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SEGUNDA PARTE



CAPÍTULO VIGÉSIMOSEGUNDO



TRIUNFO DEL EMPERADOR

Por muchas y minuciosas que fueran las precauciones que tomó Baninelli para poder hacer su fuga, más bien que su retirada, fue sentido de los enemigos que lo rodeaban, y comenzaron a moverse, a vociferar injurias y amenazas y a disparar sus fusiles sin orden ni concierto ni resultado, pues pudo salir de la plaza, atravesar una calzada de órganos y nopales que conducía al camino real y organizarse.

Fue en este momento el que aprovechó Moctezuma para obrar y portarse en el campo de batalla con tanto brío y acierto como si hubiese sido el más famoso de los viejos emperadores aztecas.

Ocultándose en las filas cerradas de plantas, no fue sentido de los contrarios sino cuando estuvo encima de ellos.

- ¡Con las culatas y hasta acabar con ellos -dijo a los indios- que va delante el Emperador!

Y se lanzó, en efecto, disparando su fusil; los demás hicieron lo mismo; voltearon en seguida las armas por la culata y comenzaron a repartir a diestro y siniestro tan formidables golpes, que crujían los huesos de las quijadas de los sublevados y caían al suelo, despedazada la cara y derramando sangre.

Baninelli, con el viejo cuadro de soldados que le había quedado, que no pasaba de cien hombres, acudió con brío y con espada en mano en auxilio del Emperador, y en momentos se dispersó esa nube espesa de enemigos, mal armada y sin ninguna organización, de modo que pudo ya fácilmente tomar la vereda, encumrar la loma y descender al lado opuesto sin ser perseguido.

Al amanecer divisó Baninelli el pueblecillo como hundido u oculto en un parque de altos y frondosos árboles; apenas la veleta de la torre de la iglesia, que sobresalía entre la verdura, indicaba que allí había una población.

Baninelli, antes de entrar en esta especie de oasis, hizo alto y paso revista. De cerca de mil hombres con que salió del rancho de Santa María de la Ladrillera, no le quedaban más que cien útiles y cosa de doscientos heridos o enfermos.

Ya entrado el dla, Baninelli penetró en el pueblo. Sus recuerdos no lo hablan engañado. El alcalde, con algunos del Ayuntamiento y muchos vecinos, lo salieron a recibir, y quedaron asombrados con la breve narración que les hizo de su desgraciada expedición. Distaba el pueblo apenas diez leguas del lugar de los sucesos, y nada sabían.

El salón del Ayuntamiento fue convertido en hospital; la mejor casa fue cedida para que la habitaran el jefe y sus oficiales, y la tropa, alojada en una capilla arruinada, pero no había otro local y relativamente prestaba ciertas comodidades. Al Emperador, cuya categoría supieron inmediatamente el alcalde y regidores, porque el mismo Baninelli se los dijo, añadiendo que era el héroe de la jornada y le debía su salvación, se le alojó en la casa misma del alcalde, en compañia del cabo Franco.

A mediodía, un rancho de carne fresca y de arroz, y un almuerzo relativamente opíparo al jefe y a sus oficiales, y con esto se efectuó como por milagro la resurrección de los que se creían ya como muertos de hambre, de sed y de cansancio.

Baninelli envió, por medio de un correo que facilitó el alcalde, el siguiente parte al gobernador de Jalisco, para que lo transmitiera al gobierno.

El enemigo vencido y rechazado. La brigada de mi mando, completamente derrotada por el cólera morbo. El capitán Franco, herido gravemente. Recomiendo el comportamiento del capitán Moctezuma. Necesito orden para regresar a México, reponer las bajas y reorganizar la brigada.

Con la poca fuerza que le quedaba, se fortificó en el hospitalario pueblecillo y esperó la contestación. Los enemigos que sitiaban a la tropa expedicionaria del gobierno, vueltos en si del brusco ataque de Moctezuma III, se arrojaron como si fuesen partidas de salvajes fronterizos, resueltos a vengarse y llevarlo todo a fuego Y sangre.

El cólera, que había disminuido dos dias antes de la salida de la brigada, apareció de nuevo con una intensidad terrible, Y como si fuese el instrumento vengador de la Providencia, indignada de tanto exceso, atacó mortalmente a la mayor parte de esas chusmas de mala gente, que creian haber obtenido una victoria hecho huir a los soldados aguerridos de Baninelli.

El cura y nuestro amigo Espiridión, que pudieron alargar un poco la vida con el escaso alimento que les habia dejado Mocrezuma III, escucharon los gritos, las vociferaciones amenazadoras y el fuego graneado de fusil.

No quedaban en el pueblo más que el cura y Espiridión, y si Dios no les enviaba un auxilio, no contaban sino algunas horas más de vida.

Por este tiempo salió una misión del Convento Grande de Nuestro Seráfico Padre San Francisco, de México, y se dirigió a Querétaro.

Eran cuatro robustos y valerosos frailes, animados de un espíritu evangélico, a los que no arredraba ningún género de dificultades ni de peligros.

De vereda en vereda, después de caminar cosa de quince leguas, sin encontrar alma viviente, llegaron al lugar que acababa de ser presa de llamas.

Recorrieron el pueblo y registraron las pocas casas que quedaban en pie, sin encontrar a nadie, pues hasta las ratas y las sabandijas, habian huido; por último, se dirigieron al curato. Un momento más y habrian encontrado dos cadáveres. La fe de que serian socorridos por Dios cuando menos lo pensaran dio fuerzas al cura y a Espiridión, y prolongaron su vida bebiendo el agua cristalina y saciando asi la sed devoradora que los atormentaba.

Los mismos misioneros, que tenian bien provistas sus alforjas de medicamentos, los atendieron con esmero, les administraron las medicinas que tenian a mano y que creyeron mejores, les prepararon alimentos sencillos, y a los dos días, estando capaces de caminar, salieron todos del horroroso lugar. Tomando casualmente la misma vereda que Baninelli, fueron a dar al ameno pueblo de San Dieguito.

Baninelli no recibia aún respuesta del gobierno, tanto mejor, su fatigada tropa se reponia visiblemente: la herida del cabo Franco cicatrizaba, y él mismo sentia recobrar su ánimo para hacer su marcha a la capital, reorganizar su regimiento y quedar en pocos días expedito para emprender otra expedición.

Recibió perfectamente al cura, a los misioneros, y distinguió especialmente a Espiridión, llamándole valiente y tendiéndole la mano. El recluta la tomó, la estrechó entre las suyas y le dijo que habiendo hecho voto, si quedaba con vida, de entrar en el convento y hacerse fraile, le pedia que le diese su licencia absoluta.

Baninelli rió mucho de la ocurrencia y trató de disuadirlo y de persuadirlo.

Pasaron los días absolutamente necesarios para la ida y vuelta de los correos en tan largo camino, y Baninelli recibió cartas muy satisfactorias del ministro de la Guerra, en las que lo autorizaba para regresar a México por la vía más corta, y le enviaba libranzas pagaderas por las administraciones de tabacos.

Supo en su tránsito que el valiente recluta Juan no había consumado deserción, sino que al hacer su servicio de escucha había sido sorprendido y capturado por una temible partida llamada Bueyes Pintos.

Baninelli resolvió hacer su última jornada en el rancho de Santa María de la Ladrillera, para avisar desde alli al presidente su llegada, reparar hasta donde le fuese posible los daños que había causado el cabo Franco en su primera expedición, y conocer a la propietaria que servía de madre a los tres muchachos que tan valientemente se habían portado.

Al día siguiente de la llegada de Baninelli se presentó en el rancho de Santa María de la Ladrillera el jefe del Estado Mayor del presidente y le entregó una carta en la cual el Primer Magistrado le decía muchas palabras afectuosas, ordenándole al mismo tiempo que hiciese su entrada de noche, para que el público no viese el estado deplorable en que venia la brigada, y que en la madrugada pasase a San Ángel, donde permanecería para que convalecieran los enfermos, se hicieran nuevos reclutas y recibiese vestuario y sus haberes atrasados.

El jefe del Estado Mayor Presidencial, con quien comenzaremos a hacer conocimiento, era un hombre de más de cuarenta años; con canas en la cabeza, patillas y bigote que se teñía; ojos claros e inteligentes; tez fresca, que refrescaba más con escogidos coloretes que, así como la tinta de los cabellos, le venían directamente de Europa.

Vestía con un exagerado lujo, pero sin gusto ni corrección; colores de los vestidos, lienzo de las camisas, piel de las botas, todo finísimo, pero exagerado, especialmente en las alhajas, botones o prendedores de gruesos diamantes, le valían tres o cuatro mil pesos; cadenas de oro macizo, del modelo de las de Catedral, relojes gruesos de Roskell, botones de chaleco de rubíes; además, lentes con otras cadenas de oro más delgadas; en fin, cuanto podía poner de piedras finas y de perlas, permitiéralo o no la moda, tanto así se ponía.

Por esa extravagancia y lujo en su persona, el agudo y malicioso ciego Dueñas le llamaba Relumbrón.

Un dia que el presidente lo miró con atención, dijo como si tratara de generalidades:

- Los militares que se pintan, se acicalan como mujeres y se ponen corsé, son indignos de pertenecer al gobierno. El aseo y el vestido conforme a la ordenanza, y es todo. Los refranes -añadió- son de gente ordinaria.

Relumbrón se corrigió; pero el sobrenombre se le quedó; pocos sabían pormenores de su familia. En su oportunidad seguiremos hablando de este singular personaje.

Baninelli y el jefe del Estado Mayor pasaron juntos el dia y parte de la noche en el rancho de la Ladrillera, siendo obsequiados por Moctezuma III y especialmente por nuestra antigua conocida Jipila.

Doña Pascuala, con la llegada de Moctezuma, que fue a verla a Tlalnepantla con su uniforme de sargento, y de Espiridión, que llegó poco después acompañado de los frailes franciscanos, recobró de una manera milagrosa el uso de la palabra, pues desde el día memorable en que el cabo Franco se llevó a los tres muchachos tenia mucha dificultad en expresarse y guardaba el mismo estado de imbecilidad que don Espiridión.

Doña Pascuala fue conducida al rancho.

Moctezuma III marchó con Baninelli, el que pagó largamente los gastos que hizo su destrozada tropa.

Relumbrón alojó en San Ángel a su amigo el coronel en una casa lujosa de su propiedad, y la tropa y enfermos fueron a dar al convento del Carmen.

Esta penosa y dificil campaña, en la que los verdaderos héroes fueron los tres reclutas del rancho de Santa Maria de la Ladrillera, apenas fue conocida en la República.

Los editores del famoso periódico La Sabiduría se limitaron a poner el siguiente párrafo:

Anoche entró a esta capital y siguió para San Ángel, procedente del rumbo de Jalisco, la brigada del coronel Baninelli. Sorprendida por el cólera morbo, ha tenido que retirarse batiendo en su tránsito algunas partidas de revoltosos.

Felicitamos al coronel Baninelli que en pocos dias se repondrá en el florido pueblo de San Ángel.

En el mismo periódico apareció un suelto que decía:

A última hora el licenciado don Crisanto Bedolla y Rangel ha sido sacado anoche de su prisión y conducido con una fuerte escolta (suponemos) al Puerto de Acapulco.

Omitimos toda especie de comentarios.

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