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SEGUNDA PARTE



CAPÍTULO VIGÉSIMO



DERROTA DEL CABO FRANCO

Al salir la brigada del pueblo, un hombre, sudando como si acabase de salir del baño de vapor, se presentó al coronel Baninelli. Era un extraordinario del gobernador de Jalisco. El correo traía en la suela de unos gruesos zapatos un pequeñisimo papel que el coronel desenrolló y leyó:

Está usted rodeado de enemigos y va a caer en una emboscada al salir del Cañón de Cinco Señores. Si no tiene mucho cuidado y si las tropas no se baten hasta morir, será usted derrotado y perdido para siempre. Ánimo, compañero, y decisión para exterminar de una vez a los bandidos.

Baninelli llamó al cabo Franco y al emperador, les enseñó la comunicación del gobernador y les dio sus instrucciones. La brigada toda, que caminaba en desorden, se organizó a las voces de mando de su jefe como si tuviese ya el enemigo al frente, y así caminó todo el día sin comer, y al caer la tarde salió sin novedad del Cañón de Cinco Señores, sin haber visto a alma nacida.

Cerca de las nueve de la noche entró en un pueblecillo que, a primera vista, presentaba el mismo aspecto que los anteriores. Se estableció de pronto el campamento en medio de una plazoleta, y Micaela, el cabo Franco y el emperador, fueron los primeros en eXplorar los jacales, que partían en línea recta de la plaza y formaban una larga calle que terminaba en una capilla y dos casas de alto y de piedra, con unos miradores o jaulas de madera avanzadas como una vara sobre las fachadas.

No quisieron entrar en aquellas oscuridades, donde podrían muy bien haberse ocultado los enemigos; regresaron a la plaza y refineron al jefe lo que habían visto. Baninelli dispuso que toda la noche estuviese la tropa sobre las armas, y él mismo, montado a caballo, rondó por las cercan las, hasta que amaneció.

Hizo entonces un cauteloso reconocimiento. Muchos de esos desgraciados parecía que habían hecho un esfuerzo para salir y buscar socorro, faltándoles las fuerzas, estaban agonizantes en las puertas, o muertos a poca distancia de su domicilio. Así caminaron hasta el curato.

- No venimos a hacer daño alguno al pueblo, ni mucho menos a usted, padre cura; muy por el contrario, tenemos médicos y un botiquín bien surtido, y auxiliaremos a usted y a los pobres del pueblo.

- Creo que por misericordia de Dios he escapado ya -respondió el cura con una voz tan débil, que era necesario acercarse mucho a él para entenderlo-, pues ustedes han venido a salvarme. Lo que tengo ahora es hambre y sed.

Juan, apenas oyó esto, cuando fue a la cocina y volvió con un vaso lleno de agua cristalina.

Pasó pronto la crisis que causó al cura el gran vaso de agua, y recobró las fuerzas con una copa de vino.

Cuando ya pudo platicar, refirió a Baninelli que Valentín Cruz había pasado rápidamente hacía tres días por el pueblo y que al día siguiente de la salida de Valentin Cruz se había presentado en la mañana un caso de cólera morbo fulminante, y en la noche como cincuenta, de los que murieron más de la mitad.

Los habitantes, presos del pánico, habían huido, dejando abandonadas sus casas y sus intereses.

Baninelli se dirigió a su campamento para ordenar la marcha inmediata. En el camino encontrarían algo de comer; pero en todo caso, no era cuerdo permanecer en ese lugar apestado ni una hora más; Juan, el Emperador, el hijo de doña Pascua la y el cabo Franco, antes de seguir a Baninelli, entraron a la cocina y bebieron jarros de un agua cristalina y fresca que estaba en un barril.

A su llegada a la plaza, donde, como se ha dicho, estaba el campamento, se enteró con espanto Baninelli de que más de cien hombres de su tropa habían sido atacados y cerca de la mitad estaban a punto de morir.

Micaela, la cocinera, llegó con unas mazorcas de maíz, un cordero, algunas gallinas y guajolotes que había encontrado en laS casas abandonadas, y el cabo Franco, el Emperador y Juan, tomaron el rumbo del campo y volvieron a poco con un buey viejo y flaco. Baninelli suspendió la marcha, no queriendo dejar abandonados a los enfermos, y el rancho, a mediodía preparado por Micaela, no fue del todo malo.

Una noche oyeron tiros de fusil en las lomas medio boscosas que formaban por el lado del pueblo la salida del Cañón de los Cinco Señores. Baninelli y su tropa arrojaron un grito de alegria. Una acción contra las chusmas de Valentin Cruz era tal vez su salvación.

Micaela era incansable y más valerosa que toda la tropa junta. No tenia miedo ni a la guerra ni a la peste, y le importaban poco el calor y el frío. Absorbida absolutamente en su misión de la cocinera, su familia la formaban dos soldados viejos que la ayudaban como galopines; su ocupación era arreglar y lavar sus ollas y cacerolas, y su alegria llegaba a colmo cuando se apoderaba de un carnero, de una vaca o de unas gallinas, y podía ofrecer a su coronel y al cabo Franco, un regular almuerzo en medio de las calamidades de que estaban rodeados. Era la Providencia de la brigada.

Después de haber cenado el cabo Franco y los tres reclutas un buen trozo de carne asada en unas brasas de leña de mezquite, que abunda en el país, nombró a Juan escucha por dos horas. Eran cosa de las doce de la noche. Debería volver a las dos de la mañana.

Juan tomó sus armas, y con cautela y poco a poco se dirigió por el rumbo por donde los enemigos se habían presentado. Reinaba el más completo silencio, la noche estaba clara, tibia y serena, y la luz de las estrellas permitía ver hasta las profundidades de un bosque de árboles pequeños y de tupidos ramajes, que terminaban en la boca del Cañón de los Cinco Señores. Juan se sentó en un peñasco, procurando alcanzar con la vista cuanto terreno podía descubrir a su alrededor.

Siguió a poco avanzando y registrando cuidadosamente, sin encontrar indicios de qué el enemigo estuviese por allí; tranquilo y casi seguro de que no serían atacados, creyó que no debía alejarse más y volvió a sentarse debajo de un mezquite para esperar a hora de su relevo y dar cuenta de su guardia al cabo Franco. No pUdo evitar el entregarse a una serie de reflexiones sobre los acontecimientos de su vida y el extraño destino que lo había Conducido a adoptar la carrera de las armas.

Haciendo este género de reflexiones y medio dormitando a causa de la fatiga y del trabajo ocupado del servicio militar, y atendiendo además al cura, a los soldados enfermos y ayudando a Micaela a procurarse provisiones, se apoderó de una especie de sopor, como si hubiese bebido licores con exceso o tomado algún narcótico. Repentinamente sintió dos brazos de hierro que lo sujetaban por la espalda, a la vez que otra persona le ponía un trapo en la boca y se lo ataba fuertemente al cuello para impedir que gritase. En menos de un segundo, y sin darle tiempo para que hiciese uso de sus armas, le ataron fuertemente brazos y piernas, lo levantaron en peso y cargaron con él, tomando, según lo pensó, la dirección del Cañón de los Cinco Señores.

Juan, por supuesto, no pareció en el campamento. El cabo Franco, que, por la costumbre, calculaba con exactitud las horas de servicio sin necesidad de reloj, entró en una gran inquietud, redobló sus precauciones y se entregó a toda clase de conjeturas.

- Juan ha caído en una emboscada o se ha desertado -dijo a Moctezuma III.

- Ni lo uno ni lo otro -le contestó Moctezuma-, lo conozco bien. Pertenece, como yo, al regimiento, y no es capaz de abandonarlo. Si se tratara de Espiridión, tal vez ... pero Juan ... ni por pienso, mi capitán.

El cabo Franco movió la cabeza con una especie de incredulidad, y dijo a Moctezuma III:

- Si dentro de dos horas no se presenta en el cuartel general, lo declaro desertor al frente del enemigo.

El cabo Franco, con una especie de desconsuelo, de desaliento, de cobardía tal vez, que jamás había sentido en su vida, se disponía a marchar al cuartel general a dar personalmente el parte de lo ocurrido a Baninelli, cuando oyó un rumor extraño como de la estampida de un ganado salvaje y a poco tiros de fusil. Una chusma furiosa se arrojó sobre su tropa desvelada, enferma, diezmada por la enfermedad, pues durante la noche más de la mitad estaba atacada por la epidemia y apenas podía sostener el fusil.

- ¡Rayos y centellas! -gritó el cabo Franco a sus soldados-. Vale más morir matando que no como unas viejas cocineras, deponiendo el estómago y encomendándose a Dios. ¡Adentro, muchachos!

Sólo quedó en el campo Moctezuma III. Que en esos momentos se creyó capaz de salvar, no sólo al cabo Franco y a Baninelll, sino a toda la nación.

Se encaró con la docena de reclutas que lo seguían y les gritó:

- ¡A libertar al capitán Franco y a matar a todos esos hijos de un demonio! ¡Soy el emperador y el dueño de México; el que no sea cobarde, que me siga, y a morir como mueren los indios valientes, sin quejarse ni pedir misericordia!

Con espada en mano se lanzó sobre la multitud, repartiendo tajos formidables, sin cuidarse de las balas que silbaban cerca de sus orejas.

Su actitud enardeció a todos.

Los reclutas dispararon sus fusiles, los voltearon por la culata y se arrojaron en medio de los enemigos, y repartiendo porrazos tan tremendos que quebraban quijadas y cabezas y rompían piernas y brazos como si se tratase de muñecos de alfeñique. Esta resistencia inesperada desconcertó a los asaltantes, que a su vez, echaron a correr dejando tirado en el suelo al cabo Franco, que había sido traspasado por una bala y perdía sangre por la ancha herida que le había hecho una de calibre de a onza.

- Aún no estoy muerto, Emperador -le dijo el cabo Franco-. Te has portado como un hombre.

Moctezuma III, sin contestarle y haciéndole seña de que no hablase, lo tomó delicadamente en sus brazos, lo colocó sobre sus hombros, y seguido de sus valientes reclutas se encaminó poco a poco al cuartel general.

Todo esto fue obra de instantes, de modo que Baninelli tuvo conocimiento del ataque y de la derrota a un mismo tiempo. Por más que con su energla habitual quiso organizar una columna y volar al socorro de su vanguardia comprometida, le fue imposible. Ya no era una brigada, sino un cementerio y un hospital.

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