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SEGUNDA PARTE



CAPÍTULO DÉCIMONOVENO



AVENTURAS DE TRES RECLUTAS

Se acercó el cabo Franco, y su mano se tiñó con la sangre caliente que brotaba de una herida que tenia en la cabeza cerca de la frente el desgraciado.

- ¡Maldita sea mi estampa! -gritó metiendo mano a sus cabellos y arrancándoselos con rabia-. He matado al capitán. Soy un bruto y un salvaje. Seguramente dejé una bala en alguno de los cartuchos, y debe ser el tiro de Juan el que le ha pegado, pues estaba precisamente en línea recta, y estos reclutas, que no saben ni disparar, han aprovechado el único cartucho que tenia bala, pero ... yo soy el recluta y el que tengo la culpa. ¿Qué vaya decir al coronel?

Se acercó más, tentó y registró el cuerpo de Robreño. No tenia más que esa herida; su corazón latía y su respiración no era trabajosa. El cabo Franco recogió su kepí, que había botado al suelo, y llamó a Juan el recluta.

- Mira, Juan, entre tú y el Emperador, que sois mozos fortachones, me cargan con mucho cuidado al capitán, que todavía respira y que es necesario que salvemos; caminen a la casa del cura. Yo los sigo.

El cabo Franco, sin ceremonia, se introdujo en la iglesia, seguido del Emperador y de Juan.

El cura era un viejo clérigo de cosa de sesenta años, corrido de mundo en su juventud, sabio, bueno, caritativo y filósofo en su mayor edad.

Ningún asombro le causó ver entrar al cabo Franco seguido de los soldados que conducían un herido.

- En mi cama, en mi cama. Esa es la caridad y es mi deber -le dijo al cabo Franco.

- Me voy a confesar con usted, señor cura, pues lo que voy a decirle es bajo el sigilo de la confesión. Todo es un secreto. Haga usted de cuenta, señor cura, que me he confesado con usted; pero lo que importa en este momento es curarlo; algo entiendo en esto; hace años que soy militar y he practicado con los médicos, cuando las circunstancias me lo han permitido.

Con asombro y duda escuchó el cura esta extraña narración, y tan pronto se le paseaba por la cabeza que era una venganza política, como se inclinaba a creer un rarísimo acto de clemencia.

- Pierda usted cuidado, que lo que me ha contado será como si lo hubiese encerrado en una tumba. Pero dejemos por ahora todo esto, que ya bastante sé, y procedamos a la curación.

Baninelli no había dormido en toda la noche, y oyó los tiros.

- El capitán ha sido fusilado a las cuatro y media de la mañana, como usted mandó.

Baninelli se lo quedó mirando fijamente.

- Entendido, mi coronel. Una herida leve, por inadvertencia; no es nada. En una semana estará bueno. Lo entregué al cura.

- Bien -le contestó Baninelli-. Tenemos que marchar dentro de una hora. Acabo de recibir un extraordinario de México.

- Listo, mi coronel, a la vanguardia, como siempre.

Acabada la diana, Baninelli mandó dar el primer toque de marcha. El cabo Franco llevó a la casa del cura el caballo, las armas, la tagarnina (1) y una bolsita de seda llena de oro.

- Señor cura, le entrego a usted a un hombre que ha muerto para el mundo; cuando resucite, que resucitará, tomará un nuevo nombre, inventará parientes o no los inventará, nadie lo perseguirá ya; pero tampoco nadie lo reconocerá. Es lo más singular que he visto en los años que tengo de vida y de servir en la carrera de armas. Yo me marcho con la tropa; dejamos al pueblo tranquilo, que se alegrará al ver que nos alejamos, quizá para no volver.

No daban las siete de la mañana cuando el cabo Franco, a la vanguardia, y Baninelli, con sus infantes, caballos y comisaría, ambulancia y trenes, salian de Mascota rumbo a Zacatecas.

Juan ni remotamente podía sospechar que había fusilado a su padre, que la bala que lo hirió era de su fusil y que lo había llevado en sus brazos hasta la casa del cura de Mascota; pero estas escenas le causaron una impresión quizá todavía más profunda que la del asesinato de Tules.

Las marchas y contramarchas de la brigada ligera de Banineli fueron idénticas a las que ya hemos descrito.

Valentin Cruz huía, aumentando o disminuyendo sus fuerzas, sin hacer alto sino unas cuantas horas, y sin presentar batalla, lo que ocasionaba una fatiga inútil a la brigada, que cada día iba a menos por la deserción y por la absoluta falta de recursos, que no podía remitirle el gobierno a pueblos pequeños, donde el comerciante más rico no tenia quinientos pesos juntos.

Valentin Cruz, a su paso, como si fuese un pequeño Atila, no dejaba ni yerba, de modo que cuando Baninelli llegaba, apenas tenia unos cuantos sacos de haba seca o de frijoles, para dar un escaso rancho a la tropa. El que no conozca al soldado mexicano apenas podrá creer cómo con escasísimo alimento puede caminar por senderos ásperos y quebrados diez o doce leguas diarias, y si se ofrece, batirse con brío y denuedo como si acabase de comer bien y echar buenos tragos de aguardiente.

El cabo Franco hacia dos o tres años que había adquirido una alhaja de inestimable precio. Esta alhaja era una cocinera. Mujer de más de cuarenta años, fea hasta no producir tentación alguna ni en campaña; pero robusta, sin ser gorda, muy limpia hasta donde se lo permitia su escaso equipaje y el polvo del camino, y sobre todo activa y de inagotables recursos para sacar partido de las malas situaciones. Caminaba con la brigada en un caballo robusto y cuidado con esmero por ella misma; con la cara énvuelta en un pañuelo de modo que apenas se le veían los ojos: con un ancho sombrero de petate con su barboquejo para que no se volara: con su jorongo embrocado y rodeada de cacerolas y cubos colgados en la silla. No se cuidaba si estaba cerca o lejos del enemigo: entraba la primera a los pueblos y se dirigía a la mejor tienda o a la plaza, si era día de tianguis. Compraba lo necesario con dinero al contado, y en el acto, en un cuarto o patio del mesón, o en la plaza debajo de un árbol, o donde encontraba sombra, descendía con facilidad y presteza, descolgaba del caballo, como si fuese un tinajero, su batería de cocina y disponía lo necesario para un buen almuerzo o comida, según la hora en que se vencía la jornada.

Así andando, subiendo y bajando, se acabó la tarde y vino calurosa y negra la noche, sin vislumbrarse la luz de una ciudad ni la fogata de una cabaña. Hombres y caballos caían cansados en aqUel polvo blanco y ardiente, y el cabo Franco y los reclutas confesaron que, si dentro de una hora no encontraban un pueblo o una hacienda, no continuarían más, aunque el coronel Baninelli se los mandase. Era una rebelión completa, causada por el hambre, sed y el cansancio. Por fin, y cuando menos lo esperaban, se encontraron en la plaza de una población que, por el aspecto de aquélla, de la iglesia que estaba enfrente y de las casas que la rodeaban, parecía ser de alguna importancia, pero esa población estaba desierta.

- Si alcanzo a Valentín Cruz no le doy ni cinco minutos. A las tres de la mañana, el primer toque, a las tres y media, el segundo, y a las cuatro, en marcha.

El cabo Franco y los tres reclutas se repartieron como hermanos dos tortillas duras y un pedazo de cecina, y pudieron, a fuerza de la fatiga que los tenía hechos pedazos, dormir un par de horas.

A las cuatro y cuarto la brigada estaba en marcha por senderos todavía más difíciles y ásperos que los del día anterior. Por fortuna encontraron los exploradores un charco de agua rodeado de árboles, y allí sestearon, agotaron el agua hasta el grado de chuparse el lodo: pero esto les dio la vida y pudieron llegar también, ya de noche, a un pueblo que encontraron igualmente abandonado. Micaela se echó en busca de gallinas, de carneros y de legumbres. Nada: las chozas vacías; los campos secos y con rastrojo de la reciente cosecha, de modo que los caballos y las mulas fueron los mejor librados. Agua fresca en abundancia de un arroyo cercano, que se derramaba y se perdía en el agujero de un río subterráneo. Concluyó Micaela por encontrar en un jacal un depósito de mazorcas de maíz y oyó gruñir a un desgraciado cochino que estaba encerrado en el corral inmediato. Ya los soldados habían escuchado este gruñido, que para ellos era la vida, pues llevaban treinta y seis horas de ayuno.

Sin cuidarse de la disciplina y sin temor a la severidad de Baninelli, se habían desbandado, hecho pedazos la cerca del corral, precipitándose sobre el cochino dándole sablazos, bayonetazos y puñaladas hasta hacerlo un picadillo, a pesar de los gruñidos lastimeros del infeliz animal. Micaela pudo traerlos a la razón prometiéndoles guisar el cochino y aprovechar hasta la última gota de sangre.

En efecto, cargaron dos soldados con el animal, hasta el campamento de Micaela, la que hizo una buena lumbrada, y rodeada de cacerolas, antes de dos horas había hecho tantas y tan sabrosas preparaciones, que bastaron para saciar el atrasado apetito de los hambrientos militares. En un jacal había encontrado un soldado, sal y jitomates. El Emperador que con calma recorrió una a una las chozas, llevó a la cocinera chile, cebollas, ajos y unas bolas de masa de maíz preparadas el día anterior, con las que pudieron hacerse tortillas. El Emperador fue aclamado por toda la brigada, y mereció el honor de ser llamado por Baninelli y de una sonrisa, pues el jefe, ante un rimero de tortillas calientes y un trozo de tocino asado, había desarrugado el seño.

- Ya le haremos pagar muy caro a Valentin Cruz estos trabajos. Cuento contigo, Emperador, y si continúas portándote bien, pronto serás capitán como el cabo Franco.




Notas

(1) Especie de maleta que utilizaban los soldados de jerarquía en la que transportaban su ropa y alimentos.

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