Índice de Los bandidos de Río Frío de Manuel PaynoCapítulo anteriorSiguiente capítuloBiblioteca Virtual Antorcha

SEGUNDA PARTE



CAPÍTULO DÉCIMOPRIMERO



LOS ALMACENES DE FRUTAS

A lo largo del canal, viejas construcciones de uno y otro lado, con sus fachadas amoratadas de tetzontle o pintadas de cal o de colores fuertes, con sus balconerías airregulares de fierro, sus ventanas con rejas gruesas, forman una calle comunicada por puentes, que no deja de tener su novedad, especialmente en ciertas horas del día, en que las aguas turbias de la acequia están casi cubiertas de chalupas y de canoas cargadas de maíz, de cebada, de legumbres, de frutas y de flores, y como allí se van a surtir de primera mano los revendedores de fruta que andan en la calle y se sitúan en los zaguanes y esquinas por toda la ciudad, y como las indias e indios visten poco más o menos sus trajes primitivos, no sólo para los extranjeros, sino aún para los mismos mexicanos ilustrados y parisienses que habitan el centro, tiene cierta novedad antigua, más interesante todavía para el que estudia las costumbres populares.

Las pulquerías son otra tentación muy peligrosa por las riñas que resultan.

Otro de los comercios, casi exclusivo de esa parte de la ciudad, son las pajerías. Una pequeña barcina de paja colgada en el centro de la puerta y flotando en el viento, indica a los cocheros el lugar donde deben abastecerse y adquirir a costa de las mulas y caballos que cuidan, un diario mayor que el sueldo que ganan. De uno y otro lado de la puerta una fila de costales abiertos de cebada, de maíz y de semilla de nabo, y a veces de frijoles, ocupan tOda la acera. El interior es un verdadero almacén, la mitad ocupado con paja y la otra con sacos de maíz y de cebada que, en pilas simétricas, llegan hasta el techo.

Las carbonerías son no sólo puntos, sino manchas negras que resaltan en las fachadas blancas con sus mochetas azules o amarillas y sus sacas de carbón hechas con un zacate áspero y cortante, en la puerta, amontonados, canastillos copados de carbón, y sentados en unos banquillos el carbonero y la carbonera, tiznados más negros que los negros de África, con grandes cabezas enmarañadas y unos ojos ribeteados de encarnado, semejándose a los monstruos increibles que inventan las nodrizas y cocineras para asustar a los niños e impedir que hagan travesuras.

El vecindario es también característico y adecuado a la localidad. La base o cuadro se compone de viejos y de viejecitas de setenta, de ochenta y no pocos de cien años, desmintiendo con esto los preceptos de la higiene. La humedad, las emanaciones de la acequia, el ningún aseo de las calles, debían influir activamente en la duración de la vida. Nada de eso, los pulqueros y tocineros son en lo general de una salud envidiable y de una gordura monstruosa, y los carboneros se conservan por eternidades exentos de toda corrupción, con el polvo que tragan y de que están cubiertos. Otra parte de los vecinos son más bien de Chalco, de Texcoco, de Ameca, de Cuautla, de Amilpas. Tienen su comercio de granos y fruta, y en vez de hacer continuos viajes en las trajineras, concluyen por tomar una habitación en el Puente de la Leña, y tener, como las grandes casas de comercio, el despacho en la capital, conservando en su pueblo la casa materna, como hemos visto que lo hacia Cecilia.

Y todo ese barrio de gente descuidada, mal vestida, de aspecto pobre, es, por el contrario de los ricos, no como los aventureros y agiotistas, que sacan su fortuna de la Tesorería General, sino ricos por el trabajo de la tierra y del comercio.

Los Melqulades, los malévolos Melqulades, detentadores de la inmensa fortuna del pobre Moctezuma III, encontraban siempre dinero con los comerciantes del Puente de la Leña para gastarlo y dilapidarlo en comilonas, toros y fiestas de iglesia que promovían de intento para ganar popularidad, y que los indios y rancheros se sublevasen si algún día venían a despojarlos por la fuerza de lo que se habían malamente apropiado.

De Cecilia, ni se diga. Pasaba en toda la vecindad, lo mismo que en Chalco, por una de las más ricas trajineras; y si hubiera necesitado reunir cuatro o cinco mil pesos, no habría dilatado cinco minutos, dirigiéndose a los trujanos o a los tiznados carboneros. Además, la querían bien porque era mujer honrada y trabajadora y no decía más que lo que le salia del corazón, y a estas buenas cualidades se añadía que era guapa, simpática y caritativa. Los cojos y lisiados siempre tenían una tortilla que comer y algo en cobre que no dejaban de utilizar para echar en los tendejones su trago de aguardiente.

En algún capitulo hemos hablado del interior de la casa de que era propietaria Cecilia en la capital, necesitamos, por lo que va a pasar en ella y por dar una idea de los almacenes de fruta, hacer una descripción más minuciosa.

La fachada media cosa de cuarenta varas de largo. En el centro habia un zaguán alto y ancho, que, aunque viejo, se habia conservado bien por ser de madera de cedro. Del lado izquierdo del zaguán había tres ventanas con gruesas rejas de hierro, y del derecho una puerta pequeña y varias ventanillas y ojos de buey que daban una escasa luz a los cuartos interiores. El primer patio era inmenso, empedrado con grandes piedras redondas de río, podrían haber entrado a él cómodamente cuatro o seis coches; pero en lugar de coches entraban canoas trajineras, pues Cecilia había hecho cavar un canal que llegaba hasta el fondo, donde había un cobertizo de tejamanil para depositar el azúcar, la miel y el aguardiente de que venían cargadas sus canoas. En tiempo de lluvias, cuando se desbordaban las lagunas y la acequia se llenaba, las aguas penetraban hasta el canal de la casa, y las canoas podían entrar cómodamente, y cerrada la puerta, flota y mercancías quedaban tan seguras como en el mejor muelle.

Algunos extranjeros que visitaban los grandes almacenes de Cecilia no podian creer lo que veian sus ojos. Las naranjas en Inglaterra están cuidadosamente envueltas en papel de China y valen una libra esterlina la docena; en Francia, las legumbres y la fruta se venden por peso, y no imaginaban tal profusión ni el infimo precio a que se vendian.

De día estos depósitos estaban abiertos de par en par, y los regatones entraban y salian desde las seis de la mañana para examinar el estado de las frutas y hacer su provisión surtida de cuantas encontraban. A las diez terminaba la venta. Cecilia atendía a veces este negocio, otras lo dejaba a una de las Marías y ella se iba a presidir el puesto del mercado.

Tal era el almacén de fruta de Cecilia, y como él habla seis u ocho, poco más o menos parecidos, en ese célebre barrio de la cequia de que hemos tratado de dar una idea.

Evaristo, como la mayor parte de los agricultores de Chalco y Texcoco, tenia sus relaciones de comercio con los Trujanos, con los carboneros y con los dueños de tendejones, a los que vendía granos, leña y carbón, pero no le había convenido hacerse conocer personalmente, y hacia sus tratos y cobras por conducto del administrador de La Blanca. Podia, pues, presentarse en esas calles sin inconveniente y pasar desapercibido como uno de tantos.

Desde que fue arrojado por Cecilia y herido en la mano, Se propuso resueltamente acabar con ella y con sus dos criadas Dejó por unos dias el mando de la escolta a Hilario, y él se vino de incógnito a establecer a México con el objeto de madurar un golpe decisivo y seguro. Tomó un cuarto en un mesón de Tezontlale para vivir aparentemente en él, y una accesoria con dos piezas en el Callejón de la Trapana, donde fijó su residencia y puso una carboneria a cargo del enmascarado que habia escapado del desastre de Rio Frio, y con el cual podia contar enteramente.

Cecilia y él no cabian ya en la tierra. O el o Cecilia debian morir y se resolvió a jugar el todo por el todo.

Varias veces vio entrar a Cecilia por el zaguán chico, por donde se manejaba. Impetus le daban de arrojarse sobre ella y coserla a puñaladas, pero lo que queria era la venganza, al mismo tiempo que la impunidad.

Evaristo se aseguró que desde la una de la mañana hasta las tres o cuatro, él seria la única persona despierta en el barrio, y era más de lo que necesitaba. En las noches oscuras, luego que el músico Sayas entraba, él salia con unos instrumentos que de intento mandó hacer, y sin ruido y lentamente iba quitando las piedras y cavando un agujero por donde cupiese un hombre, en la parte baja de la casa de Cecilia y en el lugar que había calculado, por sus observaciones, que daria a la pieza intermedia entre las recámaras donde dormian Cecilia y las Marias. Cuando había profundizado algo, volvia a colocar las piedras con mucho arte para que nada se notara en el exterior, se retiraba y cerraba su carboneria. Asi continuó su trabajo, que cuidaba de examinar durante el dia, y cuando estuvo seguro de que sólo necesitaba retirar con la mano una piedra chiluca para poder penetrar cómodamente al interior, resolvió dar el golpe.

Su plan era entrar él por el agujero y después el indio, los dos armados de puñales. El indio se dirigiría a la pieza de la izquierda, donde dormian las criadas, y sin hablarles una palabra les daría de puñaladas. Él tomaria la recámara de la derecha y haria lo miSmo con Cecilia, y tendria el doble placer de hacerla desaparecer, siguiendo una escena que podria, si resucitase, envidiar el célebre marqués de Sade.

Rondó Evaristo como media hora y ya desesperaba de encontrar al remero, cuando lo vio venir con un farolito encendido, trastabillando, pues había absorbido ya cuatro o cinco vasitos de chinguirito. Era lo que precisamente se necesitaba.

Evaristo condujo casi en peso al remero hasta la canoa y lo dejó acostado y sin sentido, con el farolito para que no llamase la atención a alguno que pudiera pasar y estuviese acostumbrado a hacerlo encendido hasta las once o doce de la noche.

Fuese en seguida a la carbonería, apagó su luz, entreabrió la puerta y se puso en observación.

Evaristo estaba ya en aptitud de obrar: nadie debería ya pasar por todo el barrio de la Acequia. Los serenos, muy lejanos, estaban sin duda abrigados y dormidos en casa de sus amigos los tenderos.

Cerró su puerta, despertó bien al indio sacudiéndolo fuertemente, le hizo tomar un trago de aguardiente, y le dio dos puñales muy largos y afilados.

- Escucha bien lo que te voy él decir. Sígueme. Voy a entrar por un agujero que hay ya hecho en casa de la trajinera. Tú entrarás tras de mi. Te diriges en silencio a la pieza que yo te señale, y entrarás hasta el rincón del fondo. Allí encontrarás en la cama, dormidas, a dos mujeres; antes de que puedan despertar y gritar, dales muchas y fuertes puñaladas por la cara, por el pecho, por todas partes, y no ceses de herir hasta que las mates. Si no obedeces, te mato yo esta noche.

El indio, que era el más bruto y el más cruel de los que formaron la cuadrilla de los enmascarados, cogió los puñales, se los colocó en la faja de la cintura, se envolvió en su frazada negra del pOlvo del carbón, y contestó lacónicamente:

- No tenga cuidado, mi capitán.

Cerraron la carbonería y salieron con precaución, disimulándose contra las paredes, y asl llegaron hasta la horadación. La reconoció Evaristo con cuidado y la encontró a satisfacción, no se necesitaba más que quitar las piedras ya flojas y el cascajo, retirar la tapa de chiluca y entrar sin necesidad de hacer ruido.

- Entra tú primero y yo te sigo.

El indio, con repugnancia, meneaba la cabeza y no quería aventurarse, pero Evaristo lo amenazó con su puñal, y tuvo que obedecer y se tendió en el suelo.

- Si ves que hay luz encendida, oyes ruidos en las piezas o ves gente despierta, retiras inmediatamente la cabeza; si todo está quieto y oscuro, me lo dices y yo entraré inmediatamente.

El indio no contestó, pero introdujo la cabeza y casi al mismo tiempo el resto de su cuerpo, hasta que desaparecieron sus pies en la oscura tronera. Una voz indefinible dijo desde dentro, muy quedo.

- Puede entrar. Todo está oscuro y quieto.

No dejaron de llamar la atención a Evaristo los términos regulares y pulcros del llamamiento; pero no obstante se tendió en el suelo y comenzó con precaución a introducir su cabeza; no había penetrado aún el cuello, cuando se sintió asido de las melenas por una mano fuerte que tiraba para introducirlo adentro y al mismo tiempo sintió la punta de un puñal. Quiso retirarse inmediatamente, pero otra mano se apoderó de otro mechón, y su esfuerzo fue inútil.

- ¡Ah, maldita Cecilia! Siento tus manos fuertes de arriera y de trajinera, y tu venganza de infierno, pero no te has de salir con la tuya, mi gente está aqui y ahora mismo rompo las puertas de tu casa, entro, te llevo presa y te ahorco en el monte ... Suelta, demonio ... Suelta ... te prometo no decir nada ... suelta ... Jamás te volveré a ver ni a acercarme a una legua de donde tu estés ... Suelta, por el alma de tu madre ...

Evaristo, formando palanca con sus brazos apoyados contra la pared, trataba de retirar su cabeza, amenazando unas veces, jurando y pidiendo perdón otras.

Imposible, la persona que lo tenía asido de los cabellos en el interior del cuarto formaba también palanca, poniendo los pies contra la pared. Esta lucha terrible duró menos de cinco minutos.

La persona que tenia asida a Evaristo cayó de espaldas en el cuarto, quedándose con un mechón de cabellos, con todo y la piel del casco en la mano, mientras el bandido se revolcaba de dolor entre el cascajo y los escombros de la tétrica calle.

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