Índice de Los bandidos de Río Frío de Manuel PaynoCapítulo anteriorSiguiente capítuloBiblioteca Virtual Antorcha

SEGUNDA PARTE



CAPÍTULO DÉCIMOSEGUNDO



EL TUMULTO

La puñalada que María Pantaleona dio al último de los enmascarados en la arteria carótida ocasionó que se vaciara completamente, y el cuarto estaba inundado de sangre.

A la tormenta de la noche había seguido, como es común en México, una mañana clara y fresca.

- Doña Cecilia, despierte usted, que van a dar las seis -le dijo María- y ya hay mucha gente y mucho trajín en la calle -y al decir esto abrió las ventanas.

Cecilia se sentó, se limpió los ojos, miró a Pantaleona y dio un grito ...

- ¡Señora mía de los Dolores! ¿Qué es esto, qué ha sucedido?, mujer estás como si te hubieses bañado en una tina de sangre.

- No se asuste, doña Cecilia, ya le contaré; no es nada, y yo no tengo ni siquiera un araño; levántese y venga.

- ¡Qué horror! -exclamó tapándose los ojos-. ¿Qué has hecho? ¿Qué ha pasado? ¿Cómo ha sido mi sueño tan pesado que nada he sentido? Dime pronto, que me vuelvo loca. ¿En mi casa un asesinato? ¿Qué va a ser de nosotras? Vámonos de aquí; no, no, quiero mirar ese hombre que, muerto como está, parece que nos qUiere matar.

Entraron a la recámara, y Cecilia, conmovida y nerviosa hasta el extremo, tiró en un rincón el calzado empapado en sangre, se lavó los pies y las piernas y cayó anonadada en la gruesa estera que le servía de tapete.

María Pantaleona la tranquilizó se acabó de enjuagar los pies y le contó lo que había pasado.

- Hemos escapado; y si no ha sido por ti, muchacha, a estas horas yo soy la que estaría nadando en sangre, en mi cama -dijo Cecilia, atrayendo contra su seno a Pantaleona y abrazándola fertemente-. ¿Pero cómo tuviste valor?

- Pues nada, ¿qué había de suceder? El hombre, metido entre la pared, sin poder moverse, y yo con mi cuchillo, y piedras, y la barreta cerca ... Pero lo mejor sería llamar al licenciado Lamparilla.

- Corre, corre dices bien; lávate y múdate de ropa y vuelves con él. Es temprano y no se ha de haber levantado todavía.

El desgraciado remero asesinado vivía en una choza de zacate en el pueblo de Santa Anita.

Ya reunidas las tres, hablaron, se explicaron y pensaron en lo que deberían hacer, y decidieron que María Pánfila iría a llamar al alcalde del barrio.

Llegó a poco el alcalde, que pudo, con mucha dificultad, acercarse hasta donde estaba Cecilia, rodeada de mucha gente, la llamó a su recámara y la interrogó.

Cecilia le contó lo ocurrido sin comentar para nada a Evaristo.

- ¿Y dónde está María Pantaleona?, que tuvo ese valor increible y que, en verdad, no me explicó bien -dijo el alcalde.

- Maria Pantaleona -le contestó Cecilia- ha ido en busca de mi licenciado.

- Conque, por de pronto, doña Cecilia, vístase bien, porque así no está usted para salir a la calle y prepárese a acompañarme a la cárcel.

El alcalde del barrio era, efectivamente, uno de los muchos aficionados que tenia Cecilia; la perseguía y le había hecho diversas proposiciones, aunque ninguna de casamiento. No era del todo despreciable.

- ¡Bonita es la justicia de México! -dijo Cecilia muy colérica-. ¡Conque después de que agujerean la pared y se meten en mi casa a la madrugada para cogerme dormida y matarme, todavía se quiere que acompañe uno al muerto y vaya a la cárcel!

- No hay que enfadarse por tan poca cosa, doña Cecilia -contestó con mucha calma el alcalde-. No sé de qué se asombra usted, que está cansada de ver todos los días pasar los muertos y detrás los reos. Es la costumbre.

- Pero yo no soy rea -le interrumpió Cecilia-, y por lo demás no me saque argumentos, don Tomás, porque primero me hará usted mil pedazos que dejarme llevar a la cárcel. Mire, don Tomás -continuó Cecilia con acento resuelto y sacando el puñal de una curiosa vaina bordada de oro y arrímándoselo a la cara-, por el alma de mi madre le juro que, antes de salir de aquí entre soldados, me hundo este puñal en el corazón y acabamos; pero no iré entre filas.

- Pues no irá usted entre filas ni se hundirá usted el puñal en Se seno que pide besos y caricias y no heridas ni sangre, que bastante hay ya aqUí.

Con un movimiento rápido que no aguardaba Cecilia, don Tomás le quitó el puñal, y blandiéndola y levantando el brazo, amenazó a Cecilia y dijo riendo:

- ¿Quién es el que manda ahora? No sea tonta, doña Cecilia.

- Mire don Tomás -le dijo-, me ha jugado usted una traición, y eso no hacen los hombres como usted. Deme mi puñal y no haré más que guardarlo; la cólera lleva a uno a donde no quisiera ir. Esperemos que venga mi licenciado e iré, no digo entre filas sino al infierno si él me lo manda. De otro modo, no logrará usted que vaya.

- Estoy conforme -le contestó el alcalde-, y ya verá con esto que le doy una prueba de lo mucho que la quiero, aunque usted no me corresponde ni hace maldito el caso de mí. Prométame no moverse de aqui y voy en busca de los ayudantes de acera para que sosieguen a esta gente y busquen unas escaleras para llevar al muerto.

Lamparilla no llegaba, ni María Pantaleona tampoco, y sin embargo ya era tiempo. La situación no podra prolongarse más.

Mientras, el alcalde don Tomás se dirigía a buscar a los ayudantes de acera.

La cocinera del licenciado Bedolla, que acostumbraba hacer sus provisiones en el Puente de la Leña, se dirigió a pasos precipitados a la casa, refiriendo a su amo que una mujer había matado a su amante dentro de su casa, y el amante había matado antes a un remero, por celos, y que el barrio se estaba levantando; que había tumulto y otras cosas por el estilo.

El juez se acabó de vestir y sacó el reloj. Era justamente la hora en que el secretario acostumbraba ir a platicarle, a contarle los chismes de la noche anterior, a tomar sus órdenes para el despacho.

- Tenemos tumulto en el Puente de la Leña. Una mujer ha asesinado a su amasio y el amasio ha asesinado a un remero. La cocinera lo ha visto todo.

- Corra usted, pida auxilio en el cuartel más cercano, y usted mismo sosiegue el tumulto, que no ha de ser gran cosa; aprehende usted a la amasia y a los cómplices. ¿Usted me comprende? Sin reo no podemos hacer nada.

El secretario quería responder, pero Bedolla no se lo permitió.

- Corra usted, corra usted, ya tendremos tiempo para platicar yo me voy inmediatamente al juzgado. iQué fortuna que me haya tocado hoy el turno!

El secretario, diez minutos después, estaba en el cuartel de la Santisima; dijo al oficial de guardia su nombre y empleo, le pidió auxilio, obtuvo cuatro hombres y un cabo.

Y llegó hasta el almacén de fruta de Cecilia.

Ya el alcalde venia por otro rumbo con tres o cuatro ayudantes de acera, y seis u ocho cuicos.

Fue naturalmente el secretario del juzgado el que se hizo cargo de las primeras diligencias. Papel, tintero y una pluma se encontraron en la casa de Cecilia. El secretario se puso a dictar y el alcalde a escribir.

Considerando el secretario que con las diligencias que había practicado bastaba, a reserva de continuarlas en el juzgado, determinó que Cecilia, la criada María y don Jacinto, debían ser conducidos presos a la Diputación, precediéndoles el muerto, cada uno amarrado en su respectiva escalera y que la casa de Cecilia quedaría a cargo y bajo la responsabilidad de don Tomás, el alcaide.

Los cuicos comenzaron a ejecutar esta determinación, que fue notificada a Cecilia.

Uno de tantos muchachos, que se ocultó detrás de la puerta, escuchó la disposición del secretario del juzgado, salió de su escondite, se hizo paso entre la multitud y comenzó a gritar con un chillido agudo y acompasado:

- ¡Ya se llevan presa a doña Cecilia!

Con la rapidez de la electricidad se propagó la noticia por las calles y puentes del canal. Los pulqueros, los carboneros, los de las pajerías y tendejones salieron a las puertas, dejaron sus comercios abandonados por un momento o al cuidado de los dependientes y se acercaron al almacén de fruta.

A poco se juntaron a los muchachos los pelados (1) y los remeras de las trajineras, que brincaban a la orilla armados con sus largos y gruesos remos.

Los cuicos sacaron otra vez sus largas espadas, los hombres, en bandadas también, sustituyeron a los muchachos y comenzaron a llover piedras sobre los desgraciados policías, haciéndoles huir, descalabrados y magulladas las espaldas.

El tumulto estaba en toda su fuerza y desarrollo. El cabo no podia separarse de la casa de Cecilia; dos soldados estaban junto al remero asesinado y dos guardaban las puertas de la casa y la horadación.

El tumulto con toda su griteria y actividad febril avanzaba e invadia el barrio de la Santisima; las puertas de los zaguanes y accesorias se cerraban, las familias enteras ocupaban los balcones y mandaban preguntar a los aguadores de la fuente el motivo de tanto alboroto, y cuentos y versiones diversas circulaban sin que nadie acertase con la verdad.

Fue en estos momentos cuando apareció Lamparilla acompañado de Pantaleona; llegó a la iglesia de Santa Inés y siguió a pasos precipitados por el Callejón del Amor de Dios. No le cupo duda que el drama que se había desenlazado sangrientamente en casa de Cecilia era la causa de la conmoción, y tembló con la idea de que algo malo hubiese pasado a la guapa mujer de quien cada día estaba más enamorado. Cuando llegó Pantaleona a su casa, Lamparilla estaba todavía durmiendo, y por mucha prisa que se dio, no pudo acabar su toilette tan pronto como el caso requería.

Consiguió Lamparilla un refuerzo de veinte hombres al mando de un teniente, y con esta fuerza, marchando a paso veloz, con el arma blanca al brazo, penetró con brio, como si fuese a asaltar una fortaleza, a lo más intrincado y espeso del tumulto. Los soldados despejaban a derecha e izquierda, con el fusil tendido, a la gente que les impedía el paso.

El teniente, que era un verdadero muchacho que comenzaba su carrera y no aguantaba muchas pulgas, le dijo a Lamparilla:

- Licenciado, ya estoy perdiendo la paciencia con esta gente, y si pasamos por esta calle tan angosta y mal empedrada, pueden muy bien envolvernos y echamos al agua. Es necesario disparar unos tiros al aire y si no se aquietan, les echo bala y los disperso a bayoneta. Yo no me he de dejar burlar.

Mandó disparar, en efecto, cuatro o seis tiros al aire, y como en Una suerte de teatro que hubiese hundido debajo de la trampa a un ejército entero, la calle y los puentes quedaron despejados y solos.

El licenciado penetró ansioso hasta la recámara de Cecilia, y latiéndole el corazón, la encontró muy tranquila, sentada en su silla, los centinelas en la puerta, con el arma al brazo, pero muy respetuosos con la propietaria de la casa.

- ¡Cecilia! ¡Cecilia! -le dijo Lamparilla, queriendo arrojarse en sus brazos-. ¿No estás herida? ¿Te han hecho algo? ¿Por qué este alboroto y este tumulto en todo el barrio?

- No, nada tengo, licenciado, y bendito sea Dios que vino pronto -le respondió Cecilia dándole un apretón de mano-. Esta sangre es del indio asesinado que está degollado en la otra pieza, y el tumulto lo han ocasionado los cuicos, que me quieren llevar a la cárcel; pero se lo dije clarito a don Tomás, el alcalde: me habrían llevado a la cárcel muerta, pero viva ... ¡cuándo! ¡Ni con todo el regimiento que está en el cuartel de la Santísima!

- Bien hecho; ni por qué te habrían de llevar, cuando tú has debido ser asesinada, a no ser por Pantaleona, que me lo ha contado todo.

En esto fue entrando Pantaleona, que no había cesado de seguir a Lamparilla.

- Pensando en Cecilia te había olvidado -dijo Lamparilla.

- Venga y verá, señor licenciado -le dijo Cecilia a Lamparilla tomándolo de la mano y entrando con él en una especie de galera siniestra. Lamparilla retrocedió aterrorizado al contemplar aquel indio deforme.

El oficialillo, que entraba en aquel momento dijo:

- Bien hecho; lo aseguro, y ya no volverá este monstruo a entrar por otro agujero. Venga esa Pantaleona y le daré un abrazo.

- Pero el alcalde, ¿dónde está? -preguntó Lamparilla.

- Sépalo Dios, y mejor que se haya ido -contestó Cecilia.

Acalorada discusión entablóse entre todos estos personajes en cuanto se reunieron en la casa de Cecilia; cada uno quería mandar y disponer a su antojo; pero por fin Lamparilla, con el apoyo del valiente oficialillo, dominó y se hizo respetar del alcalde del barrio, que era el más obstinado e insolente.

- Licenciado, yo haré lo que usted quiera -dijo el secretario-, pero es necesario que presentemos un reo.

- Parece que el dueño del tendejón de la esquina, donde bebieron aguardiente los dos carboneros, es cómplice, pues se trataba de robar la casa.

- Ya tenemos reo -le contestó Lamparilla-; vaya usted al tendejón y tráigalo de una oreja.

Mientras pasaba este diálogo, el alcalde del barrio, don Tomás, disputaba en la puerta de la calle con el teniente que mandaba el piquete de tropa.

Estaba encaprichado en que a Cecilia y Pantaleona se le atasen las manos Y fuesen conducidas así por las calles hasta la diputación, Y además de treinta o cuarenta presos, pues con esto pensaba acreditar su celo, captarse de la voluntad del gobernador y de los jueces de lo criminal, afirmarse en el poder y desquitarse así de los desdenes de Cecilia.

El alcalde de barrio le dijo al fin:

- Yo no tengo la culpa de disputar con mocosos malcriados.

Nunca hubiese dicho estas palabras, pues el oficialillo lo agarró por el pescuezo con una violencia y fuerza que el insolente funcionario no sospechaba, y lo sacudió como si fuese un muñeco.

El alcalde quiso libertarse y metió el puño cerrado en el pecho del oficialillo. Éste lo soltó del cuello y, enarbolando el brazo, le largó tan soberbia cachetada que lo hizo dar tres pasos atrás.

- A la cárcel este insolente, que no tuvo valor para aquietar el tumulto -dijo Lamparilla- y se atreve a insultar a la autoridad.

- ¡Silencio y que lo amarren! -dijo el oficial.

El secretario llegó a ese tiempo con don Joaquinito del brazo, que venía azorado y no sabía lo que le pasaba.

- Ya tenemos dos reos -dijo Lamparilla al secretario-. Bedolla va a ponerse muy contento.




Notas

(1) Dícese de la gente pobre que, precisamente para evitar el empulgarse tenía por costumbre cortarse el pelo al raz, esto es, muy corto. De ahí el nombre que se les daba de pelados.

Índice de Los bandidos de Río Frío de Manuel PaynoCapítulo anteriorSiguiente capítuloBiblioteca Virtual Antorcha