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SEGUNDA PARTE



CAPÍTULO VIGÉSIMOPRIMERO



HAMBRE Y PESTE

Derrotado Valentín Cruz en San Pedro, hemos dicho que huyó para Mascota con unos cuantos hombres de a caballo. Permaneció alli unos días y no pudo avanzar gran cosa. Entonces se dirigió a este pueblo y al otro, huyendo siempre de la persecución de Baninelli, pero sublevando al país, dando despachos de capitanes y de coroneles a los más perdidos y viciosos de los pueblos, y estos capitanes y coroneles improvisados reclutaban a su vez gente de la peor especie para obrar por su propia cuenta, obedeciendo a Valentín Cruz de pura fórmula.

Cuando Baninelli vio llegar al Emperador cargando en sus espaldas al cabo Franco, dijo:

- Me han matado no sólo a mi mejor oficial, sino al amigo más querido. ¡Y no poder vengarlo! ¡Veremos!

Los médicos y practicantes rodearon al cabo Franco, restañaron de pronto la sangre y le hicieron la primera curación.

El cabo Franco volvió de su desvanecimiento, y con semblante alegre y casi chanceando dijo a Baninelli, como de costumbre:

- Ninguna novedad, mi coronel. El cabo Franco herido levemente y salvado por el Emperador. Los dos reclutas, Espiridión y Juan, han consumado deserción al frente del enemigo y he prometido que serán fusilados en el momento que se les encuentre. Si el cabo Franco muere, el Emperador lo reemplazará, y ruego a mi coronel que lo distinga y que lo quiera como a mí.

El cabo Franco cerró los ojos y no pudo decir más.

- Irás a mi lado -le dijo Baninelli a Moctezuma III-. Te has portado bien y te repito que, si no me matan, serás capitán como lo fue ese pObre cabo Franco. No hay que perder tiempo -dijo a Moctezuma III estrechándole la mano y cortando la conversación, que no tenia trazas de concluir-: se formará una columna y atacaremos a ese canalla antes de que se atreva a entrar al pueblo: pero, ¡qué diablos! ... ¿Por qué estás solo y han consumado la deserción tus compañeros?

- No lo creo, mi coronel. Algo les habrá sucedido, pues de no ser así, estarían conmigo. Desde que fuimos afiliados juramos no separarnos.

Los médicos se decidieron a hacer la operación y extraer la bala; el cabo Franco la sufrió con tal valor, que no lanzó ni un solo quejido y ayudó él mismo a tener las hilas, vendas e instrumentos de los médicos.

Así pasaron cuatro días. Las pocas mazorcas de maíz y gallinas que podían conseguirse costaban un combate, y el día que logró el Emperador apoderarse de una vaca, le mataron dos hombres y le hirieron a cuatro. La situación era insostenible, pues el cólera, aunque con menos intensidad, no dejaba de hacer sus víctimas.

Una noche decidieron acabar con Baninelli y cayeron todos a la vez sobre él. Gracias a las fortificaciones que habían hecho, y a que sin duda carecían de parque, pues el fuego de fusilerla no era muy nutrido, fueron rechazadas con grandes pérdidas. Persuadidos de que no podían tomar la plaza donde se había fortificado el jefe de la brigada, establecieron un sitio en toda forma, y así estaban seguros de que se rendirían por el hambre y tendrian la gloria de hacer prisionero a uno de los jefes más intrépidos del ejército de línea.

Baninelli se sostuvo el primer dla con las provisiones que tenia reservadas la valerosa Micaela; el segundo, no se pudo distribuir más que una ración de dos tortillas por soldado; el tercero, el Emperador no se sabe cómo se apoderó de un cochinito que se distribuyó con la mayor economía entre toda la fuerza; el cuarto, nada ... nadie comió, y tuvieron que contentarse con beber el agua cristalina de la fuente del curato; el quinto dla, ni esperanza, y varios convalecientes murieron de hambre.

Micaela se presentó ante Baninelli.

- Mi coronel -le dijo-, estoy resuelta a marcharme al anochecer. Yo, que hace quince años que soy cocinera, no quiero morir de hambre.

Este corto discurso hizo mucha impresión en el ánimo de Baninelli.

- No tenemos más remedio, Micaela, que morir matando; no te vayas, nos iremos todos esta noche -le contestó Baninelli-. Haz la sopa sin sal, tráemela, y mañana, o estaremos cenando en la eternidad, o tendrás surtida la cocina como para un día de mi santo.

Gracias a su práctica militar y al conocimiento que tenía de los caminos, pues años antes había hecho una campaña por esos rumbos, se proponía romper el sitio, tomar el camino con dirección a Mascota para engañar al enemigo, y cortar a la izquierda por una vereda que atravesaba una sierra pequeña, en cuya falda opuesta se hallaba el pueblo de San Dieguito, lugar, en efecto, de abundantes recursos y apartado del camino real.

Prescindiendo de su categoría de jefe y de su genial orgullo, quiso consultar con Moctezuma III y lo llamó aparte.

- Te ha bastado esta campaña -le dijo- para hacerte un buen soldado. ¿Qué harías tú si estuvieses en mi lugar?

- Mi coronel, en vez de morirme de hambre, buscaría la manera de salir de aquí, engañando al enemigo o dándole de golpes hasta acabar con él o que él acabase con nosotros.

- Pues precisamente es lo que voy a hacer esta noche -le contestó-, y tú reemplazarás al cabo Franco e irás a la vanguardia.

- Como mi coronel ordene -contestó Moctezuma-. Sólo que -prosiguió Moctezuma- si mi coronel me deja escoger a los indios reclutas, le prometo que dejaré a los enemigos tan escarmentados, que le permitirán que pase muy despacio con sus enfermos y heridos.

- Concedido, escoge tu vanguardia.

- Esos indios, mi coronel, ya saben que soy su emperador y se dejarán matar antes de abandonarme; si otro oficial los manda, echarán a correr y se desertarán. Los indios somos así. El que nos trata bien y no nos desprecia, puede contar con nosotros; no somos cobardes ni ingratos.

- Bien, bien, entiendo. Te formaré tu vanguardia como deseas, y si te portas bien, ya serás capitán, pero si sucede lo contrario y nos derrotan estas miserables bandas de ladrones, cuenta con que te mando fusilar con los cuatro hombres y un cabo que me queden.

Baninelli estaba en la más desastrosa posición; no tenía más arbitrio que rendirse sin condiciones a esa siniestra reunión de bandoleros que lo habían sitiado; pero su carácter tenaz y su orgullo de soldado veterano lo sostuvieron, y no influyó poco en su resolución de intentar a todo riesgo una retirada la confianza y serenidad de Moctezuma III.

Concluido el terrible trabajo de organización, con una brigada de muertos (moralmente) y de agonizantes y estropeados, Baninelli montó a caballo, mascó un pedazo de cecina con que lo obsequió Moctezuma y esperó el momento favorable.

Moctezuma habló con sus indios:

- Si caemos en manos de esas bandas, que son más bien de ladrones que de pronunciados, seremos matados a palos y a balazos como perros hambrientos; si nos abrimos paso por en medio de ellos, escaparemos casi todos. Yo soy el emperador de México, vuestro emperador, y además, capitán; me acaba de nombrar el coronel Baninelli; así yo os mando e iré por delante. No hay que tirar, pues apenas tenemos cartuchos. Andar juntos con dirección al enemigo, arrastrarnos por el suelo si es necesario, para no ser vistos, y cuando estemos cara a cara, voltear los fusiles y dar golpes hasta que no quede ni uno. Ya veré si sois verdaderos indios y si dais la victoria al emperador y capitán Moctezuma III.

No quiso dejar el pueblo sin saber la suerte del cura, dio un brinco al curato, que no estaba lejos, y cuál fue su sorpresa al encontrarse con Espiridión tendido en el suelo, inmóvil y verde como una figura oxidada de Pompeya.

El cura, por su extrema debilidad, no había podido prestarle auxilio ninguno, y en aquel momento los dos estaban convalecientes. El monstruo asiático los habla perdonado, pero el hambre se los llevaba más que de prisa.

Lo primero que hizo fue dar de beber agua cristalina en abundancia a los enfermos, dejarles una ración de pinole y de cecina, infundirles ánimo y marcharse.

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