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PRIMERA PARTE



CAPÍTULO SÉPTIMO



DON DIEGO DE DÍA

El entierro fue en las primeras horas de la mañana y el cadáver de la condesa, llevado en un ataúd forrado con terciopelo negro y plata en hombros de los criados, seguido del mejor carruaje y depositado en el sepulcro de la familia en la capilla de Aránzazu, de la que habían sido bienhechores los condes del Sauz.

La mayor parte de los que visitaron al conde y asistieron a las honras, decían:

- ¡Qué lástima de condesa! ¡Tan joven, tan hermosa y tan feliz con tanto dinero y un marido tan excelente!

Los hijos del marqués del Valle Alegre y la condesa de Miraflores no eran de la misma opinión, y por el contrario, decían que don Diego era un verdadero bandido.

Al perder Mariana a su madre no puede explicarse lo que sintió. Dolor agudo, profundo, porque la condesa la veía como a las niñas de sus ojos y era la única luz en la sombrla noche de su matrimonio; y al mismo tiempo, miedo, despecho, desesperación, tristeza sin tregua al hallarse sola en el inmenso palacio, sin tener más que la limitada conversación de la criada antigua de la casa que sirvió de camarista a su madre, que continuaba haciendo con afán y cariño los mismos oficios con la hija. Las horas de comer eran su tormento, pues cuando levantaba la vista se encontraba con el semblante torvo del conde, y no sabía dónde poner los ojos.

El conde, por su parte, tenia diversos sentimientos. Algo sintió la muerte de la condesa, porque al fin fue una esposa tímida y resignada; pero día por día notaba que Mariana se ponía más hermosa, y concebía por ella un vivo cariño, sin qué su hija lo correspondiese, pues se mostraba fria y a veces dura con él cuando en cualquier cosa indispensable tenlían que entablar una corta conversación. Esto tenia al conde furioso.

Así pasaron más de dos años, lentos como dos siglos para Mariana. El día menos pensado, al terminar el almuerzo, el conde dijo a su hija:

- He mandado traer el avío; prepárate, porque dentro de una semana marcharemos a la hacienda.

Mariana tenía ya ocupaciones domésticas que la distraían; y el aire libre del campo, las excursiones a pie, a caballo y en carruaje por los extensos potreros, el cultivo del jardín y, sobre todo, la libertad de que gozaba, la hicieron olvidar la sombría mansión de la calle de Don Juan Manuel.

Así pasó mucho tiempo sin incidente notable, hasta que un día llegó a la hacienda, seguido de cinco correyitas, un muchachón grande y robusto, requemado con el sol, vestido de cuero y empolvado de los pies a las cejas. Cuando al día siguiente apareció aseado y vestido con un traje militar, Mariana fijó su atención y pensó que era un hombre lo que se puede llamar guapo y bien presentado. Su suerte se decidió.

Era este joven hijo del administrador de la hacienda, había nacido en. ella y, luego que tuvo la edad suficiente, fue enviado a un colegio de México y después a servir en la frontera, en las montañas presidiales, a las órdenes del viejo veterano don José Juan Sánchez. De cadete pasó a alférez, a teniente, y finalmente era ya capitán en la época de que vamos hablando. En uso de una licencia, fue al Sauz a pasar algunos meses con su padre, del que había estado largo tiempo separado.

Ver a Mariana y amarla todo fue uno. Su suerte se decidió también.

El hijo fue, pues, muy bien recibido.

Pasaron meses y los jóvenes, aunque se amaban y se entendían perfectamente, habían guardado tal reserva y tal disimulo, que don Diego, preocupado con las empresas amorosas en la misma ranchería y en los pueblos inmediatos, no había concebido ni la más leve sospecha. En una de las ocasiones en que fue a Sombrerete, donde tenía parte en una mina y con motivo de ese asunto solía permanecer dos o tres semanas, Mariana y el novio entraron juntos al despacho del administrador.

- Don Remigio -dijo Mariana, sin más rodeos y tomando de la mano al novio y obligándolo a que se acercase-, su hijo de usted y yo nos queremos; más diré a usted: nos amamos mucho. Es necesario que nos casemos y que usted sea el que se lo diga a mi padre.

Don Remigio quedó mudo, como quien ve visiones.

- ¡Vamos! ¿No dice usted nada, don Remigio? -continuó Mariana con la mayor naturalidad-. ¿Qué le asombra a usted? Nos queremos casar y nos casaremos, ¿Qué tiene eso de particular? Conque por ahora, a la mesa, que es la hora de la cena, hemos andado más de dos horas en los potreros y tengo tal apetito que devoraría todo el corderito que está en el horno.

Mariana y el hijo, Mariana, sobre todo, consoló al administrador y lo llevó a la mesa. Los novios cenaron opíparamente. Don Remigio no pudo pasar un pedazo de pan.

El conde regresó a los quince días de Sombrerete.

Pasaron días y días, hasta que por fin el afligido padre se hizo el ánimo fuerte, y una mañana, después de dar cuenta a su amo de los asuntos y observando que no sólo estaba de buen humor, sino alegre, comenzó por rascarse la cabeza y retroceder poco a poco para ganar la puerta.

- ¿Tienes algo que decirme, Remigio? -le dijo el conde, que observaba esta indecisión.

- Señor conde es una cosa tan fuerte, tan ... tan ... no sé cómo, lo que tengo que decirle, se lo diré; puede ser que hasta quiera matarme usía.

- ¡Vaya, vaya! Lo que sea, fuerte o suave, dilo en el acto -repuso el conde ya algo cambiado en su fisonomía.

- Señor conde, me perdonará usía; lo que tengo que decirle es que mi hijo se quiere casar.

- ¡Bah! ¿Y no es más que eso? Vamos, ¿y con quién se quiere casar?

- Con la niña Marianita -contestó con mucho aplomo don Remigio.

- ¿Conque con mi hija, con mi hija? Y se ha atrevido, ¡vive Dios!

El conde, después de dejar un cardenal morado en el robusto brazo de su antiguo criado, dijo con una voz que debió oírse hasta las lejanas y verdes praderas donde se habían dicho sus amores pocos días antes los entusiastas novios:

- ¡No! -hizo seña a don Remigio para que saliese.

Al día siguiente, temprano, el conde llamó a su recámara a don Remigio.

- No, no hay que caer de rodillas ni nada de esas farsas propias de las mujeres. Escucha bien lo que voy a decir y darte la última prueba de confianza. En el acto dispondrás que tu hijo monte a caballo, regrese a la frontera y no vuelva a poner los pies en la hacienda. No quiero verlo porque lo mataría. Mandas después, y cuando tu hijo haya partido, poner el avío y te llevas a Mariana a México.

Tres semanas después, Mariana llegaba a México y quedaba como enterrada en vida en el sombrío palacio de la calle de Don Juan Manuel.

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