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SEGUNDA PARTE



CAPÍTULO VIGÉSIMOTERCERO



PANZACOLA

Parecerán increibles las escenas que acabamos de descubrir, pero lejos de eso, son de la más rigurosa exactitud. México es un pais singular como no hay otro.

Pero donde se pueden marcar bien tales contrastes es en la capital misma. Llegada la temporada de San Ángel, ya no se piensa en otra cosa. Que la República arda por el sur o por el norte, que el ministerio cambie, que los generales se pronuncien, que las pagas de los empleados anden escasas, que el gobierno caiga; todo esto, y más todavía, es completamente indiferente para los habituados a la temporada de San Ángel.

No les falta razón. Es un pueblo tan tranquilo, tan bello, de una dulce temperatura y tan sano, que muchos enfermos, aun de gravedad, con sólo el aire que respiran logran la salud en menos de dos meses.

El pueblo, solitario más de la mitad del año; las casas, cerradas; los pocos vecinos, vegetando más bien que viviendo, en una especie de calma y soñolencia apacible, de la que despiertan un momento el domingo, con el tianguis. Sus casas, dispuestas y amuebladas, van a descansar del trabajo y fastidio de la semana.

Antes de llegar al pueblo de San Ángel se encuentra un rio poco caudaloso en las secas, pero bien surtido de agua en la estación de las lluvias, las más veces cristalina, y ruidoso por su lecho de piedras sueltas y redondas, con sus orillas siempre tapizadas de flores silvestres amarillas, rojas y azules. Termina esta calzada con un viejo y vasto edificio de una fachada sucia con el polvo y las aguas, y al parecer arruinado; pero disminuye su aspecto sombrio con el matiz verde de unos fresnos gigantescos que forman fresca bóveda antes de penetrar a los patios interiores.

Este edificio se llama El obraje de Panzacola, porque en efecto, se construyó, o se adaptó por lo menos, en tiempos muy anteriores, para una fábrica de paño que nunca pasó de ser muy ordinario y de malisima calidad, que se destinaba, en competencia con el paño de Querétaro, para vestir a la tropa de línea.

Cerróse la fábrica y quedó por algunos años abandonado el caserón, al cuidado de un jardinero y de algunos peones, destruyéndose día por día.

Estamos ya en el San Ángel de la temporada. Las casas ocupadas, alegres, abiertas de par en par puertas y ventanas desde las seis de la mañana, dejando ver sus patios y jardines; las más bonitas muchachas, vestidas de trajes ligeros de colores fuertes y variados, entrando y saliendo a la iglesia, cuyas campanas sonoras llaman a la misa y la festividad dominical; niños corriendo y saltando, jóvenes elegantemente vestidos de verano, y señores graves y mayores con sus bastones de puño de oro y sus levitas de piqué blanco, revisando y fijando sus lentes en las devoradoras criaturas que tienen ocasión de lucir su garbo y destreza en manejar sus rebozos de seda; y todo este moviente cuadro variado con las indias cargadas de fruta y de legumbres que se dirigen al tianguis, con los ómnibus que salen o vienen de México, y con los coches que llegan llenos de gente de buen humor y de convidados a una casa o a otra a pasar un día de campo.

En la tarde, paseos a Chimalistac o a Tizapán y al Cabrío. Las señoras en burro, los hombres a pie o a caballo, y los músicos detrás de la caravana, para improvisar un baile debajo del primer grupo de árboles que encontrasen al encumbrar la montaña. No hay para qué decir que los tamalitos cernidos, el atole de leche y los changos son todavía el elemento indispensable de estos paseos, en los que el amor, con todos sus graciosos y multiplicados incidentes, tomaba una parte activa; no pocos casamientos se concertaron en el Cabrío y en las huertas frescas y floridas de Tizapán.

Un contratista de vestuario compró esa grande finca casi en ruinas, donde se decía que espantaban.

Guardaba el mismo aspecto ruinoso y sombrío, esperando que su nuevo propietario u otro cualquiera lo destinasen a una industria honesta y útil; pero esto no llegó a verificarse, pues el contratista, que, como dicen, estaba en fondos, encontró que el juego pOdria ser un negocio mejor que el de fábrica. Y dicho y hecho, apresuró cuanto pudo la conclusión de los trabajos de reparación, amuebló y adornó la casa con un lujo de hombre ordinario y sin gusto, y un domingo convidó a sus amigos, a los hombres de dinero y a todos los demás que podían perder quince o veinte onzas. En el gran mirador de cristales apareció una mesa con su carpeta verde, sus dos vellones y sus dibujos para designar el lugar de la talla, y en el comedor una mesa aún más grande que la del juego, donde cómodamente podían sentarse cien convidados. La concurrencia fue mayor que la que esperaba, y la sesión de medio día le produjo doscientas onzas libres de todo gasto; la de la noche, trescientas. Una utilidad a poco más o menos de ocho mil pesos cada semana, o treinta y dos mil al mes, le quitó de la cabeza toda idea de ser industrial, y se dedicó a ser montero.

El negocio caminaba así viento en popa, hasta un domingo en que apareció por Panzacola nuestro conocido Relumbrón (así continuaremos llamándole), que era, en el fondo, rival del viejo contratista y en la apariencia, amigo. Lo iba a visitar, pues hacia más de dos meses que lo veía, y aprovechaba la ocasión con motivo de la residencia en San Ángel de su amigo el coronel Baninelli; pero su verdadera intención era probar fortuna.

Fuese derecho al cuartel del Carmen, donde estaba seguro de encontrar a su amigo el coronel, que no se despegaba de su tropa, deseoso de reconstruir lo más pronto posible su derrotada brigada. No lo encontró, había, en efecto, trabajado desde las cinco de la mañana y acababa de retirarse a su casa, o mejor dicho, a la de Relumbrón. En menos de cinco minutos sus briosos caballos lo condujeron a ella.

Después de los saludos de costumbre y apretones de mano, los dos amigos entraron en conversación.

- Almorzará usted conmigo -le dijo Baninelli-: almuerzo de soldado, pero bien hecho. Micaela, mi cocinera, está como en la gloria con tanta legumbre, frutas y carne como hay en este pueblo. Me contenta con dos o tres platos, pero a cual mejor.

- No prosiga usted; ya sé qué casta de cocinera tiene usted, y vale oro, especialmente en campaña, que cuando todo el mundo se muere de hambre le sirve a usted un banquete; otro día aceptaré; lo que es hoy, los dos almorzaremos o comeremos en Panzacola. He venido con el propósito firme de derrotar a esa viejo ordinario que usted sabe se enriquece cada día más a costa de los soldados del ejército mexicano ... Vístase usted de paisano y venga Conmigo a Panzacola, alli pasaremos un día muy divertido, y será usted testigo de una batalla como jamás la ha visto usted desde que es soldado.

- Y bien que la he visto -le contestó Baninelli.

- Campaña de albures. Perdí una vez hasta la camisa, y ahora me alegro, aproveché la lección. Quisiera hoy tener a mi lado una persona qUe nunca hubiese jugado en su vida. Le daría media onza para qUe jugase, y yo, quitándome de las preocupaciones y de las reglas de los jugadores, seguiría su elección. La repondría la media onza aunque la perdiese ocho o diez veces, y a la primera carta que acertase le seguiría a la dobla. Así estaría seguro de no dejar ni un escudo a ese pícaro viejo.

- Amigo, nada es más fácil; en el cuartel tengo un valiente muchacho a quien llaman el Emperador, porque se dice descendiente de Moctezuma, y lo creo un verdadero inocentón. Lo cogió el cabo Franco de leva en un rancho, y nos ha salido excelente.

Baninelli gritó al ordenanza y le dijo que fuese a decir a Moctezuma que vistiese su traje de paisano y viniese en el acto.

- ¿Sabes lo que son albures? -dijo Baninelli a Moctezuma, luego que lo vio llegar.

- Sí, mi coronel. He visto jugar a la baraja muchas veces en Tlalnepantla y en Cuautitlán. Siempre que hay fiestas hay juego, y a ocasiones en la casa del alcalde.

- ¿Y has jugado tú?

Moctezuma se sonrió y contestó ingenuamente:

- Me han dado tentaciones, mi coronel, pero nunca me he atrevido; se habría enojado doña Pascuala.

- Este es mi hombre -interrumpió Relumbrón.

- ¿Y jugarías si yo te lo permitiese? -le preguntó Baninelli.

- Por mi gusto, no, con perdón de mi coronel, porque perdería lo poco que tengo, y sabe Dios cuándo me devolverán mis bienes los Melquíades de Ameca.

- ¡Es mi hombre, es mi hombre! -dijo Relumbrón sonando las manos-. Ahora estoy más seguro que nunca ... A Panzacola -gritó Relumbrón.

Llegó a Panzacola y penetró al patio mismo del que podía bien llamarse palacio.

Relumbrón subió de dos en dos los escalones.

Había estrechado la mano del contratista y le había dado un abrazo tan sincero como el de Judas.

- Vaya, vaya, Relumbrón, ya se divertirá usted o soltará algunas onzas de oro.

Hacía diez minutos que había comenzado la talla.

Como Relumbrón y Baninelli eran personas muy conocidas y respetadas en la sociedad, el uno por ser muy rico y el otro por ser muy valiente, la mayor parte de los puntos se pusieron en pie, ofreciéndoles asiento, concluyendo por acomodarse él y Moctezuma, pues Baninelli, que no jugaba, prefirió permanecer en pie.

Cuando lo creyó conveniente puso media onza en manos de Moctezuma y le dijo:

- Puedes apostarla a la carta que te salga de inclinación.

Moctezuma, como todos los muchachos y jugadores noveles, era aficionado a las figuras, y en la mesa habla un rey de bastos y un tres de copas, por supuesto, y sin vacilar, puso su media onza al rey.

A las pocas cartas, dijo González:

- Tres de bastos, viejo.

Moctezuma no pudo menos que sentir latir su corazón más fuertemente que la noche del asalto de San Pedro. Lanzó un suspiro y se quedó mirando triste y tlmidamente a Relumbrón.

En esto González había vuelto a barajar y un caballo y un as estaban sobre la mesa. Moctezuma arrimó su media onza al caballo. El as vino a la puerta.

Sin decir una palabra sacó otra media onza, pues había cambiado sus onzas en menudo, y se la dio a Moctezuma, que, tranquilo, porque estaba seguro de que el coronel no lo reñiría, seguía su capricho, apostando sólo a las figuras.

- Espero un rey -le dijo-, y en nombre de Moctezuma mi antecesor voy a ponerle esta última media onza; si gano, no jugaré más, y ya me duele perder el dinero aunque no sea mío.

Las personas más ricas y más caracterizadas de la capital habían venido a San Ángel. La partida habitualmente era de dos mil onzas de oro; ese día era de tres mil. La fortuna, hasta el momento en que Moctezuma esperaba la salida de la imagen de su antecesor (al menos él se lo figuraba así), estaba toda de parte del monte.

Salió al fin un monarca a la carpeta verde y le siguió un caballo. Era un compromiso para Moctezuma, pero fiel a su familia y a su raza, botó con una especie de orgullo la última media onza, que cayó en el centro del rey de oros.

Relumbrón, que pocas veces se conmovía, suspendió el resuello.

A las cuatro cartas, rey de copas. Relumbrón respiró ampliamente con todos sus pulmones.

Moctezuma se quedó como si tal cosa. Estaba seguro que iba a ganar.

Siguió la talla con un momento de interrupción, mientras González tomó una copa de jerez y un bizcocho que le sirvió uno de los muchachos criados.

- Sigue apostando -le dijo a Moctezuma- a la carta que te agrade.

Moctezuma arrimó onza al caballo y Relumbrón las quince onzas. A las tres cartas, caballo de bastos. González barajó con mucha calma y echó a la tentadora carpeta un caballo y un as.

Relumbrón puso las 30 onzas, y el Emperador solamente una.

Volvió a ganar el caballo y detrás de él los tres caballos juntos, lo que llamó la atención de la numerosa concurrencia.

- ¡Qué caprichos tiene la baraja! -dijeron varios en coro.

Siguieron a este albur otros de cartas blancas. El Emperador no apostó, ni Relumbrón tampoco.

Apareció en la mesa un caballo y un rey. Moctezuma, fiel a su raza, como lo hemos ya dicho, las puso al rey. Relumbrón arrimó las 60 onzas.

En efecto, a las dos cartas vino el rey. Relumbrón retiró 120 onzas. El contratista gruñó y dijo entre dientes algo que no se puede escribir.

Nueva talla y un caballo y un dos sobre la carpeta. Moctezuma puso tímidamente una onza al caballo y Relumbrón las ciento veinte.

- Caballo a la segunda, viejo -dijo González.

Relumbrón retiró las 240 onzas.

El señor y dueño de Panzacola se paseaba de un lado a otro del salón echando ternos entre dientes; y no sabiendo qué hacer para evitar una catástrofe, se resolvió a una medida suprema, y se acercó a la mesa.

- Señores, a almorzar, la mesa está servida y tengo unos vinos que acabo de recibir de Francia.

Relumbrón se puso en pie y sacó el reloj.

- Amigo mío -le dijo con voz enérgica y decisiva-, la talla debe concluir a las tres y media, usted la ha fijado así, y no son más que las tres. Falta, pues, media hora.

- Es verdad -le contestó sacando también su reloj-. Pero este día es de festividad extraordinaria, y sobre todo, yo soy el dueño de mi casa, es mi dinero y haré lo que se me dé la gana.

- Usted no hará lo que se le dé la gana, sino lo que debe hacer -exclamó Relumbrón, furioso.

- Este intruso que ha venido aqui no sé de dónde -dijo el contratista, señalando a Moctezuma III- es el que ha venido a descomponerlo todo. ¡Afuera, afuera! -repitió con cólera y queriendo tomarlo del brazo.

- Desde el momento que pone usted el pie aquí -dijo Baninelli-, es una casa pública, y este intruso es un oficial de mi brigada que ha venido en mi compañia. Déjese usted de voces y groserias y que continúe el juego hasta la hora convenida. Yo ni soy jugador ni he apostado una sola onza; pero si continúa usted con ese modo soez que acostumbra usar con todo el mundo, lo castigaré a usted severamente.

- Tengo dinero para tapar a todo el mundo; pero que diga González.

- Creo que lo decente y lo justo es que continúe la talla hasta las tres y media -dijo González.

La calma se restableció y González, inmutable, tomó un nuevo paquete de barajas, y presentó en la mesa un caballo y un cinco.

Moctezuma, que habia permanecido callado y tranquilo durante el incidente, puso con mucha modestia una simple onza al caballo.

Relumbrón contó con calma las 20 onzas que tenia delante y las puso del lado del caballo.

González siguió barajando con calma, pero la fortuna le era contraria y las cartas caprichosas, y volvió un caballo de oros contra una sota de copas.

Los puntos se descompusieron y titubearon, menos Moctezuma III, que hizo un acto de arrojo mayor que cuando libertó al cabo Franco de las garras de sus enemigos, y puso quince onzas al caballo. Relumbrón lo siguió con las 480.

Relumbrón pidió la baraja para correr el albur.

González se la dio de tal manera que nadie pudiese ver la puerta, y el coronel jugador comenzó a correr el albur sin temblarle la mano. Hubo un instante de un silencio profundo. A las siete cartas apareció el caballo, y a la carta siguiente una sota descolorida.

Hasta los que no apostaron se alegraron, pues los banqueros son siempre odiados.

González, impasible, sacó el reloj, faltaban diez minutos.

- Señores, el último albur.

González barajó de nuevo, y echó dos caballos a la carpeta. Decididamente se salían de la baraja y no abandonaban a los que los seguran. Volvió, pues, a barajar y salieron caballo y siete.

Moctezuma, ya azorado y no queriendo perder lo que había ganado, puso únicamente una onza y se guardó lo demás en el bOlsillo. Relumbrón, un poco tembloroso, arrimó las 960 onzas.

- Corre -dijo González.

Una, dos, tres, cuatro, cinco cartas y ningún indicio.

Allá en lo profundo de la baraja apareció el caballo de copas que causó la ruina del monte.

Entretanto pasaba esto, se había formado una tempestad en la montaña, que caminó en momentos en la dirección de San Angel y Panzacola, y truenos y rayos, y no gotas sino cántaros de agua que caían del cielo, dispersaron la concurrencia de la calzada, que se refugió debajo de los árboles o en las casitas vecinas y ofuscó el vocerío de los jugadores del salón.

Cuando el contratista se aproximó a donde estaban Baninelli y Moctezuma III, Relumbrón le dijo:

- Aquí tiene usted mil novecientas veinte onzas que me pertenecen. Mañana ocurriré por ellas a su escritorio.

- Yo no guardo dinero de nadie, y sobre todo, si lo quiere dejar, no respondo.

- Perfectamente -contestó Relumbrón-. Me lo llevo.

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