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SEGUNDA PARTE



CAPÍTULO DÉCIMOTERCERO



LA PROCESIÓN DE LAMPARILLA

- Se va juntando mucha gente y es preciso que organicemos la procesión -dijo muy alegre Lamparilla al oficial.

- Como usted quiera -le contestó-. Estoy a sus órdenes.

El secretario del juzgado fue, con la aprobación del oficial, el encargado de organizar lo que Lamparilla llamaba alegremente una procesión.

Al indio enmascarado lo sacaron arrastrando por los pies por la misma horadación, pues Cecilia no quiso absolutamente que pasase por las otras piezas ni por el patio.

Pantaleona, al verlo salir así, con una perfecta calma, dijo:

- ¡EI indino! Todo lo merecla este nahual.

En seguida sacaron al remero con los retazos de cachetes y de nariz colgándole y empapado en agua sangrienta, lo colocaron y lo amarraron de la misma manera en la otra escalera y la arrimaron a la pared junto al indio muerto.

Lamparilla entró a la casa a despedirse de Cecilia y de las criadas, les aseguró que no serían molestadas, y que para las nuevas declaraciones él vendría por ellas en coche y arreglaría con Bedolla que fuesen a hora en que hubiera menos gente, si era posible, de noche.

Terminados entre tanto los trabajos preparatorios, Lamparilla organizó su procesión:

Delante, un piquete de soldados; en seguida, las dos escaleras Con los muertos, detrás el infeliz don Joaquinito y el alcalde, amarradas las manos.

Las escaleras, con sus muertos, fueron colocadas en la banqueta del palacio municipal.

El secretario, con lo que había visto, tuvo lo bastante para sentar las primeras diligencias. Se tomó declaración al oficial, a dos sargentos y a Lamparilla, y llegó su turno a don Joaquinito y a don Tomás, el alcalde del barrio, a quienes se hizo subir las escaleras del Palacio amarrados como habían venido, y entre dos espesas filas de curiosos que formaban valla. Don Joaquinito relató su vida y milagros, protestó que era tan inocente como el día que lo habían bautizado; pero el alcalde del barrio, rabioso y no sabiendo con quién desquitarse, lo interrumpia y acriminaba, diciendo que era un receptor que admitía prendas robadas y vendía aguardiente hasta las once y doce de la noche.

Bedolla, después de una madura reflexión, de hablar algunas palabras en voz baja con el secretario y de guiiiar el ojo a Lamparilla, decretó lo siguiente:

- Cítese a la trajinera Cecilia y a su criada Pantaleona. Los reos, el uno (alias Joaquincito), el otro, Tomás, alcalde del barrio, serán reducidos a prisión y puestos inmediatamente incomunicados en un separo hasta tanto termina la presente sumaria. Cítese a los dos carboneros, presuntos autores del atentado cometido en casa de Cecilia (alias La Trajinera), haciendo una horadación en la pared de la calle e introduciéndose por ella con el designio de robar y matar a la dicha trajinera y sus dos criadas.

Bedolla se levantó de su sillón y salió en compañía de Lamparilla y del oficial.

Cecilia y las dos Marias, tan luego como la gente se dispersó y volvía a sus ocupaciones, y la fúnebre procesión organizada por Lamparilla se alejó tomando el rumbo de la Plaza Mayor, se ocuparon activamente de reparar los desastres tapando con tierra y piedras la horadación y echando cántaros de agua a los suelos manchados con sangre del último de los enmascarados.

Lamparilla se presentó al caer la tarde.

Cecilia se dejó dar un beso en un carrillo y abrazar fuertemente por Lamparilla, diciéndole:

- Ahora menos que antes, señor licenciado. ¿Qué dirán las gentes de una mujer que fue causa de un tumulto y estuvo en un tris de ser llevada entre filas a la cárcel?

Cecilia no sólo estaba agradecida por el servicio que le había prestado Lamparilla librándola de las garras del alcalde del barrio, sino preocupada ya con el sentimiento tierno, que no puede eVitar cualquier mujer cuando se persuade de que es sinceramente amada, y en el fondo estaba decidida a entregarse enteramente al licenciado si, ganando el pleito de los Melquiades, lograba entrar en posesión de las haciendas.

Cecilia no volvió la cara a otro lado ni rechazó a Lamparilla.

Luego que partió Lamparilla, Cecilia se vistió con ropa modesta y oscura y, acompañada de María Pantaleona, se fue a la casa del licenciado don Pedro Martín de Olañeta, a quien encontró leyendo una carta de Casilda, de la que nos ocuparemos en su lugar.

- No tenga usted duda, señor licenciado -le dijo Cecilia cuando concluyó su narración-, es él, y nada más que él. Aquí tiene usted el mechón de cabellos con un pedazo de casco que se quedó en manos de Pantaleona. Conozco sus mechas negras y espesas, como si fuesen las mías.

- No hay nada que hacer por lo pronto, Cecilia -le dijo don Pedro Martin, cogiendo con dos dedos y con una especie de horror la mecha de Evaristo y guardándola en una caja vieja de cartón-. Ya vendrá su tiempo cuando menos lo esperemos. ¿Qué vamos a hacer ahora contra un capitán de rurales en quien el gobierno ha puesto su confianza, protegido por el coronel Baninelli, que lo juzga como el hombre más valiente de la provincia de Chalco? Todo lo sé, y sigo desde mi casa la pista de ese bandido.

La frutera, en efecto, al dia siguiente fue a dirigir su puesto al mercado, no pensando volver ya a Chalco en mucho tiempo: escribió a don Muñoz, que ella siempre insistia que era el visitador de médico, para que le comprase o se encargase a medias de sus negociaciones.

Cecilia y las dos Marías volvieron a su vida habitual.

Un detalle todavia más importante: Lamparilla, disfrazado, esperaba a Cecilia en las cercanias de su casa. En una de sus sabrosas pláticas y en una noche lluviosa y cargada de electricidad (y sin duda mucho influyó esto) Cecilia le dijo:

- Pues que usted lo quiere, licenciado, me casaré con usted luego que gane el negocio del rey Moctezuma III; lo quiero a usted bien y de todo corazón.

Lamparilla, casi loco de entusiasmo, fue a participar a Bedolla su buena suerte, rogándole terminara la causa para que la frutera y sus Marias no tuviesen necesidad de ser ya citadas al juzgado.

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