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PRIMERA PARTE



CAPÍTULO SEXTO



DON DIEGO DE NOCHE

No hay dicha completa en este mundo: nada es más cierto. Doña Pascuala, que debió haber sido la mujer más feliz al dar a luz, después de tantos años y fatigas y con peligro de su vida, a un hijo sano, robusto y para ella hermoso, era, sin embargo, la madre más infortunada de toda la comarca.

La justicia de la tierra no habría castigado tan severamente el crimen que le hizo cometer el miedo y la superstición. Las dos herbolarias no lo pasaban mejor. Se les figuraba que todo el mundo sabra lo que habran hecho, y que de un momento a otro serían llevadas a la cárcel y ahorcadas en la Plazuela de Mixcalco.

Don Espiridión sí estaba contentísimo, no sólo por tener un heredero, sino por haber acertado, librando a su mujer de la muerte, obligándola a que la curasen las brujas; y Moctezuma III en sus glorias pues en vez de dar la lección y hacer palotes, cargaba al muchacho, tiraba del mecate de la cuna y le cantaba rorrós.

Dejemos por ahora a los habitantes del rancho de Santa María de la Ladrillera, y a la infeliz criatura olfateada ya por los perros de la viña, para ocuparnos de personajes más altos e importantes aunque quizá menos felices que los del humilde rancho donde, como curiosos, hemos vivido algunos meses.

La calle que hoy se llama de Don Juan Manuel, y que en el principio de la formación de la ciudad se llamó Calle Nueva, se componía de edificios, mejor diremos de palacios, de una arquitectura severa y triste, una verdadera calle de una ciudad de la Edad Media.

En uno de esos palacios habitaba el muy rico, noble y poderoso don Diego Melchor y Baltasar de Todos los Santos, caballero Gran Cruz de la Orden de Calatrava, marqués de las Planas y conde de San Diego del Sauz.

El conde de San Diego del Sauz parecía hecho adrede para habitar esa mansión señorial. Era alto, delgado, color cetrino, bigote entrecano, retorcido en forma de cuernos de alacrán, ojos pequeños aceitunados, pero fijos y feroces al mirar; dentadura fuerte y blanca y labios delgaditos y retraídos, donde siempre vagaba una sonrisa de cólera, de sarcasmo y de desprecio hacia todo el mundo. A los veintidós años se casó, o mejor dicho lo casaron (pues fue un pacto de familia para que ni el dinero ni los títulos de nobleza pasasen a gente extraña) con una prima en segundo grado, de edad poco más o menos igual a la suya, a quien desde los siete años pusieron en un convento, de donde salió para tomar estado; de modo que los novios se conocieron dos semanas antes de unirse para siempre, y por cierto que no se amaron repentinamente como Julieta y Romeo.

La muchacha se casó, con un miedo que no pudo disimular; tanto, que se desmayó al acabar de pronunciar el si, y el conde fue guiado únicamente por el interés de adquirir, en cuanto naciese un hijo varón, el titulo de marqués de Sierra Hermosa y una valiosa hacienda cercana a Zacatecas.

Al año justo de haberse casado vino al mundo no un varón, sino una niña, y como la condición para obtener el titulo y disfrutar los bienes era que el hijo deberla ser varón, el conde vio frustrado el objeto de su enlace y concibió un odio profundo por su mujer y por su hija. Apenas pasó el bautismo que fue, por el qué dirán, muy solemne, cuando el conde se marchó a la hacienda de San Diego, situada cerca de Durango, donde estaba fundado el mayorazgo, y no volvió ni a escribir ni a saber de su familia sino a los ocho años. El d+ia que menos se pensaba penetró hasta la misma recámara de su mujer, con la que estaban de visita dos primos, hijos del marqués de Valle Alegre; su madrina, la condesa de Miraflores, y dos señoras ya ancianas que la habían conocido de muy niña. No podía darse tertulia más inocente; la esposa había cultivado esas dos amistades de la gente principal de México, olvidada como había estado durante la larga ausencia del marido.

Al día siguiente llamó a su mujer y a su hija y, sin saludarlas, sin ninguna otra explicación y con voz dura y decisiva les dijo:

- De hoy en adelante, nadie, ¿lo entendéis?, nadie ha de entrar en mi casa sin mi permiso. ¡Venid, venid! -y al decir esto tomó de una de las panoplas un largo y relumbrante puñal de dos filos.

La madre y la pobre niña, aterrorizadas, cayeron de rodillas.

- Levantad ... no se trata de eso, y no hay que armar escándalo; venid, os digo.

Teniendo el puñal en una mano, con la otra levantó bruscamente a la madre, después a la hija, y volvió a decirles:

- Seguidme ...

Más muertas que vivas, y sin poder articular una palabra, siguieron al conde.

- Las puertas de la casa -dijo el conde-, desde el zaguán, deberán permanecer dia y noche abiertas, de modo que yo pueda penetrar a la hora que me parezca, sin ser visto ni sentido de nadie, o al contrario, siendo visto y oído por los criados y por vosotras. Repito que perdono hoy pero en lo de adelante, a la primera sospecha que tenga, te clavo en el corazón este puñal y después sigo con tu hija.

Al día siguiente amaneció con una fiebre, de que escapó merced a la robustez de su complexión y a la esmerada asistencia que le proporcionaron, no su marido, sino los sirvientes y especialmente una antigua camarista que casi la había casado. En cuanto a la hija, ya por su edad, ya porque fuese menos timida que la madre no hizo mucho caso de la amenaza; pero si concibió un odio profundo por el hombre que veía por primera vez y que con el titulo de padre obraba de una manera insensata con ella y con la madre. En el curso del tiempo la vida del conde fue de lo más extraña.

Apenas atravesaba una que otra palabra con su mujer cada ocho o diez días, pasaba la mano bruscamente por la abundante cabellera de su hija Mariana, y con esto creía haber cumplido con los deberes de padre y de esposo. ¿Dónde iba el conde? En su casa nunca lo supieron; pero las gentes que en México cultivaban el ramo de la crónica escandalosa no lo ignoraban. Tenia sus tertulias de juego y de muchachas del medio mundo, como se dice hoy.

La pobre condesa convaleció lentamente, y no pudo, en lo sucesivo, dormir en las noches, sino cuando había ya entrado su marido y pasado en revista el puñal.

Para que se pueda formar el lector idea del carácter feroz de don Diego, bastará referir uno de tantos hechos a los que él no daba ninguna importancia. Caminaba una vez de una a otra de sus haciendas en un carruaje viejo con las ruedas apolilladas, si bien estaba siempre pintado y lustroso. Tropezó el cochero con un pedrusco, una de las ruedas se desgranó, volcó el carruaje y el noble conde se hizo un hoyo en la cabeza. Se levantó sin decir una palabra y ganó a pie la hacienda, que ya no estaba lejos. Al día siguiente mandó amarrar al cochero de pies y manos a la rueda que había quedado buena y le dijo:

- Vas a recibir tu gala por haberme roto ayer la cabeza -y le tiró diez pesos-; pero también tu castigo para que otra vez tengas más cuidado.

Tres mocetones fuertes comenzaron a darle al infeliz con unas varas de membrillo tales azotes, que a chorros le escurría la sangre. Desmayado lo desataron y lo llevaron a su cuarto, donde varios días estuvo entre la vida y la muerte.

La condesa, cada día peor; los médicos, que tenían la idea de que gozaba de la existencia regalada que proporcionan las riquezas, no era posible que atinasen con su enfermedad.

Un día de tantos como corrían monótonos y tristes para la pobre condesa, se levantó, se puso frente a su tocador y llamó a su recamarera favorita.

- Sácame mis mejores alhajas y el vestido con que me casé y fui a la iglesia.

La condesa se vistió, se adornó con toda sus joyas y el resto del día estuvo contenta y hasta risueña. El conde no apareció por la casa. En la noche, al acostarse, tomó el puñal de debajo de la almohada y lo tiró al suelo.

- Ya no temo al conde -dijo-. Mañana tengo que morir.

- Pero qué, ¿siente usted algo, señora condesa? -le preguntó Agustina, alarmada.

- Nada; al contrario, nunca me he creído más fuerte; pero ya verás.

A la madrugada como de costumbre, tomó su chocolate hirviendo, se reclinó en su canapé y cerró los ojos para no volverlos a abrir más. Agustina cayó al pie del sofá, desmayada. Así les encontró el conde.

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