Índice de Los bandidos de Río Frío de Manuel PaynoCapítulo anteriorSiguiente capítuloBiblioteca Virtual Antorcha

SEGUNDA PARTE



CAPÍTULO SÉPTIMO



LOS REOS DE MUERTE

Don Pedro Martín de Olañeta fue conducido por el jefe de la prisión al separo donde estaban los dos supuestos cómplices de Evaristo.

En un rincón sobre una tarima, había acostada una figura siniestra, y otra en el otro, sentada en una silla, ya negra de grasa. Eran los dos condenados a muerte, a quienes se condujo alli mientras se les notificaba su sentencia y entraban en capilla.

Don Pedro Martín pidió una luz, porque, entrando de la claridad al patio, no veía más que sombras y borrones. Con la débil y amarillosa llamita de una vela de sebo, que no tardó en traer uno de las presos de confianza que servía de mozo, pudo observar el calabozo y los que lo habitaban.

El uno era gordo, chaparro, casi cuadrado; el otro, alto, muy flaco.

Los dos quisieron hablar, pero no pudieron.

- Lo sé, lo sé todo por una de esas casualidades raras que parecen milagros -le dijo don Pedro en voz muy suave e insinUante-. Persuadido de que vosotros y las pobres mujeres que acabo de dejar sois inocentes, vengo a aconsejaros que cuando os notifiquen la sentencia, apeléis al recurso de indulto, y yo os prometo hacer cuanto sea posible en lo humano, para salvaros. Nada seguro os puedo prometer; pero al menos, os traigo algún consuelo y una esperanza, aunque remota.

Don Pedro salió de la prisión no sólo preocupado, sino casi enfermo a consecuencia de la impresión que le hicieron las escenas que acabamos de referir, que para él no eran nuevas, y más terribles las había presenciado en la cárcel y en su juzgado en los muchos años que había ejercido la magistratura; pero en este caso entraban por mucho las afecciones que tenía por Casilda y por Juan, y el convencimiento íntimo de la inocencia de los que próximamente iban a ser castigados con la pena de muerte.

Sin embargo, en vez de retirarse a su casa, tomar alguna medicina y reposar un par de horas, hizo un acto de energía y se dirigió a Palacio, decidido a no salir de allí hasta no ver al presidente y obtener el perdón de los supuestos cómplices de Evaristo.

- No merecía Bedolla lo que he hecho por él -iba diciendo en voz que hubiera oído cualquiera que hubiera pasado a cuatro pasos de distancia, al mismo tiempo que poco a poco subía las pesadas escaleras de Palacio-. Pero he cumplido con un deber calmando la justa ira de esos hombres despechados y martirizados con cuantos infortunios y dolores tiene la vida humana, que lo sepa o no Bedolla, poco me importa ...

- Pensando en mí seguramente venía mi respetable compañero y amigo, pues he creído oír mi nombre en sus labios. Mi sabio compañero, sin duda, tiene la maña de hablar solo como yo. La mayor parte de los hombres estudiosos hacemos lo mismo.

Era Bedolla en persona el que pronunciaba estas palabras, y tendía la mano con fingido afecto al viejo licenciado, que no dejó de sorprenderse con ese brusco encuentro.

- Estamos de enhorabuena -continuó Bedolla-, o mejor dicho, la sociedad de México. Por fin los reos del horroroso crimen de la casa de la Estampa de Regina van a ser castigados.

Don Pedro Martín soltó la mano que Bedolla había tenido entre las suyas durante esta peroración, se lo quedó mirando con un aire terrible y acabó lentamente de subir la gran escalera.

- ¡Viejo loco y maniático! -dijo Bedolla bajando de prisa-. ¡Qué mosca le habrá picado! Envidia, sin duda, porque no fue él quien instruyó esta causa. En toda su vida hubiese podido descubrir a los asesinos.

Don Pedro entró a los salones de la presidencia, y en efecto, lo que se llama la opinión pública estaba exaltada y necesitaba para calmarse una víctima.

Don Pedro Martín, indignado, descorazonado, casi insultado, pues muchos de los que decían esto en voz alta lo conocían y sabían que había sido juez, se levantó para retirarse; llegaba a la puerta cuando encontró en ella a uno de los ayudantes, joven de muchas relaciones en la sociedad de México, medio pariente del marqués de Valle Alegre, y que no sólo lo conocía, sino que le estaba muy agradecido porque lo había servido en una cuestión de intereses con un montero (1).

- Supongo que ya vio usted al presidente -le dijo el joven coronel saludándolo afectuosamente.

- Vine a eso, y me retiraba para volver en la noche. Hay mucha gente, y no he podido ni aun hablar al ayudante de guardia -le contestó don Pedro.

- Verá usted al presidente en el acto -le contestó el ayudante-. Personas como usted no deben hacer antesala.

Lo tomó del brazo, lo condujo por un corredor hasta una puerta excusada, que abrió con una llave que traía en el bolsillo, lo dejó sentado en un lujoso gabinete, y diez minutos después fue el presidente mismo quien entró adonde estaba don Pedro.

- Cuánto lo siento, señor don Pedro -le dijo el presidente-, que haya usted permanecido más de una hora en la antesala. No lo sabía, y para otra vez, hágame favor de prevenirme la visita el dia anterior por una carta, y en el acto será recibido; para personas como usted, el Palacio y la Presidencia no tienen puertas.

- Señor presidente -dijo don Pedro levantándose e inclinándose respetuosamente-, si tanta bondad y consideración se extiende a lo que quizá temerariamente vengo a pedirle, mi gratitud no tendrá límites, y mi persona estará siempre a sus órdenes para servirle como quiera y cuando lo mande.

- ¿Qué podrá pedir una persona tan independiente, tan honrada y tan digna como usted, que no pueda yo concederle si está en mis facultades?

- Tiene usted la facultad misma que tiene Dios, la de perdonar, de dar la vida al que la va a perder, y vengo a pedir el indulto de dos hombres y dos mujeres condenados a muerte, y que van a entrar hoy o mañana en capilla.

- ¿Cómo, usted, magistrado Integro, juez inflexible, hombre cuya rectitud es conocida en toda la República, viene a interesarse por la vida de unos miserables asesinos? No, señor don Pedro. QUisiera complacer a usted, pero hasta ese punto no. Caería yo en el más completo desprecio de la sociedad. ¿Indultar y volver a dar vida a unas víboras, echándolas para que devoren a esta sociedad? No, por ningún motivo. He jurado exterminar a los bandidos, y lo haré. Nada me hará variar esta resolución.

- Si el señor presidente me permite hablar -contestó don Pedro Martín con su voz solemne y entera- le diré que su resolución de restablecer en toda su plenitud la garantía de la vida, que es la primera que debe gozar el hombre en todo el país civilizado, no puede ser nunca debidamente elogiada. La apoyo con mi débil voz y añado que he dado pruebas de ser inflexible en el cumplimiento de mis deberes en los largos años que he sido encargado de administrar justicia, pero este caso es único y distinto. Las gentes por quienes me vengo a interesar son inocentes, completamente inocentes. No se trata de ataques a los viajeros en los caminos reales ni de violaciones contra los extranjeros. Un simple asesinato en una casa de vecindad por un artesano, tan hábil en su oficio de tornero como borracho vicioso y malvado; y ese asesino que no se persiguió oportunamente, estoy seguro de que es el mismo que ha cometido esos horrores en el monte de Río Frío; y los que van a morir, vecinos pacíficos y honrados que vivían en la casa, fueron aprehendidos, acobardados y enredados sin saberlo en la causa, y por último, condenados a muerte por un juez ligero que me sustituyó, y cuya vanidad se empeñó en sacarlos culpables.

- Pero eso, permítame usted, don Pedro Martín, que le diga que puede no ser cierto y que usted está mal informado. El licenciado Bedolla me ha hablado diversas veces de ese asunto, casi me ha confiado la causa entera. Bedolla, señor don Pedro, sin agravio de usted, es un sabio, un magistrado respetable, es un hombre activo, perspicaz, enérgico; un hombre, en fin, completo y preciso para un gobierno que lo sabe tratar y aprovecharse de sus brillantes cualidades.

Don Pedro Martín, a riesgo de perder lo que había avanzado en el ánimo del presidente y de comprometer la vida de los que quería salvar, no pudo contenerse, y, poniéndose en pie, con una voz hueca y dura como de profeta, dijo:

- Señor presidente, por el bien de la nación y por la persona de usted, al que tengo la más sincera adhesión y profundo respeto, tengo que decir con toda energía la verdad, la pura verdad. Bedolla es un charlatán, un intrigante y un malvado, que ha logrado sorprender con embustes, con servicios fingidos y con mentiras, la buena fe del gobierno. Estudiante ramplón de un pueblo del interior, hijo de un pobre barbero honrado, ya no lo podían sufrir ni las autoridades ni los vecinos, y el mismo gobernador lo recomendó para sacarlo del Estado, donde revolvía a los pueblos de indios, por un lado, para que invadieran tierras ajenas, mientras instigaba a los hacendados para que se tomaran las que los indlgenas poseían desde el tiempo de Cortés. El gobernador lo ha sostenido hasta cierto punto con tal de que no volviese al Estado, pero en resumen, es el más descarado bribón que yo conozco, y además, repito, malvado y asesino, pues para satisfacer su vanidad y sus aspiraciones manda a la horca a los que él mismo y en el fondo de su conciencia, si la tiene, no está persuadido de que sean verdaderos culpables; y aun cuando lo fueran, conforme a las leyes, no merecían la última pena. Todo lo he sabido por el licenciado Lamparilla, joven abogado a quien yo he protegido, y me ha contado, entre negocio y negocio, e inocentemente, la vida de Bedolla. Señor presidente -continuó don Pedro Martín con un acento todavía más enérgico-. He venido, más que a implorar gracia, a impedir que un general, que tantas glorias ha dado a su patria, sea realmente, negando el indulto, el miserable cómplice de un asesinato jurídico.

El diálogo habla pasado estando los dos personajes en pie. El presidente, cuando acabó don Pedro de decir las últimas y terribles palabras, se dejó caer como descoyuntado y triste en el sillón, se quedó con la cabeza baja y un dedo en la boca, reflexionando.

La reputación que tenía don Pedro Martín de sabio, de honrado, de justiciero, y la fuerza y convicción de su alma que había salido por sus labios, no dejaron ya duda al presidente, pensando rápidamente en las escenas que habían pasado entre él y Bedolla con motivo de la prensa, de las elecciones, de las logias y de los chismes que no dejaba de hacerle, con la mayor hipocresía, contra los ministros y contra los jefes de oficinas. Se convenció de que don Pedro Martín tenía razón, de que Bedolla era un falso amigo, aspirante vanidoso y, en una palabra, un redomado bribón.

- Puede ser que tenga usted razón -dijo a don Pedro-. Creemos los hombres tener experiencia, y a la hora misma de morir, tenemos algo nuevo que aprender; pero volviendo a la cuestión principal, ¿qué pruebas tiene usted de la inocencia de esa gente?

- La casualidad me las proporcionó, y aunque tenga que revelarle cosas íntimas y de familia, creo que debo corresponder a su bondad y confianza; bastante razón tiene usted, señor presidente, en pedirme las pruebas antes de decidirse a hacer un acto de clemencia.

Don Pedro Martín refirió, sin omitir nada, cómo fueron Juan y Casilda a dar a su casa; cómo platicando entre sí, sin siquiera sospechar que fuesen escuchados, refirieron quién era el tornero y sus antecedentes, y la manera como Tules fue asesinada, sin que ninguno de los vecinos fuese cómplice, ni aun supieran el suceso sino cuando la casera abrió el cuarto.

- ¿Cómo es -preguntó asombrado el presidente- que los supuestos reos están convictos y confesos?

- No creo que eso conste literalmente en la causa, que apenas leí cuando estaba concluida; pero es muy fácil. Los que son ladrones y asesinos de profesión estudian sus respuestas, niegan, contestan negativamente a todos los cargos, o declaran de adrede cosas que hacen perder al juez el hilo del crimen. Los que son inocentes se ven, por el contrario, sobrecogidos de un pánico delante del juez, ven con horror la cárcel, se turban, se contradicen y suelen resultar, por sus mismas declaraciones, culpables de delitos que no han cometido. Esto evidentemente ha sucedido en este caso; y no sé, en verdad, cómo magistrados tan circunspectos y doctos, han aprobado la sentencia de ese inicuo y desatentado Bedolla.

La narración familiar del licenciado Olañeta no sólo calmó, sino que divirtió al presidente, quien no dejó de sospechar que, a pesar de la severidad de costumbres del abogado, había algo de exageración y de entusiasmo al hablar de Casilda. Sereno ya su ánimo, prometió al licenciado que mandaria suspender la ejecución de pronto, que esperaba al coronel Baninelli para que hiciese una correria por el monte y no parase hasta encontrar y castigar a los bandidos; que queria sorprender a la ciudad con el resultado, y que entonces caía bien el que perdonase a los que, aunque fuesen culpables como cómplices de un asesinato, no habían tenido ninguna parte en los atentados de Rio Frio.

Don Pedro Martln salió de la presidencia con el corazón ancho, bajó las altas escaleras de Palacio alegre y ligero, como si tuviese veinte años, y voló, con el contento y la satisfacción de quien hace una buena obra, a llevar la luminosa esperanza de la vida a la mefítica oscuridad del calabozo de la cárcel.

Al escuchar los condenados a muerte que el viejo licenciado les traía la vida, el hombre gordo cayó de nuevo en tierra, abrazando las rodillas de su salvador. El hombre entero y consumido se enderezó con esfuerzo, pronunció una palabra confusa, pero llena de ternura, alzó sus flacos brazos y los removió un instante como las aspas de un molino, y cayó en la tarima para no volverse a levantar, haciendo con sus huesos un aterrador y extraño ruido.




Notas

(1) Persona que apuesta en juegos. Por lo general refiérese a los dueños de las casas de apuestas.

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