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SEGUNDA PARTE



CAPÍTULO DÉCIMOCUARTO



TERRIBLE COMBATE EN RÍO FRÍO

Evaristo, medio aturdido, mojado, sangrándole el casco y furioso como un perro atacado de hidrofobia, tuvo, sin embargo, la serenidad suficiente para tomar sus precauciones.

Lo fue a encontrar Hilario con una parte de los soldados que formaban la escolta.

Montó a caballo y, más bien corriendo que galopando, llegaron todos sin novedad al rancho de los Coyotes, donde estaba el resto de la escolta y además muchos de los valentones de Tepetlaxtoc.

- Amigos -les dijo Evaristo, ya que se había lavado y cambiado el traje mojado y sucio de carbonero por el vistoso y plateado de capitán de rurales-, hoy en vez de escoltar tenemos que asaltar las dos diligencias que se reúnen en la venta de Río Frío. Oigan bien lo que les voy a decir: quiten las balas lueguito a las paradas de cartuchos, y vámonos a galope y por las veredas para llegar a tiempo. La mitad seremos ladrones que asaltarán las diligencias, luego que los pasajeros estén montados y el cochero haya remudado las mulas, y la otra mitad seremos escolta que defenderá las diligencias y atacará a los ladrones, pero todito de mentiras, muchos balazos sin bala, muchos sablazos y caballazos sin lastimarse. Los ladrones al fin serán vencidos y escaparán a uña de caballo, y la escolta ganará, de modo que los pasajeros vean todo y puedan dar razón; en seguida me iré yo a México a dar parte y sacar los haberes, pues la aduana de Texcoco no tiene ni un real, y nos debe, como quien dice, dos meses que se cumplen pasado mañana, y ya saben que se ha vivido de lo que nos dan los pasajeros. Conque ya saben, todito de mentiras, pero bien hecho.

Llegaron, pues, sucesivamente a la venta de Río Frio las dos diligencias a eso de las doce y media del día que siguió a la tenebrosa tragedia de la casa de Cecilia; los pasajeros descendieron almorzaron con apetito, saborearon despacio los guisos medio franceses y medio alemanes que les sirvió el nuevo fondista, y limpiándose labios y dientes, se acomodaron bien en los coches para echar un pisto y concluir la jornada.

No bien habían subido los cocheros al pescante, y los postillones se disponían a soltar el tiro, cuando se escucharon por el monte unos disparos de fusil: un grupo de hombres a caballo salió del bosque, marcó el alto y, rodeando los carruajes. notificaron con las rasposas palabras de costumbre a los pasajeros que entregaran sus relojes y dinero y se dispusieran a bajar y abrir sus baúles y maletas.

Pero no pasaron diez minutos sin que bajara del lado opuesto otro grupo numeroso, a cuya cabeza se presentó Evaristo gritando con una voz estentórea:

- ¡Aquí esta la escolta del gobierno. grandísimos collones, y no tengan cuidado señores. que aquí está Pedro Sánchez!

Y sonó una descarga cerrada de tercerolas y de pistolas sobre la diligencia, de donde salió un solo grito desgarrador y lastimero, como de muerte, que lanzaron los pasajeros, que creyeron que era el último día de su vida.

Fue una de caballazos, de carreras, de choques de espadas que rechinaban y echaban chispas como si fueran piedra y eslabón; y su entusiasmo en este simulacro fue tal que muchos cayeron al suelo y fueron pisoteados por los caballos.

Los que hacían el papel de ladrones echaron a correr, y Evaristo y los suyos al alcance y a carrera tendida, azotando sus caballos y gritándose insolencias. Por fin, pensó en que la farsa debía cesar, y regresó a la venta.

Evaristo, desangrándose de la mano volvió de la persecución encarnizada que hizo a los fingidos ladrones, y los pasajeros no sólo pudieron ver su herida, sino que sacaron sus pañuelos restañaron su sangre.

Evaristo era de una constitución de hierro, acostumbrado a la fatiga y al trabajo desde que ejercía honradamente el oficio de tornero, soportaba las más grandes fatigas y concluía por sufrir los dolores físicos y sobreponerse a ellos cuando la necesidad lo exigía. Bebía licor para darse ánimo, pero no era borracho consuetUdinario: era osado, violento y atrevido, pero cobarde en el fondo, y desde que asesinó a Tules, la sangre no le causaba horror, y veía con la más completa indiferencia la muerte o el sufrimiento de sus semejantes.

Así en esta ocasión, a pesar de estar herido, hizo un esfuerzo, considerando que era su salvación, y, dejando el mando a Hilario, se dirigió con diez hombres escogidos a México, a presentarse al gobernador y comandante general y dar él mismo parte de la batalla, que comprobarían con su testimonio los pasajeros de la diligencia. Temía que Cecilia lo hubiese denunciado y que el licenciado don Pedro Martín de Olañeta estuviese ya en Palacio imponiendo a las autoridades qué casta de pájaro era don Pedro Sánchez, Capitán de rurales.

Hilario levantó el campo. En seguida se dirigieron al rancho de los Coyotes y toda la noche fue de borrachera y de cena, de modo que acabaron con las provisiones de la despensa de Evaristo.

Éste, con calentura y casi cayéndose del caballo, llegó a México cerca de las diez de la noche. Amaneció Dios y con la luz se disiparon los fantasmas que lo habían acosado en la noche: después de un buen desayuno de café aguado y pambacitos calientes, de que participó la escolta, montaron a caballo, y a galope por las calles no pararon hasta la puerta grande del Palacio Nacional.

Ya se sabía por los pasajeros la reñida y sangrienta batalla de la venta de Río Frío: así, en cuanto se anunció en el Ministerio de Guerra que el capitán Pedro Sánchez se presentaba en persona, las puertas se le abrieron de par en par, el ministro lo hizo sentar y escuchó muy atentamente la narración que le hizo del suceso.

El ministro le contestó que había oído con satisfacción el relato, que lo felicitaba a él y a sus valientes voluntarios, que extendiera el parte por escrito, pues quería tener la satisfacción de presentarlo a su Excelencia el presidente.

Introdujo a Evaristo al suntuoso gabinete del presidente, que estaba junto a una mesa, majestuosamente sentado en su sillón. Cuando vio la figura siniestra de Evaristo, cambió de postura e hizo un gesto que manifestaba claramente su disgusto.

- ¿Usted es Pedro Sánchez (no le concedió el don), el Capitán de rurales recomendado por Baninelli?

- Sí, señor -respondió Evaristo.

- General presidente -le interrumpió-, y pues es usted militar al servicio del gobierno, debe comenzar por dar el tratamiento a las autoridades.

- Mi general ... -murmuró Evaristo, desconcertado, temblando en su interior y no pudiendo sostener la mirada fija e indagadora del Primer Magistrado de la Nación-. Yo fui, mi general presidente, el que derroté a los bandidos de Rio Frio ... en el monte y maté y me mataron ...

- Lo sé, lo sé todo -le interrumpió el presidente-, ya me ha dado cuenta el señor Ministro de Guerra. Ha cumplido usted con su deber, y puede retirarse.

Evaristo, sin saber por qué puerta salir y aturdido y corrido con la áspera recepción, tuvo el tonto atrevimiento de querer estrechar la mano del presidente. Éste se retiró con desprecio y con una mirada de autoridad le indicó que saliese.

- Este hombre no me agrada -dijo el presidente al ministro luego que se cerró la puerta tras de Evaristo-. Creo que Baninelli se equivocó en su elección, como yo me equivoqué con la de ese licenciado Bedolla.

- Él, sin embargo, es valiente y ha dado pruebas en esta ocasión; salió herido y no seria malo darle una recompensa -dijo el ministro.

- Cualquier cosa, lo que usted quiera, señor ministro, por mi cuenta, lo mandaria fusilar, y esté seguro de que la mitad de lo que ha contado es mentira. Estos rancheros son malos y ladinos, como Bedolla.

Al dia siguiente se levantó un poco mejor, escribió el parte de la célebre batalla, y él mismo lo llevó al Ministro de Guerra.

- El señor presidente -le dijo el ministro- estaba un poco indispuesto ayer y de mal humor, pero ya lo he calmado y ha consentido en que yo dé a usted el grado de teniente coronel.

Evaristo respiró, un gran peso se le quitó del corazón. Ni Cecilia ni don Pedro Martin lo habian denunciado.

- Pero mientras vivan -se dijo- no podré estar tranquilo.

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