Índice de Los bandidos de Río Frío de Manuel PaynoCapítulo anteriorSiguiente capítuloBiblioteca Virtual Antorcha

SEGUNDA PARTE



CAPÍTULO OCTAVO



TRAGEDIA DE LOS ENMASCARADOS

- Gracias a Dios, Baninelli, lo esperaba yo a usted con impaciencia. ¿Qué hacía usted?

- Caminar, mi general.

- Siéntese usted, que vendrá cansado -continuó el presidente-, y hablaremos despacio. ¿Ya sabe usted lo que ha pasado?

- ¿Lo de las operistas, no es verdad?

- Ni tiene usted idea de los cuentos que hay sobre este lance. Lo más grave fue el segundo asalto, donde hubo cuchilladas y balazos, y salió herido un minero y su señora lastimada gravemente en la nariz. El ministro inglés ha estado a hacerme una visita, se ha quejado muy moderadamente; pero si no se ponía remedio ni se procuraba por perseguir a los ladrones y hacer un castigo ejemplar, S. M. la reina Victoria se vería obligada a mandar a Veracruz buques de guerra para cuidar la vida y los intereses de sus súbditos. Pero, qué quiere usted: en el fondo tienen razón para exigir que haya seguridad en los caminos y en las ciudades. Yo he prometido solemnemente al ministro inglés que los bandidos de Río Frío serian perseguidos, aprehendidos y castigados.

- Mi general tiene razón en todo lo que dice, y lo que yo puedo prometerle es que perseguiré a los ladrones, que registraré el monte de aquí a Puebla y que haré cuanto pueda, pero en cuanto a aprehenderlos, es difícil, quizá están a muchas leguas de aquí y han ido a refugiarse a las montañas del interior.

- Nada de eso, aquí están, es decir, en sus madrigueras de Río Frío, robando como siempre las diligencias.

- Siendo así, mi general, quizá le daré cuenta con un buen reSultado -contestó Baninelli-. Pero me dejará obrar y me dará cuantas facultades sean necesarias.

- Todas las que usted quiera, y las tiene desde este momento. Várase usted a ver con el ministro de la guerra, que ya tiene mis intrucciones, y no vuelva a presentárseme sino cuando haya acabado con los bandidos, me haya limpiado todo ese monte y dejado a los pueblos en completa seguridad nombrando en los distritos hombres de a caballo y de resolución que vigilen por la seguridad de los habitantes y viajeros. Ya verá México cómo en una semana hacemos lo que no pueden hacer en años jueces como ese pícaro charlatán de Bedolla, que ha condenado a muerte a cuatro inocentes y el culpable precisamente es el jefe de los bandidos. Le recomiendo a usted lo persiga sin descanso, y si logra cogerlo lo fusila en el acto sin más averiguación.

Baninelli saludó respetuosamente a su general, que le tendió la mano, y pasó a la Secretaría de Guerra para organizar su expedición.

Una vez resuelto a obrar, formó capricho y asunto de amor propio y puso sus cinco sentidos en organizar la batida del monte; de modo que le diera un resultado completo.

- Escucha, Franco -le dijo el coronel tan luego como llegó al cuartel, después de haber arreglado lo necesario con el ministro de la Guerra-, vamos a hacer una cosa que hasta hoy no habíamos hecho: buscar una madriguera de ladrones.

- Es verdad, mi coronel; pero en el mundo fuerza es saber de todo. Mi coronel me ordenará lo que a mí toque -le contestó Franco, quitándose la gorra de cuartel y poniendo en la frente los dedos de su mano derecha.

- Toma la mitad de la primera compañía, la disfrazarás de indios, mejor dicho, de peones de esos que van a las haciendas a trabajar; no tienes necesidad más que de que salgan con el calzoncillo blanco, una frazada y sombrero de petate, que muchos tenemos de los reclutas, y algunos instrumentos de zapa. Te largas con los soldados y pian llegan hasta donde estén los ladrones de Río Frío. Si son detenidos y robados, tanto mejor, y para eso llevaréis en cobre el sueldo de cuatro días; si les hacen preguntas, responderán que son peones de los peajes que van a trabajar a la Olla. En esa expedición haz por explorar las veredas, barrancos Y cuevas; te quedarás tú y algunos para mirar cómo roban la diligencia, qué armas tienen, cuántos son los ladrones ...

- Ya entendí, mi coronel, no me diga más ... Sé lo que tengo que hacer. ¿Cuándo debo marchar?

- Mañana martes, en la madrugada, y estarás aquí de vuelta, con todas las noticias, el jueves o viernes en la noche. Un día mas o menos no hace al caso, con tal de que veas, de la manera que puedas, robar la diligencia.

En la noche hizo salir Baninelli un escuadrón de caballería por la garita de Candelaria, con orden de que, sin pasar por el camino real, fuese a situarse a la retaguardia del monte de Río Frío, sobre el camino de San Martín, para cortar la retirada a los ladrones.

El cabo Franco regresó de su expedición y refirió a su coronel cuanto deseaba saber. Los enmascarados estaban en quieta y pacífica posesión del monte, y se habían reforzado con bastante gente de a caballo, armada con machetes y pistolas. Efectivamente los rancheros sin colocación en las haciendas del Estado de México, y los vagos y viciosos de los pueblos de la comarca, habían hecho su madriguera en Tepetlaxtoc, donde tenían acobardados a los vecinos honrados, y venían de cuando en cuando a reforzar la cuadrilla de Evaristo, que les pagaba un par de pesos diarios, y les convidaba un poquito de lo que producía el robo. Cuando unos se iban otros venían a presentársele, y así, Evaristo había hecho conocimiento con toda la mala gente del rumbo, sin que esa mala gente, de quien desconfiaba, conociese ni frecuentase el rancho de los Coyotes ni supiese que su propietario era al mismo tiempo capitán de los enmascarados.

Evaristo, por su parte, desde el último lance, había modificado mucho sU plan de campaña, temiendo que viniesen soldados en el techo y pasajeros armados dentro de los coches, y no se limitaba ya a presentar sus indios enmascarados y con garrotes, sino un pelotón de gente montada en muy buenos caballos, con pistolas en mano, que rodeaba la diligencia, imponía silencio y estaba dispuesta a sostener cualquier ataque, pero no había llegado ese caso porque, según orden expresa de la comandancia de México, habían continuado las cosas como estaban antes, es decir, ni escoltas en el camino, ni soldados de caballería en el techo del coche.

Un lunes a las diez de la noche salió un escuadrón por una garita de la ciudad, precisamente opuesta a la del camino de Puebla; y poco a poco ganó el camino, calculando llegar al lugar del peligro y con absoluta precisión a la hora oportuna. No hay para qué decir que la retaguardia sobre el camino de Puebla estaba ya cubierta con piquetes de caballería.

A las cuatro de la mañana del mismo lunes, los pasajeros para Veracruz llegaron al Callejón de Dolores envueltos en sus capotones y jorongos, y con sus maletas y bultos en la mano. Entraron al coche, y ya iba Mateo a tronar el látigo cuando se presentó el cabo Franco, que estaba al acecho hacía una hora, y presentó una orden de la Comandancia General. Los pasajeros tuvieron, de grado o por fuerza, que salir, y en su lugar entraron el cabo Franco y ocho soldados armados hasta los dientes, otros dos, sin uniforme y con sus fusiles, fueron colocados en el techo.

Asl partió el carruaje echando chispas, y Mateo contentísimo de que Evaristo e Hilario, que restablecido de la pedrada había vuelto a presentarse más altanero e insolente, llevasen su merecido.

La diligencia caminó a un paso, calculando dar el tiempo preciso a Baninelli; encontró en el tránsito a varios viajeros, ya a pie o ya a caballo, y Franco les intimó la orden de no seguir adelante sino después de una hora. A varios indios que Mateo les dijo que bien podlan ser espías, los internó un poco al monte y los amarró sólidamente a los árboles.

El cabo Franco iba provisto de cuerdas para amarrar y para ahorcar, de armas de fuego para fusilar, de instrumentos de zapa para abrir zanjas y sepulturas o destruir palizadas y fortificaciones; de botiquln, de hilas y vendas para los heridos y de un par de camillas para conducir heridos o muertos. Era un magnífico equipaje con el que se iban a encontrar los ladrones. Baninelli todo lo había previsto y quería hacer una campaña definitiva.

Apenas Evaristo, montado en el magnífico caballo del ranchero que encontró muerto en el monte, se puso de un salto al frente y marcó el alto con su ordinaria y soez amenaza de costumbre, cuando del coche, como si fuera un castillo, brotó una llamarada, cuyo humo denso envolvió por un momento toda la escena.

La sorpresa de los ladrones fue tal que ni dispararon sus armas, y tanto los que estaban a caballo como los de a pie, corrieron aturdidos por un lado y por otro; pero Evaristo les gritó, echando horribles juramentos, y pronto se rehicieron y rodearon el carruaje. Ya el cabo Franco y sus soldados hablan salido de él, formándose en parapeto con las ruedas y con la caja, cargaban sus fusiles y se prepararon a la defensa, porque los enemigos eran tres veces más numerosos.

Evaristo estaba muy lejos de creer que eran soldados, tan aturdido estaba que se le figuró que eran mujeres, y que sólo algunos pasajeros, como en la vez pasada, habían hecho fuego.

- ¡Ríndanse con mil demonios, grandísimos cobardes, o mueren todos! ¡Aqui estamos, no les tenemos miedo a sus pistolas! ¡Boca abajo en el suelo, o no queda uno con vida!

El cabo Franco y sus soldados, que se iban haciendo conocer a medida que se despejaba el humo, desengañaron a Evaristo de que en vez de mujeres tenia que arreglar sus cuentas con las gorras azules de cuartel, que divisaba por entre los rayos de las ruedas y detrás de los cortinajes negros de cuero de la diligencia.

- ¡Fuego, muchachos! -gritó Franco, y los muchachos dispararon tan bien sus fusiles, que dos de los de Tepetlaxtoc cayeron muertos al suelo, fugándose sus caballos.

- ¡Fuego y matarlos a todos! -contestó Hilario, pero Evaristo, que en el fondo era un cobardón, en vez de avanzar se guareció en un grupo de árboles, y desde alll disparaba sus pistolas.

Los de Tepetlaxtoc, valientes y excitados con el vino de jerez y a el aguardiente, dispararon sus pistolas sobre los soldados, sacaron las espadas y machetes, se alzaron la lorenzana del sombrero, y jurando como diablos se lanzaron sobre los once soldados, pues los del techo habían descendido para reunirse con sus compañeros.

De los soldados, unos voltearon los fusiles por la culata, otros sacaron también sus rifles y sus bayonetas, y se trabó una horrorosa pelea. Mateo, con bastante esfuerzo, contenía las mulas para no privar de la defensa que proporcionaba el carruaje a los soldados, mientras el sota trataba de acertarle una pedrada en la cabeza a Hilario.

Todo esto pasó en instantes; los lances y las escenas se sucedieron sin interrupción y una tras otra, desde que llegó la diligencia hasta el punto en que, alrededor de ella, más de treinta hombres daban golpes y trataban de matarse con toda clase de armas.

Entre tanto otros vinieron por detrás del coche, estaban ya matando a cuchilladas a dos de los soldados, y quién sabe cómo habrían pasado las cosas cuando asomaron por un recodo del monte los morriones y las capas amarillas de los dragones, a cuya cabeza venia el coronel Baninelli.

- ¡Aqul estamos, mi coronel, ya hemos doblado a cuatro de ellos! -gritó el cabo Franco, blandiendo de nuevo su fusil, cuya pesada culata hizo pedazos un costado del coche, pues el bandido a qUien iba dirigido el golpe lo evitó.

Baninelli, el primero, se lanzó espada en mano sobre el grupo, que vaciló, se hizo remolino, se defendió débilmente, y organizánizándose en filas de tres y cuatro echaron todos a correr a escape, y los dragones tras ellos, al mando del capitán. Baninelli se quedó allí, con sus ayudantes y una escolta, para averiguar lo que había pasado y dictar disposiciones.

Inmediatamente dispuso Baninelli que el practicante hiciese las primeras curaciones. Se sacó de la covacha el botiquín, las provisiones y los instrumentos de zapa, y se improvisó una tienda de campaña, donde se colocó a los heridos. Un ayudante, con unos dragones, fue a hacer un reconocimiento al monte y encontró el campamento de los ladrones con la lumbre todavía encendida, la cecina caliente, la castaña y los guajes con algún licor, una jaranita, tortillas y gordas, y las máscaras que se habpian quitado y tirado al suelo los de Tepetlaxtoc.

Baninelli hizo, sin embargo, retirar al cabo, y mandó que a los bandidos que estaban tirados los colgasen en los árboles mismos debajo de los cuales estaba la diligencia.

Los soldados, afanosos, riendo y contentos, como si se hubieran sacado la lotería, pasaron unas reatas al cuello de aquellos cadáveres con los ojos todavía abiertos y vidriosos, y brotándoles sangre por una parte y por otra, los arrastraron hasta el pie de los oyameles, echaron en los brazos más gruesos las reatas, tiraron del otro lado de ellos e izaron los cadáveres flexibles y descoyuntados, que se balanceaban y movían las piernas con el chiflón de viento que venía de cuando en cuando de las cañadas de la montaña.

En éstas y otras volvieron los dragones, fatigados y cubiertos de polvo, sin haber podido aprehender ni uno solo de los bandidos.

Baninelli se puso furioso; tronó, gritó y pateó; pero los oficiales le dieron tales razones que tuvo que convencerse.

No hay para qué decir que el famoso Evaristo y su segundo Hilario fueron los primeros que escaparon.

Al toque de diana, Baninelli movió su campo, dividió sus fuerzas de infantería y caballería designándoles el terreno que debían recorrer y dándoles cita para el mismo lugar donde el día anterior se había librado el combate. La diligencia, con la caja hecha un arnero y desquebrajada con los culatazos y machetazos, regresó a México.

Los pasajeros que se quedaron el día anterior salieron a la hora de costumbre, sin saber lo que había pasado y resignados a ser robados. Encontraron el camino enteramente solo, la refriega del día anterior había ahuyentado a los indios traficantes de las cercanías.

La sorpresa de los pasajeros aumentó cuando, al llegar al grupo de árboles del Agua del Venerable, observaron en el aire cuatro figuras horrendas, como de osos, balanceándose acompasadamente y dándose una contra otra con los pechos y las espaldas, como si estuviesen peleando en el aire.

Cansados y aburridos los jefes de estas pequeñas partidas, de no en centrar ni traza de bandidos encontrar, fueron regresando y reuniéndose en el lugar de la cita, donde Baninelli, que tampoco había encontrado nada, los esperaba impaciente.

El cabo Franco, con los soldado heridos, no habían quedado ociosos.

Así, poco a poco, hicieron su deber y llegaron los últimos al campamento, pero también sin ningún resultado.

A Baninelli, cuando se ponía furioso, apenas se le podía hablar; pero cuando se ponía triste y bajaba la cabeza, era peor, ninguno se atrevía a dirigirle la palabra, era que se quería dar un tiro o dárselo al primero que le dijese algo.

El cabo Franco, enseñándole su brazo vendado, se abrevió a hablarle.

- Mi coronel -le dijo-, creo haber encontrado la pista, y es menester que la sigamos antes que se haga de noche.

- Aunque tú no quieras, si lo que dices es verdad y encontramos a los bandidos, dentro de una semana serás el capitán de la segunda compañía -le respondió Baninelli, levantándose muy animado.

- Si mi coronel quiere venir ...

- Cómo que no, en el acto -y los dos entraron en una vereda, seguidos de una escolta de infanteria con los fusiles cargados y bayoneta calada.

- Las máscaras negras que encontré tiradas en donde los ladrones estaban comiendo llamaron mi atención -dijo el cabo Franco a Baninelli- y me puse a andar y a registrar; y como a cien varas me encontré otra, y más adelante otra, y así, aquí tengo tres. Siguiendo la pista de estas máscaras tenemos que llegar a la madriguera.

Baninelli pareció algo desconcertado. Buscar en un monte enmarañado, por sólo una que otra máscara olvidada en la carrera y en el susto, no era cosa fácil; pero en el fondo reconocía que el cabo tenía razón y que era necesario seguir la exploración. Así continuaron andando y registrando todo: cuidadosamente descendieron por una barranca poco profunda, porque les pareció ver algo negro como una máscara. No era nada, pero encumbraron al otro lado, y allí si, el mismo Baninelli levantó otra, y dijo con el mayor entusiasmo:

- Ya los tenemos, muchachos, mucho cuidado y ojo a todos los lados, que cuando menos lo pensemos nos van a descerrajar de entre las yerbas una descarga de balazos.

A los cien pasos el bosque estaba más despejado, y pudieron notar una humareda que no distaba mucho.

- Están haciendo carbón por aquí cerca, mi coronel -dijo el cabo-. Pero si a usted le parece iremos allá, porque podríamos encontrar alguna gente que nos podría dar noticias.

En esto encontraron otra máscara; Baninelli no vaciló, y a los quince minutos estaban ya en la carbonera de Evaristo. Encontraron a los carboneros, los unos dormidos o fingiendo dormir, envueltos en sus frazadas; otros, cortando retoños de madroño, pero todo en la mayor tranquilidad y calma.

Los indios carboneros ni se movieron ni se alarmaron a la llegada del coronel y de los que lo seguían, sino que cada cual siguió haciendo su trabajo, o acostado, sin levantar siquiera la cabeza. Eran mañas y lecciones que les habían enseñado Hilarío y Evaristo para cuando llegara el caso, y además, el carácter del indio montañés es así: hosco e indiferente.

- ¡Ea, salvajes! -les gritó colérico Baninelli-. ¿No saben hablar? Ven que llega gente y ni siquiera levantan la cabeza. Levántense, bruto y todos los que haya aquí a formar y a responder a las preguntas que les voy a hacer.

Los indios se fueron levantando perezosa y humildemente, con el sombrero viejo de petate en la mano, agrupándose cerca de donde Baninelli había hecho alto, sentándose en un grueso tronco de árbol.

- ¿Han oído anoche balazos por el monte?

- No, pagresito; como trabajamos tanto de dla, nos dormimos en la noche y nada oímos.

- ¿Ha pasado alguna gente a pie o a caballo ayer tarde o en la noche por aquí?

- Ni un alma, mi coronel -contestaron en coro.

- Ya los tenemos y no hay que dejarlos escapar, mi coronel. Ya he encontrado otra máscara y estos dos fusiles ocultos debajo de unas ramas; tropecé con ellas por casualidad. Con estos fusiles se ha hecho fuego ayer, no se necesita ser soldado para conocerlo. Vea usted, mi coronel.

Baninelli examinó los fusiles y no le cupo duda. Llamó inmediatamente a los soldados que estaban junto a la fuente de agua, y con la bayoneta calada rodearon a los indios para que no pudiesen escapar: uno de ellos habla permanecido acostado junto a unas vigas, envuelto en su frazada. El cabo Franco le dio un puntapié, le arrancó bruscamente la frazada, y el indio, al levantarse y ajustarse sus calzoncillos blancos, dejó descubrir, enredada en la cintura, alguna cosa blanca que relumbraba y que quiso cubrir, lo que no se escapó a la perspicacia del cabo.

- No hay que andar ni que buscar más -dijo Baninelli a Franco-. Estos son los ladrones. Con las máscaras que nos han guiado aquí y las prendas pertenecientes a la compañia de ópera tenemos suficientes pruebas. Has ganado bien las presillas de capitán. Amarren codo con codo a ese canalla y regresemos al campamento.

Dicho y hecho, fueron amarrados como un cohete, y entre dos filas marcharon custodiados por Franco al lugar fatal donde habían cometido sus depredaciones.

Ya entre tinieblas y silbando por entre las ramas de los árboles un viento frlo, pudieron, sin extraviarse, merced al instinto natural para guiarse del cabo Franco, llegar al Agua del Venerable, donde estaban acampados los dragones, el resto de infanterla y los soldados heridos.

Se encendieron unas lumbradas, a la vacilante y humosa luz de los ocotes, Baninelli formó una breve sumaria.

Preguntó a los indios sus nombres, y todos respondieron que se llamaban José.

- ¿De qué tierra?

- De ninguna -contestaron.

- ¿Qué profesión tenían?

- Carboneros.

- ¿De cuenta de quién trabajan?

De ellos mismos, contestaron, que hacían su carbón y lo cargaban en las espaldas y lo iban a vender a México.

Insistió mucho Baninelli en que le dijeran quién era el capitán. Los amenazó con ahorcarlos, les rogó, les prometió perdonarles la vida, les ofreció dinero; todo fue inútil, a nada contestaron, y sólo agachaban la cabeza y querían rascársela, pero no podían porque estaban atados por los codos.

- ¿Hace meses que están ustedes robando en este camino?

- Haciendo nomás carbón, mi coronel -respondió el menos obstinado.

- ¿Dónde cogieron esos cinturones que tenían enredados en la cintura?

- Los encontramos entre las yerbas del monte.

- ¡Cáscaras! -dijo Baninelli-. ¡Qué obstinación, qué audacia y qué sangre fría la de estos indios!

Franco y sus soldados comenzaron a trabajar, escogiendo los árboles, subiendo como monos por el tronco hasta alcanzar un brazo, pasando las cuerdas, cortando ramas de ocote y encendiendo lumbreras cuya luz siniestra alumbraba a intervalos las negras profundidades del bosque. No costó poco trabajo esta previa operación, que concluyó cerca de las doce de la noche.

Evaristo e Hilario fueron despertados por el único enmascarado que pudo escapar, y que les contó que todos los carboneros habían sido amarrados por la tropa, y que él, que estaba cortando leña, pudo ocultarse entre el ramaje, ver lo que pasaba y correr después hasta llegar al rancho. En cuanto a los de Tepetlaxtoc, se hallaban muy tranquilos durmiendo en sus casas.

A las doce de la noche Baninelli dispuso que se diese a la tropa algo de comer de las provisiones que había llevado el cabo Franco y un trago de aguardiente. La tropa se formó después, y uno a uno fueron colgados en los árboles los enmascarados, que se dejaban conducir sin hablar una sola palabra.

A la mañana siguiente, Baninelli se puso en marcha con su tropa en dirección a los pueblos más cercanos, con el fin de buscar entre la gente honrada de ellos personas que quisiesen hacerse cargo de levantar partidas, para cumplir así con las instrucciones que había recibido. Estas fuerzas con corto número, serian pagadas por el gobierno federal mientras no se restableciese la seguridad: la persona que los mandase, tendría en cada demarcación el titulo de Capitán de rurales, las facultades necesarias para catear casas, registrar las haciendas y ranchos, persiguiendo, en una palabra, de todas las maneras posibles a los bandidos, fusilándolos o ahorcándolos sin compasión ninguna una vez identificada su persona.

En vez de seguir el camino real quiso el coronel hacer su última exploración en el monte y entró en él guiado por Franco, que no tardó en extraviarse, preocupado por encontrar acaso más máscaras u otros indicios para descubrir una nueva madriguera, y por poco sucede, pues pasaron a muy poca distancia del rancho de los coyotes.

Baninelli pensó que, además de la necesidad que tenia de comer como quien dice, algo caliente, podla aprovechar la oportunidad para tomar informes de las personas que podrían ser a propósito para Capitanes de rurales.

Bien que mal, el administrador de La Blanca se dio trazas para que la mesa no fuese del todo mala, y el jefe de la expedición se puso de buen humor, almorzó con apetito y platicó largamente con el buen hombre. Contóle, por supuesto, que había colgado la noche anterior en los árboles del monte de Río Frío a quince bandidos, y que todo aquel rumbo estaba ya muy seguro; pero para que continuase así era necesario encontrar un hombre resuelto que quisiese ser Capitán de rurales y levantar una fuerza de quince o veinte hombres de a caballo, que el gobierno pagaría bien y puntualmente por algunos meses, y que, restablecida la seguridad, se retirarían a su casa o continuarían, si era su voluntad, en la caballerla de linea.

- Muy dificil, señor coronel, es encontrar el hombre que usted desea.

El administrador se quedó callado y pensativo, y Baninelli impaciente y moviendo sus pequeños y chispeantes ojos, esperando la respuesta.

- Ya tengo mi hombre, señor coronel, ya lo encontré, que ni mandado hacer. ¡Qué tonto soy! ¡Cómo no se me había ocurrido! El arrendador del rancho de los Coyotes, don Pedro Sánchez. Hombre valiente, de caballo, tenaz, y que ha limpiado de la mala gente toda esa parte del monte que pertenece a esta finca.

- ¿Y dónde está ese don Pedro Sánchez? -preguntó Banlnelli.

- Pues debe estar en su rancho.

- ¿Y está muy lejos de aquí?

- Por el camino real, muy lejos; pero por la vereda, muy cerca.

- Pues en el acto mándelo usted llamar, y mientras, me permitira que duerma una siesta, pues anoche no pegué los ojos. No crea usted que nos costó poco trabajo ahorcar tanto bandido.

Baninelli despachó su tropa a Texcoco, quedándose con una escolta de caballería, entró a dormir y, entre tanto, el administrador despachó un propio a caballo, con orden de traerse precisamente a don Pedro Sánchez.

Cuando el mozo entregó la carta en que el administrador de La Blanca le decía que en el acto montase a caballo y viniese a presentarse a Baninelli, creyó llegado el último dla de su vida, y se le figuró que detrás del mozo venían ya los soldados a aprehenderle.

- Lo que ha de suceder más tarde que suceda hoy, lo mismo da -dijo, y se resolvió a seguir al mozo a presentarse ante Baninelli. Llegó al pardear la tarde a La Blanca, y en la puerta de la casa se encontró con el administrador y el coronel, que lo hablan divisado y lo esperaban.

- Gracias a Dios -dijo el administrador- que llegó usted, amigo don Pedro; el coronel estaba ya impaciente. Aquí tiene usted, señor coronel, a la persona de quien hemos hablado y espero que no se rehúse a servir al gobierno, recibir el nombramiento de de capitán y levantar la gente necesaria, lo que le será muy fácil, pues tiene muchas relaciones con todos estos pueblos.

Evaristo se desvaneció de la sorpresa que le causó este lenguaje del administrador.

- Baje del caballo, amigo -le dijo Baninelli-. Entraremos y hablaremos.

El don Pedro Sánchez (alias el Tornero) recibió provisionalmente el titulo de capitán, firmado por Baninelli, el que de pronto le dio las más amplias y terribles facultades, prometiéndole que recibiría su despacho del Ministerio de la Guerra luego que avisase que había reunido quince o veinte hombres. ¿Qué no prometería Evaristo? Inútil es decirlo.

En la misma tarde marchó Baninelli con su escolta a Texcoco, y al día siguiente entraba a México sin ruido de tambor ni de trompeta y sin quitarse el polvo del camino se presentaba al presidente de la República.

- Ninguna novedad, mi general -le dijo después de saludarlo respetuosamente-. Cuatro heridos de mi regimiento y diecinueve bandidos colgados en los árboles. Durante diez o doce dias los enmascarados estuviéronse meciendo en sus cuerdas con el recio viento de la montaña, hasta que los aguiluchos y gavilanes los acabaron de devorar.

Las mujeres que pasaban en la diligencia se tapaban los ojos, y los indios se quitaban el sombrero y rezaban un credo.

Los reos condenados a muerte por el licenciado Bedolla y Rangel salieron en libertad, menos el de los largos brazos, al que condujeron al camposanto en el sucio ataúd de la cárcel.

Su mujer y tres muchachos casi desnudos iban detrás, llorando e implorando la caridad pública.

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