Índice de Los bandidos de Río Frío de Manuel PaynoCapítulo anteriorSiguiente capítuloBiblioteca Virtual Antorcha

SEGUNDA PARTE



CAPÍTULO DÉCIMO



EL CAPITÁN DE RURALES

Los valentones de Tepetlaxtoc no quedaron muy contentos de la conducta de Evaristo en el ataque que sufrieron por las fuerzas del coronel Baninelli. Decían en la pulquería adel pueblo que era una gallina, un collón, un sinvergüenza, que se había juído en cuanto vio las capas amarillas, que si él como capitán que era de la cuadrilla, se hubiese puesto a la cabeza de ellos, se habrían zumbado redonda a la caballería de línea y hasta cogido preso al coronel.

De los indios enmascarados decían blasfemia y media.

Evaristo, añadían, no se había portado bien dejando abandonadas a esa gente para que se las comieran los zopilotes: repetían que a la mejor se había rajado, y se proponían, cuando viniese Evaristo al pueblo, convidarlo a tomar pulque y buscarle camorra, provocarlo y pelearse con él para saber, si cara a cara y hombre a hombre, era capaz de sostenerse y si no se iría para atrás como un gallina.

Evaristo, no obstante esta mala disposición de la gente de Tepetlaxtoc, se presentó en el pueblo y les dijo:

- Ya saben que soy Capitán de rurales, pero quiero que seamos amigos y compas hasta la pared de enfrente; conque vénganse conmigo con sus armas y caballo, ya nos dará el gobierno nUestro sueldo y veremos después cómo arreglamos nuestro modo de vivir. Conque ¿qué tienen que contestar?

- Pues compas y nada más -respondieron los valentones y se estrecharon y sacudieron las manos sucias y callosas.

Y la compañía de brutales para custodiar el camino de Veracruz quedó formada.

Evaristo tuvo la audacia de ir a México, y con el nombramiento provisional de Baninelli y las instrucciones que le había dado se presentó a la comandancia, y en menos de una semana arregló cUanto era necesaria y volvió con su despacho de capitán y la orden para que le abonaran las aduanas de Texcoco y Chalco haberes para veinticinco hombres a un peso diario cada uno.

Con todo y esto, los vecinos honrados de Texcoco, de Chalco y de Tepetlaxtoc, y aun el mismo administrador de La Blanca, que lo había recomendado, fueron atando cabos y casi no tuvieron dUda de que Evaristo no era extraño a los acontecimientos de Río Frio.

Pero sea lo que fuere, los que así sospechaban tenían tanto miedo, que ni a su sombra se atrevían a contar lo que pensaban.

La seguridad del camino de Veracruz se restableció en lo aparente.

Cuando menos lo esperaban, ya un pueblo, ya en otro, salían de la espesura de las yerbas y de los árboles diez o quince hombres montados en buenos caballos y armados hasta los dientes, que rodeaban la diligencia, y alguno de ellos que fungia de jefe se acercaba a la portezuela, se quitaba el sombrero y decía con voz hueca y frecuentemente aguardentosa:

- Buenos días, caballeros. Es la escolta del camino.

Cuando les daba la gana, el jefe volvia a saludar y decía:

- Se retira la escolta.

Y uno a uno de los que la formaban iba sucesivamente tendiendo su sombrero e introduciéndolo hasta dentro diciendo:

- Lo que gusten dar, caballeros.

Llovían pesos y pesetas en los sombreros hasta que no quedaba ni polvo en el bolsillo a los pasajeros. En seguida metían espuelas a los sacos, y como demonios desaparecían en el recodo de la montaña.

Evaristo dejó el cuidado inmediato de las escoltas a Hilario; y él, con un par de valentones detrás, recorría los pueblos indagando la vida y milagros de todo el mundo.

De vez en cuando venía a la capital en busca del coronel Baninelli, a quien logró ver una vez, y de las autoridades civiles Y militares, con las que estaba en relaciones por motivo del desempeño de su comisión; les contaba mil mentiras y exageraba su constante trabajo de vigilancia ...

A los dos días de observación, un desgraciado que había conducido ladrillo a la fábrica de hilados fue aprehendido por el mismo Evaristo y sin más ceremonia lo colgó en un pirúl, despachó con uno de los valentones los burros al rancho, y él se fue en el acto, seguido de otros dos, a dar personalmente parte a México.

- Nos van a dar malos ratos los periodistas -le dijo el mayor de Plaza-, pero desgraciadamente no hay otro medio de acabar con los ladrones. Ya veremos, pero pierda cuidado, que se le sostendrá, pues basta que sea amigo del coronel Baninelli.

De cualquier manera, el prestigio de Evaristo aumentó considerablemente.

Un día, montado en un caballo soberbio que le habian regalado en la hacienda de Chapingo, y seguido de sus dos valentones, se presentó en Chalco y tocó en la puerta principal de la casa de Cecilia, la que salió a abrir, pues se hallaba en el patio en aquel momento ayudando a regar y barrer a Maria Pantaleona.

No pudo menos que saludarla de buena voluntad y decirle que se apease, descansase un rato y tomase café, chocolate o un trago de mezcal.

Evaristo no esperó a que se lo dijera dos veces; se apeó, dejó su caballo en manos de sus satélites de fisonomias siniestras, y él cinco minutos después estaba frente a frente de Cecilia.

Se la quedó mirando con unos ojos de tempestad terrible que no presagiaban nada bueno. Cecilia sintió como si se le hubiese tocado la espalda con una varita de acero, o como si pasase una corriente de alfileres por su cuerpo.

Evaristo, con el carácter de Capitán de rurales y con el mando absoluto y, podía decirse, el dominio entero de casi una provincia, se habia hecho la ilusión de que ya era no sólo hombre de bien, sino un personaje importante en la milicia; y continuando así, quién sabe si con el tiempo iba a dar a coronel y hasta a general, con el mando de un Estado. Su carrera era más que equivoca, y sus aspiraciones, muy semejantes a las de Bedolla. Cada uno, en su línea, quería clavar la rueda de la fortuna.

Bedolla, casándose con una rica heredera de la noble y antigua casa de Valle Alegre. Evaristo, enlazando su vida para siempre con la más rica y más guapa trajinera de Chalco, y de las fruteras del mercado mayor de México.

- Doña Cecilia -le dijo arrimando su silla hasta tocarle con la rOdilla-, ya sabrá usted que soy Capitán de rurales; que mando en todos estos pueblos y que no hay quien me tosa ni se me quede mirando.

- Mucho me alegro -le contestó Cecilia retirando su silla, cambiando de postura y envolviéndose la cara con su rebozo azul.

- Si le digo que soy capitán y que si no soy rico al menos tengo cuatro reales, como quien dice, es porque todo es por usted.

- Le repito que me alegro, y si continúa trabajando será coronel y más rico. ¿Qué más da?

- Para qué andamos con rodeos, doña Cecilia; ya que se hace usted la desentendida, como todas las mujeres, le hablaré clarito y sin que se me quede nada dentro. Me quiero casar con usted.

Evaristo, orgulloso con su autoridad de capitán y creyendo que su elocuente peroración había producido efecto, tiró a un lado el sombrero que tenía puesto y se atrevió a echar el brazo al cuello de Cecilia. Ésta, con un movimiento de cabeza, se escapó y se puso en pie.

- Siempre ha de ser usted atrevido -le dijo con enojo-. Ya sabe que de nadie sufro llanezas. Siéntese y hablemos en razón. Yo no provoco a nadie. Dios me hizo como soy y no tengo la culpa si los hombres son atrevidos. Siéntese.

Los dos volvieron a sentarse.

- Voy a contestarle sin rodeos como usted dice, y vale más no engañar. Yo no me he de casar ni con usted ni con nadie.

- Si eso es nada más, será usted tan libre como ahora, doña Cecilia.

- ¿Por quién me toma entonces? -le contestó Cecilia con viveza- Si quiere que nos separemos amigos, mejor tome un trago y váyase, que precisamente por ser ya capitán es mayor el escándalo dejando el caballo en la puerta con los dos que trae de soldados o de mozos.

Cecilia fue al armario, sacó una botella de mezcal y unas copas, las llenó y presentó una a Evaristo.

- Crea, doña Cecilia, que en lo que llevo de vida nadie me ha tratado como usted, y otra que hubiera sido, habría ido a recoger los dientes al suelo.

Cecilia estaba ya violenta, se retiraba a medida que Evaristo se acercaba, y así fueron dando vuelta a la mesa.

- Déjeme en mi quehacer y usted váyase dizque a coger ladrones, que el ladrón que coja me lo clavan en la frente.

- Doña Cecilia. Por lo que tiene de mujer y de cristiana, no me diga más si no quiere tener la suerte de ...

- La suerte de un cobarde que se atrevió a medirse conmigo en cierta mañana, y todavía está en el hospital de San Andrés.

María Pantaleona, desde que Evaristo entró a las habitaciones de Cecilia, había estado en observación y escuchando la conversación.

Cuando notó que la conversación iba convirtiéndose en un pleito y que Evaristo pasaba a las vías de hecho, se presentó en la puerta con su barreta en la mano.

- ¿Se le ofrecla algo a doña Cecilia? -dijo María Pantaleona mirando fijamente a Evaristo.

- Nada -respondió Cecilia-. Continúa tu trabajo; ya Don se va a marchar y se estaba despidiendo.

Maria Pantaleona se retiró, pero sin perder de vista desde el corredor el lugar donde pasaba la escena que se acaba de contar.

- Váyase en paz y prométame no volver ni mezclarse para nada conmigo, que yo haré lo mismo, y acabemos.

- Devuélvame mis alhajas que le di a guardar, y así acabemos de una vez.

- Las prendas que usted me dejó a fuerza a guardar apenas las vi; pero como había perlas y diamantes viejos, las llevé a México para que estuvieran más seguras, y las di a guardar. Se las tendré aquí dentro de tres días, y María Pantaleona se las entregará.

- Siéntese, le digo, y óigame dos palabras. Soy Capitán de rurales -continuó Evaristo- y el coronel Baninelli me ha dado facultad para perseguir a los ladrones.

- ¿Y eso qué me importa a mi? -le contestó Cecilia.

- Y mucho que le importa, y se lo voy a decir. Ahorita mismo entran mis soldados, la amarran codo con codo, lo mismo que a esa c ... de criada que me he de vengar de ella, y las mando o las llevo a caballo o en canoa, o como pueda, y las meto en la cárcel, acusándola como cómplice y encubridora de los ladrones, y ya tendrá que entregar las alhajas y decir de dónde las cogió.

Apenas acabó de escuchar Cecilia estas palabras, cuando gritó a Pantaleona:

- Cierra la puerta con el cerrojo y ven con tu barra. Es usted, Don -le dijo encarándose resueltamente con Evaristo-, tan pícaro y tan desalmado como animal. ¡Acúseme a mí de ladrona y de cómplice! En ese caso, cómplice de usted, que me entregó las alhajas.

- La animal es usted, doña Cecilia, ¿cómo le habían de creer semejante cuento? Yo soy Capitán de rurales y usted una frutera ordinaria.

- Me quiere agarrar este grandísimo ... por la fuerza, y eso no será -dijo Cecilia echando espuma por los extremos de su boca-. Usted no me conoce a mi, y yo lo conozco a usted y lo entregaré a la horca, que es lo que merece. Usted, Don, no se llama Pedro Sánchez, sino Evaristo, tornero de oficio y ladrón de profesión: usted es el asesino de su pobre mujer, que se llamaba doña Tules, y usted es capitán de los ladrones que han estado robando y matando en Río Frío. ¿Cree usted que no se saben las cosas? Pues en la plaza del mercado todo se sabe hasta lo que sueñan las gentes cuando duermen en casa. Las alhajas están en poder del licenciado Olañeta, que averiguó que las robó usted a una señora de Puebla, hermana de un gobernador ... Conque, ande, aquí estoy; amárreme codo con codo y lléveme a la cárcel si se atreve.

Evaristo se sintió perdido. Esa mujer sabia su nombre, su historia, su vida entera, lo mismo que si hubiese sido su mujer.

Y no era la frutera pobre y aislada, sino que detrás de ella estaba un personaje poderoso de México que tenia las pruebas en su poder, y que había hecho ya sus pesquisas e indagaciones.

Cecilia tenia gente que la sacaría de cualquier dificultad y sus declaraciones serían creídas, y el juez Bedolla encontraría la oportunidad de acreditarse condenando al verdadero culpable.

No tenia más remedio que matar a Cecilia para que su vida estuviese segura, además, el sentimiento de amor se había cambiado en el de venganza contra la mujer que lo había insultado y despreciado ... No había otro camino.

Cuando Cecilia se le encaró y lo provocaba con los ojos y con enérgicas interpelaciones, Evaristo se quedó por el momento mudo pero revolviendo los ojos centelleantes y pasando convulsivamente sus manos crispadas por su cuerpo para buscar su arma.

Por fin encontró en el bolsillo izquierdo de su chaqueta el puñal enredado con el pañuelo, los cigarros y los puros. Le costó un poco de trabajo; su mano convulsa no acertaba ...

- ¡Oh! -gritó sonriendo de una manera siniestra-. Ya está aquí ...

Lo sacó, levantó el brazo y saltó sobre Cecilia ... Le habría entrado en el corazón, no sólo el puñal, sino el mango y hasta el puño de Evaristo.

María Pantaleona salió como una aparición terrible de detrás del sillón, y con la barreta levantada con las dos manos, la dejó caer sobre la cabeza del bandido.

Evaristo lanzó un grito de dolor, sus dedos y su puño seguramente estaban desquebrajados. Sin embargo, quiso lanzarse sobre Pantaleona para desarmarla, pero Cecilia recogió el puñal del suelo, se lanzó sobre Evaristo, lo arrinconó contra la pared, le apretó el cuello con la mano izquierda y levantó la derecha armada del puñal.

- ¡Miserable asesino, alma negra y hedionda de sapo, vas a pagar lo que hiciste con tu mujer!

- ¡Doña Cecilia! -gritó Pantaleona conteniéndole el brazo-. No lo mate usted; seremos perdidas entonces.

- Dices bien; a sabandijas como ésta se les machuca con el pie. Lárguese pronto -le dijo Cecilia dándole un puntapié en el trasero-. Y ya me conoce; le repito que no le tengo miedo. Lo desafio donde quiera y como quiera.

Evaristo quería hablar, volverse, luchar; pero Pantaleona tenía su barreta y Cecilia el puñal.

Así que estuvo en la puerta principal, Pantaleona le abrió lo muy necesario para que pasase, y Cecilia le dio otro puntapié.

Pantaleona cerró la puerta y Cecilia apenas tuvo tiempo para a atravesar el patio, llegar a su recámara y caer sin sentido en su cama.

Pantaleona, con verdadero cariño de hija, atendió a Cecilia con friegas de yerbas aromáticas y otros remedios.

A toda prisa arreglaron las cosas de la casa y se embarcaron en una chalupa donde apenas cabían las dos.

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