía, y entró hecho una sonaja al cuarto del coronel Baninelli, el que estaba desperezándose y de mal gesto.

- ¡Arriba, coronel! Vamos a hacer el balance para saber el resultado de la campaña de ayer.

En seguida se puso a contar las onzas sin que Baninelli hubiese contestado si admitla o no su oferta. La parte del Emperador estaba separada y arreglada en una esquina de la mesa. Importaba menos de tres mil pesos; la de Relumbrón, cerca de treinta y siete mil.

- No es mal pico, amigo Baninelli. Con esto hay para almorzar bien el día de mi santo, que es el jueves próximo. Está usted convidado desde ahora. Ya sabe usted, entre las doce y la una ...

- Convenido -le contestó Baninelli-, si el servicio me lo permite y no ocurre algo de extraordinario.

Relumbrón entregó cuarenta onzas a Baninelli, as! como lo que correspondía al Emperador, metió su dinero en las talegas que al salir le dio González, y se despidió muy afectuosamente.

Los jugadores, cuando ganan, son por demás generosos, así, Relumbrón dejó contentos a los que le pidieron el barato, y prometió ocuparse en la semana de los asuntos de los proyectistas; entre ellos habra uno que tenía un secreto segurísimo para ganar siempre en el juego, aunque la suerte le fuese contraria.

- Como apunte, pase, pues no puede usted hacer otra cosa -contestó el proyectista-, pero un día u otro le dará la gana ser montero, y entonces esta baraja vale una fortuna. No importa cómo quiera jugar, eso es cuento de usted. Mi secreto vale doscientas onzas y es barato. Quédese con estos dos paquetes registrelos con cuidado, haga las pruebas que quiera, y dentro de una o dos semanas nos veremos. Estoy seguro de que haremos negocio.

Relumbrón estaba de prisa, tenia muchas cosas que hacer, entre otras, ver a su compadre; pero no pudo resistir la curiosidad, y cuando el proyectista desapareció detrás de la puerta de su despacho, abrió los paquetes de cartas; eran de la fábrica nacional con el sello de la administración, absolutamente nuevas. Las examinó una a una con el mayor cuidado, las restregó con los dedos especialmente por los extremos, y las encontró sin el más pequeño defecto.

Examinó por sexta vez las cartas, pero el reloj dio las diez.

- ¡Canario!, mi compadre se va a la misa de once al altar del Perdón y no tendremos tiempo de hablar.

Guardó las cartas en su ropero, se vistió más modestamente, entró a las piezas interiores a saludar a su mujer y a su hija, y al poco rato tocaba el aldabón de una de esas casas pequeñas de la Alcaiceria, que pertenecieron a la sucesión de Hernán Cortés, y desaparecía tras una puerta grasosa, pintada de color verde oscuro hacia lo menos treinta años.

- Temía no encontrar a usted, compadre -dijo Relumbrón sacando el reloj-. Faltan cinco minutos para las once y debía usted estar en la Catedral.

- Nada sé, compadre. Cogí anoche un resfriado al salir de la Profesa, tomé al acostarme una infusión muy calientita de flores cordiales, me quedaré hoy en la cama y no bajaré a la plateria.

- Ya comprendo por qué nada sabe usted, porque en toda la ciudad no se ocupan más que de nosotros, es decir, de la ganancia loca que hice ayer en Panzacola. A poco más o menos, treinta y siete a treinta y ocho mil pesos, de los cuales, según hemos convenido, toca a usted la tercera parte, como en todos mis negocios, y poco es, con relación al dinero que usted me da cada vez que lo necesito.

- ¿En oro?

- ¡Oh, en oro, por supuesto!

- Viene ese oro, compadre, como mandado por Dios; lo emplearemos en la custodia y haremos un ahorro, porque en la Casa de Moneda cuesta muy caro, y las onzas corren con cuatro reales de premio, pero me decía usted, compadre, hace un momento, que la fortuna nos sonríe y que ya volveremos a ser ricos. ¿Es decir, que todo va mal?

- Muy mal, de todos los diablos, ya se lo dije a usted al principio y no me pregunte más, si no quiere seguir oyendo lástimas.

- Pero ... pudiera usted moderar ... -aventuró a decirle tímidamente el compadre.

- ¡Imposible! ¿No ve usted que es necesario mantener el aparato y la representación? El día que esto acabe, tendremos que pedir limosna, al menos yo, que usted, viviendo de su platerla le sobra para vivir y morirse rico. No tiene usted idea, compadre, de la multitud de proyectos que tengo en la cabeza a cual más atrevidos. Ya platicaremos despacio. Hasta más ver, y oiga usted lo que oyese de mi, no haga caso, que yo le informaré la verdad en el momento que nos veamos, y no pasará de una semana.

Estrechó la mano un poco calenturienta de su compadre, y se marchó a Palacio a hacer su servicio ordinario. Ya se deja entender que fue recibido como en triunfo por los ayudantes y demás personas de la servidumbre.

¿Quiénes fueron los padres de este podrlamos llamar un artista imitador, sin saberlo, de Benvenuto, al que de seguro ni había oído mentar?

¡Quién sabe! Ni importa saberlo.

El platero se llamaba don Santos Aguirre. Había comenzado hacia años como aprendiz, ascendiendo después a oficial y, finalmente, había no sólo sucedido a su maestro en el taller, sino comprado la casa; pero todas estas mudanzas se contaban por años y años, y de los vecinos y parroquianos pocos se acordaban ya del nombre del primitivo dueño de la platería y del inquilino que ocupaba los altos de la casita. Por eso se puede concebir que don Aguirre, que era conocido por don Santitos, no era un niño. ¿Qué edad tenia? ¡Quién sabe! Tampoco le importaba a nadie saberlo. Trabajaba lo mismo que el primer día, era metódico y hasta maniático; dormía bien y comía lo mismo; así, aunque viejo, representaba menos años que los que realmente tenia.

¿Don Santos Aguirre era rico? unos decían que si, que era muy rico pero muy avaro.

¿Don Santos había sido casado y tenido familia? Nadie lo sabía.

La verdad es que don Santitos era muy rico, y para alcanzar esa buena posición habla contado con dos poderosos elementos: los frailes de San Francisco y una doña Viviana, corredora muy acreditada.

Doña Viviana tenia relaciones íntimas con la aristocracia de la ciudad pero la principal ganancia de la corredora, que era ya rica consistía en comprar oro, plata y piedras preciosas a los pobres infelices, como ella les decía. Tenia dos casas; una buena vivienda con balcón en la calle Ortega, y otra interior y en piso bajo en la Casa de Novenas de la Soledad de Santa Cruz.

Entraba los más días doña Viviana, y a cualquier hora, en el taller, saludaba a don Santitos y a los oficiales por su nombre y con mucho afecto y zalamerias, siempre riéndose y enseñando una dentadura blanca y unos labios encarnados, hubiese o no motivo para risa.

- Necesito cuatro milagritos para Nuestra Señora de la Soledad, unos anillos de oro, una sarta de perlitas y dos o tres aderezos de piedras finas y diferentes precios para enviarlos a doña Ana y a doña Dolores. Ya veremos lo que coloco en la semana, y si tiene usted otras cosas bonitas y baratas, vengan.

Al recibir doña Viviana el surtido y el apunte de lo que valían las prendas, deslizaba entre las manos de don Santos uno o más papelitos pequeños y cuidadosamente atados con seda, y le decia al oído:

- Todo esto por doscientos pesos, si te gustan, los pagaremos el sábado.

Don Santitos tenia una regla que dicen que es jesuítica:

No tengo que mezclarme en la conciencia y en los negocios de mi prójimo sino cuando me convenga para el servicio de Dios, y deducía esta consecuencia. Si lo que me venden me conviene, lo compro, no tengo que averiguar su origen, ni nada importa esto para el servicio de Dios. La responsabilidad será para doña Viviana.

No hay para qué decir que dón Santos personalmente desmontaba las alhajas, fundia el oro y la plata y hacia con las piedras, añadiendo otras, joyas cinceladas admirables, y surtía a la corredora, la que las vendía a subido precio, quizá a los mismos a quienes se las habían robado. Al cabo del año, este comercio producía miles de pesos, de los que Viviana tomaba una buena parte, según la recta conciencia de don Santitos. Ya era rica, tenia oro guardado y refundido donde ni ella misma lo sabía, y había comprado dos casas de vecindad en el Puente de la Leña, precisamente limltrofe con el almacén de fruta de Cecilia.

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