Índice de Los bandidos de Río Frío de Manuel PaynoCapítulo anteriorSiguiente capítuloBiblioteca Virtual Antorcha

SEGUNDA PARTE



CAPÍTULO NOVENO



EL CABO FRANCO

Los asuntos del gran Bedolla y Rangel iban de mal en peor. Restablecido y sacando fuerzas de flaqueza, se decidió, buscando siempre un pretexto, a ir a Palacio a continuar sus visitas y adulaciones.

Entróse el ayudante a anunciarlo y salió al momento, diciéndole con voz que pudieran orr los que estaban cerca:

- El señor presidente dice que no puede recibir a usted por las urgentes ocupaciones que tiene en este momento, pero que si algo se le ofrece, puede usted dirigirse por escrito al ministerio respectivo.

Bedolla se puso como un muerto, dejó caer los brazos, y con la boca sin saliva se le pegaron los labios y no pudo hablar.

- El señor ministro ha dado orden de que nadie entre.

- ¿Ni yo? -le dijo Bedolla con cierto tono de despecho.

- Nadie, más que los ayudantes de la Presidencia.

En ese momento llegó don Pedro Martín de Olañeta, que pasó sin apercibirse de que su compañero Bedolla estaba allí.

- Pase usted esta tarjeta al señor ministro -dijo don Pedro Martín.

El portero entró con la tarjeta y salió al mismo momento diciendo:

- El señor licenciado puede entrar -y en efecto, la vidriera se cerró detrás del viejo abogado.

Bedolla estaba a punto de volverse loco; ya no le cabía duda de su completa desgracia. Sin embargo, no se dio por vencido y pasó a ver al Ministro de Guerra, con el que creía tener estrecha amistad. La casualidad quiso que al mismo tiempo que él llegaba, el ministro salía un poco aprisa. No hubo remedio, tuvieron que hablar.

- El presidente no está muy contento que digamos de usted amigo licenciado -le dijo el ministro, continuando su camino y sin darle la mano.

- No sé en qué he podido desagradarlo, señor ministro, y precisamente venia yo ...

- Ya ve usted, en tres dias hemos limpiado el camino de Río Frio mientras usted dilató meses y meses en una causa de uno de tantos asesinatos que se cometen por el capitán de los bandidos de Rio Frio, era nada menos el asesino que no pudo usted encontrar, y para quedar bien, condenó usted a muerte a unos pobres diablos que ya están en libertad. Dispense la franqueza licenciado, pero los militares somos así, estamos acostumbrados a hablar claro, ya verá que cosas como éstas no deben de ser muy del agrado del presidente ... Cuídese usted mucho, y lo que se le ofrezca, ya sabe que soy su amigo.

La desgracia de Bedolla no dejó de traslucirse en el público al cabo de pocos días, y se le veía en el despacho del juzgado tristón y pensativo.

Pero no era esto lo peor, sino que el negocio capital de la restitución de sus bienes a Moctezuma III, en el que habían trabajado sin descanso él y Lamparilla y que estaba a punto de resolverse en su favor, vino completamente abajo.

Crisanto Lamparilla y Crisanto Bedolla y Rangel (pues ya se habia añadido este segundo apellido) almorzaban juntos los domingos; platicaban largas horas; bebian champaña y se forjaban ilusiones a cual más doradas y halagadoras; contaban con ganar cada uno lo menos trescientos mil pesos. Allá como cosa extraña y olvidada hablaban del pobre Moctezuma III, de doña Pascuala y de su hijo, que era nada menos que ahijado de Lamparilla. A toda esa gente la contentarían con un rancho. Las mejores haciendas serian para ellos.

Pero todo este magnifico castillo de naipes vino a tierra en el momento menos pensado.

- No nos queda más remedio ni podemos encontrar nuestro modo de vivir más que en la revolución -dijo Bedolla.

- ¿Pero cómo diablos quieres que hagamos una revolución que pueda echar abajo al gobierno? -le contestó Lamparilla.

- Ya se deja entender que nosotros no podemos hacer nada, pero otros lo harán -por fin resolvieron de cualquier manera el comenzar a trabajar, y de pronto comenzaron, en efecto, por los anónimos.

Lamparilla tenía una maravillosa facilidad para imitar toda clase de escrituras, hasta el grado que la misma persona cuya letra falsificaba afirmaba que era suya.

Convinieron en vez de ir al teatro, encerrarse en la noche en casa de Lamparilla y despachar su correo.

Anónimos a dos o tres gobernadores, imitando la letra del ministro de Gobernación, diciéndoles que la revolución se falseaba; que se pretendía entronizar la dictadura, que dos de los ministros estaban en favor y dos en contra, e iban a renunciar sus carteras.

Este anónimo recibía su confirmación en un suelto de algún periódico, que sugerían por diversos caminos a alguno de los diarios de oposición.

Al principio fue trabajo perdido, pues los que recibían los anónimos, o no hacían caso, o los rompían y no se volvían a acordar de ellos; pero poco a poco la desconfianza fue grande en Guadalajara, donde sobraban los motivos de descontento. El comandante general escribió al presidente que no veía muy clara la marcha de las autoridades del Estado; que amenazaba, sin saberse exactamente por qué, una revolución, y que estando los regimientos en cuadro por la deserción diaria necesitaba reclutas y algún batallón de toda confianza para que, en caso ofrecido, se pudiera reprimir cualquier intentona.

Como de cajón, Baninelli, que estaba entonces por la costa de Veracruz, fue llamado para marchar a Jalisco con su batallón y conducir trescientos o cuatrocientos reclutas, y como de cajón también, fue el cabo Franco el comisionado por su coronel para coger leva y marchar a la vanguardia.

Ya que hemos hecho conocimiento con el cabo Franco en el monte de Río Frio y en las carboneras de los enmascarados, diremos algunas palabras más sobre él. Sus padres eran de humilde nacimiento. La madre, costurera, el padre, sacristán. Los dos de color oscuro y pelo negro. El hijo, muy blanco, rubio y de ojos azules. El padre y la madre, muy quietos, tímidos y devotos, y el hijo, vivo, sagaz, turbulento y atrevido. Mientras estuvo en la escuela, donde aprendió a leer y escribir bien en la mitad del tiempo que cualquier otro muchacho, no había día que no riñese y golpease a alguno de sus condiscípulos; el mismo maestro le alzaba pelo, hasta que al fin se hizo el ánimo y lo despidió de la escuela. El día que los padres lo quisieron poner en un colegio, se largó de su casa, se fue a presentar a un regimiento y sentó plaza de pito.

¿Por qué se fue al regimiento y sentó plaza de pito? La explicación es muy fácil. Así como Lamparilla tenía particulares aptitudes para enredar los negocios e imitar cualquier letra, Francisco, que por abreviatura le llamaban Franco, la tenía para golpear y vencer a cualquiera que se le ponía delante, y para tocar cualquier instrumento de viento.

En el curso de dos o tres años se desertó como veinte veces otras tantas se volvió a presentar hasta que fue a dar al regimiento de Baninelli, que había oído hablar mucho de él a los jefes y oficiales de los otros regimientos.

- Yo sé la casta de pájaro que eres -le dijo Baninell, tirándole de las orejas-. Te voy a admitir cerrando los ojos sobre tus muchas deserciones; pero conmigo no juegas; a la primera vez que faltes del cuartel, te mando dar veinticinco palos y si consumas deserción, te buscó aunque te ocultes en los profundos infiernos y de allí te saco y te fusilo.

Franco se quedó pensativo unos cinco minutos y después respondió:

- Mi coronel, me gusta su genio de usted; me quedo y convenido; el día que me deserte, hará usía bien de fusilarme. No diré ni esta boca es mía.

Desde ese momento Franco ganó la confianza y el cariño del coronel, y no pasó mucho tiempo sin que lo ascendiese a cabo y le dispensase toda su confianza.

Cuando Baninelli dio parte oficial de su campaña y platicó largamente de ella al presidente, éste le dijo:

- Ha hecho usted más de lo que yo esperaba; la ciudad está contenta y el prestigio del gobierno ha subido un ciento por ciento. Crea usted que negué a tener un rompimiento formal con las potencias extranjeras. Usted, pues, ha prestado un servicio distinguido a su patria, y voy a ordenar al ministro de la Guerra que extienda a usted su despacho de general de brigada, le mandaré bordar una banda verde y se la regalaré.

- Mi general -le respondió Baninelli-, admito la banda, la guardaré como una reliquia y me la ceñiré el día que la gane, como gané mis estrellas de coronel. Lo que pido a mi general, y no me lo negará, son las presillas de capitán para Franco. Él lo ha hecho todo.

Baninelli ganó, y Franco, que había comenzado por pito de la banda, a pesar de sus calaveradas y deserciones, se plantó el uniforme que le regaló Baninelli y las presillas de capitán.

El que al cielo escupe a la cara le cae, y no hay refrán más cierto.

Ni Lamparilla, ni Bedolla y Rangel, por más que escribían, que intrigaban, que chismeaban y que mañosamente hacían deslizar parrafillos subversivos en los periódicos, velan el resultado práctico de sus trabajos revolucionarios, las cosas políticas seguían en el mismo estado y el gobierno, con el golpe que dio Baninelli a los ladrones de Río Frio y el acertado nombramiento de Evaristo para Capitán de rurales, parecía más firme y seguro que nunca; pero lo que se hallaba en un estado pésimo eran los bolsillos de los dos condiscípulos y amigos.

Platicaron sobre esto los dos Crisantos, y agotando expedientes y recursos, no encontraron otro sino recurrir a doña Pascuala sin sospechar siquiera que por causa de sus intrigas, maquinaciones y anónimos, habían preparado una formidable tempestad sobre la persona misma de quien espiaban sacar recursos.

Ensilló su caballo una mañana muy temprano, y a todo galope se dirigió al rancho de Santa María de la Ladrillera.

La mañana, con el sol radiando en un cielo despejado y azul, más bien estaba tibia que fresca, al acercarse Lamparilla al rancho que hacia mucho tiempo no visitaba.

Lamparilla moderó el paso para dar resuello a su caballo, y habria llegado sin ser sentido hasta la sala de la casa si no hubiera sido por los perros, que en grupo salieron a encontrarlo, a ladrar y hacerle fiestas, pues ya lo conocían desde que nacieron y eran sus amigos.

Doña Pascuala salió de su cocina, donde preparaba una gran vasija de leche para convertirla en quesos y requesones.

El licenciado se apeó, entregó las riendas de su caballo a un peón, y su comadre, más fresca y más robusta, como si no hubiesen pasado días, meses y años sobre ella, le tendió los brazos con sincero cariño y lo introdujo en la sala.

- Cómo se da usted a desear compadre -le dijo-. Me las tiene usted que pagar; el cardillo me ha dicho que no se ocupa usted más que de Cecilia y que semanas enteras se está usted en Chalco.

- Verdad es, comadre, que suelo ir a Chalco, pero más que por los asuntos que tengo entre manos de Cecilia, hago el viaje por los de usted. Le aseguro a usted que nos están robando, como qUien dice, año por año, unos veinte o treinta mil pesos. Para no cansar a usted, necesitamos unos tres o cuatro mil pesos. Ya sabe usted que cuando tengo dinero, lejos de cobrarle honorarios le suplo a usted cuanto necesita, ¿no es verdad?

- Poca cosa hay en el baúl que usted conoce, compadre.

A ese tiempo, y antes que doña Pascuala le dijera a Lamparilla lo que le ocurría, hicieron una repentina irrupción en la sala los tres muchachos, es decir, Juan, Moctezuma III y Espiridión.

Lamparilla los encontró muy guapos, los abrazó, les hizo muchos elogios por lo bien que se portaban y el buen estado en que tenían la finca, y mientras ellos salieron a ver los caballos y jugar con los perros, Lamparilla continuó su conferencia, que era lo que más le importaba.

Doña Pascuala, al fin, con la buena voluntad con que se prestaba a cuanto querra Lamparilla, al que consideraba como el único hombre sabio que había en el mundo, le prometió que en el momento que vendiera su cosecha de maíz podría disponer de dos o tres mil pesos, que, entre tanto, registraría el baúl y le daría lo que pudiera, quedándose sólo con lo muy preciso para sus rayas y gasto.

Lamparilla vio el cielo abierto, pues con esa suma él y su amigo Bedolla cubrirían de pronto sus compromisos, y después Dios diría.

Iban a sentarse todos a la mesa cuando escucharon un concierto lejano de pitos y tambores. Lamparilla subió a la azotea, y entre una nube de polvo pudo descubrir una tropa de infanterra que avanzaba a paso redoblado en la dirección del rancho.

Por precaución y para no tener que ofrecerles de almorzar a los oficiales, entre todos quitaron la mesa, escondieron el pan, el pulque y el vino, y volvieron a la cocina los guisados que estaban ya servidos.

No terminaba este rápido movimiento cuando entró hasta en medio de la sala un sargento seguido de cuatro soldados. Descansaron con estrépito sus fusiles, rajando los ladrillos con las culatas.

- Alojamiento y raciones de carne y maíz para mi capitán, su tropa y oficiales, doscientos reclutas, los arrieros y su recua -dijo bruscamente el sargento poniéndose más bien por costumbre que por respeto los dedos de la mano derecha en la frente.

- Imposible, sargento -dijo Lamparilla con cierto tono de autoridad-. ¿Dónde está el comandante de la fuerza? Voy a hablar con él.

El sargento, sin responder, mandó echar armas al hombro y salió, pero casi inmediatamente y mientras Lamparilla buscaba su sombrero, el comandante de la fuerza se presentó.

- No hay remedio; como se pueda tienen que darnos alojamiento -dijo al entrar y dirigiéndose a doña Pascuala y a Lamparilla.

Al decir esto se sentó sin ceremonia en el canapé, se limpió el sudor y dijo al sargento que con sus cuatro soldados habla vuelto a entrar:

- Que lleven mi caballo, los de los oficiales y los del piquete de caballeria a la caballeriza y les echen cuatro cuartillos de cebada a cada uno; que la tropa se aloje en las trojes; que los reclutas vayan al corral, y las mulas de carga échenlas a las milpas para que coman caña, que está muy verde y muy fresca. Y usted, patrona, porque supongo que usted es la dueña de este rancho, disponga que nos den de almorzar bien, somos cinco oficiales; que maten una res para la tropa y los reclutas y que entreguen a los arrieros una carga de maiz para que hagan sus tortillas.

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