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SEGUNDA PARTE



CAPÍTULO SEXTO



EL TRIUNFO DE BEDOLLA

Apenas había salido Evaristo del zaguán, cuando Cecilia conoció la falta tan grande que había cometido al estrecharle la mano como si fuese su amigo viejo o su amante; pero sobre todo, en haber consentido en recibir las alhajas.

Decidió, pues, consultar con don Pedro Martín de Olañeta y aun entregarle los siniestros envoltorios negros, y si Evaristo los reclamaba, ya se vería.

En efecto, uno de los días en que don Pedro Martín solía ir al puesto a escoger su fruta y conducirla él mismo a su casa en su paliacate, bamboleando acompasadamente su brazo derecho, con su bastón de puño de oro debajo del brazo izquierdo, Cecilia se esmeró en presentarle las mejores piezas: naranjas con la corteza de oro, mameyes rojos como el carmín, plátanos tiernos y aguacates que eran una mantequilla. Contento el viejo licenciado, amarraba con cuidado las puntas del pañuelo para que no se fuesen a caer y mientras hacia este trabajo escuchaba las confidencias de Cecilia, que le fueron interesando más y más, hasta el grado que consintió en recibir las alhajas para examinarlas y guardarlas hasta que se las volviese a pedir. Una luz se había hecho en la oscuridad del proceso que tan defectuosamente instruyó Bedolla. El misterioso pasajero de la canoa, el tenaz enamorado de la frutera, era, a no dudarlo, el asesino de Tules y el capitán de los enmascarados de Río Frío, que tanto habían dado que decir en los últimos días.

Acabó de atar muy contento las puntas de su pañuelo, pues había quedado como enajenado y suspenso con la narración, guardó las alhajas en las profundas bolsas de su levita, tranquilizó a Cecilia con palabras cariñosas, y antes de entrar a su casa se fue al convento de San Bernardo a ver a Casilda.

Casilda no se hizo esperar y apareció en la porterla, saludando a don Pedro con los ojos, con la boca, con la expresión de toda su fisonomla y, tomándole una mano, se la besó respetuosamente. Con la quietud, los buenos alimentos y el trabajo metódico del convento, los atractivos naturales de Casilda habían subido infinitamente de valor. Era una sorprendente belleza, y además, sus maneras dulces, la fuerza de sus brazos para el trabajo, su habilidad para la cocina, y especialmente para los pasteles y postres, le habían granjeado el cariño, no sólo de la religiosa a cuyo cargo estaba, sino de toda la comunidad. Casilda, concluidas sus obligaciones diarias del aseo de la celda y costura, se dedicaba a hacer camotitos, que rivalizaban con los de Puebla, y las famosas empanadas de San Bernardo, que se servían diariamente en la mesa de las casas aristócratas y solariegas de México.

De todo eso platicó don Pedro Martín con Casilda y las religiosas torneras; concluyó por regalarles su pañuelo de la excelente fruta de Cecilia y recibir en compensación media docena de las sabrosás empanadas y cuatro platitos de postre, que en una curiosa cesta adornada de listones rojos, con su limpia servilleta, se encargó de conducir a su casa una de tantas mandaderas que están en las porterías de los conventos. La fruta fue reemplazada en el camino por otra, aunque menos buena.

Se comprende muy bien el interés con que escuchó las aventuras de Cecilia, pues que lo conducían a descubrir que el capitán de los bandidos era el asesino de Tules, y una vez aprehendido, juzgado y castigado, Casilda quedaba libre de ese perseguidor, cuyo solo nombre le causaba terror y cuyo recuerdo la atormentaba y la ponía triste.

Destemplados gritos en la calle de muchachos, mujeres y ciegos que voceaban un papel, lo volvieron a la realidad de la vida.

- ¡El Diario de los Ahorcados! ¡Relación de los horrorosos crímenes cometidos en la Estampa de Regina!

- Son seguramente los reos que ha juzgado Bedolla -se dijo don Pedro Martín-. No pueden ser otros. Ha llegado para mí lo que se llama un caso de conciencia. ¡Y pensar que si por una desgracia hubiese caído Casilda en manos de ese salvaje estaría también sentenciada a muerte! Tengamos calma, leamos, y ya reflexionaré lo que debo hacer.

Los papeles eran de una imprenta anónima, con unos caracteres de letras ininteligibles y un pésimo grabado en plomo, que representaba dos hombres y dos mujeres, sentados en unos banquitos y el verdugo apretándoles la mascada.

Don Pedro, temblándole las manos, recorrió rápidamente el papel temiendo encontrarse con los nombres de Casilda y de Juan. Afortunadamente, el autor anónimo de El Diario de los Ahorcados no se había ocupado de ellos.

Don Pedro Martln no pudo aguantar más, estrujó el papelucho y lo tiró al suelo.

- ¡Qué horrores, qué infamias, qué calumnias y qué mentiras para sacar el dinero al público! Con razón es una imprenta anónima.

Era ya tarde, nada se podla hacer; así, don Pedro Martín se propuso obrar con actividad al día siguiente.

Levantóse agitado y hasta calenturiento; luego que fue hora salió a la calle, proponiéndose ver y hablar con esas infelices gentes que iban a entrar en capilla, y después dirigirse al palacio, ver al presidente y pedirle la gracia, aun cuando el magistrado antiguo, orgulloso y lleno de dignidad, tuviese que ponerse de rodillas.

Cuando llegó don Pedro Martín a la cárcel de Corte, encontró una multitud de gente curiosa, que creía que ya iban a salir los reos a la horca y se aglomeraba a la puerta, dándose empujones e injuriándose y entre esta gente se hallaban los amigos y parientes de los que iban a ser ajusticiados, derramando lágrimas y exhalando dolorosos lamentos.

- ¡Mentiras, mentiras infames las que dice ese papel que gritan los muchachos! Mi hermana Jacinta. no era capaz de matar a nadie.

Otros creían como un evangelio los horrores que referla El Diario de los Ahorcados, y decían:

- No hay que hacer caso de lágrimas de viejas. Que los ahorquen a todos, asesinos y ladrones que no dejan que salga uno seguro después de las diez de la noche. Jueces como el licenciado Bedolla necesitamos; que se amarren los calzones y que no se dejen seducir ni por lágrimas de las viejas ni por las risas de las muchachas; pues que cometieron el crimen que lo paguen.

Don Pedro Martín sacó del bolsillo el paliacate en que conducía la fruta, se limpió los ojos y logró llegar, no sin mucha dificultad, a puerta de la cárcel. Luego que lo reconocieron los dependientes, le abrieron paso y le facilitaron la entrada. Don Pedro Martín, que tantos años había sido juez de letras, era conocido y respetado de todo ese mundo judicial empleado en los juzgados, en las cárceles y en los presidios.

A muchos los había colocado, otros habían estado a su servicio inmediato, y su fama de letrado muy sabio y de juez incorruptible y recto, le había granjeado la consideración general y aun la de personas que sólo lo conoclan de nombre. Para los empleados de la cárcel, Bedolla era un advenedizo ignorante, un ranchero con ribetes de cortesano, y apenas daba la vuelta cuando se burlaban de él; cualquiera de los escribientes y tinterillos sabia más que él en materia criminal.

Luego que Bedolla recibió con los autos la confirmación de su sentencia, tan a propósito para satisfacer a la vindicta pública, contentar al respetable público que de cualquier manera quería cuando menos un ahorcado, y, sobre todo, que los extranjeros dijeran que éramos un pueblo civilizado y digno de figurar en el catálogo de las naciones, mandó llamar a su condiscípulo Lamparilla.

- Yo mismo -le dijo en cuanto lo vio-, rebajando mi dignidad, pues no soy como esos viejos abogados que tienen la despreocupación de venir cargando su pañuelo de fruta, he escogido un guajolote y ordenado a tu amiga y favorita Cecilia que el jueves mande a casa la mejor fruta. Tendremos un buen almuerzo, mole de guajolote, chiles rellenos y lo demás que se pueda.

- No comprendo -le dijo Lamparilla- ni sé por que ...

- ¿Dónde se te ha ido el talento, Crisanto? No ves ... -y le mostraba los autos-, la sentencia en la célebre causa de Evaristo el tornero ha sido confirmada. Los reos entran mañana en capilla; nuestro triunfo es completo, el Ministerio de Justicia y Negocios Eclesiásticos es ya mío, y de ahí ... ¡quién sabe! ... La Presidencia de la República está cerca ... No siempre han de ser soldados los que manden y dominen a este infeliz país ... Es necesario acabar con el cesarismo.

Pero las órdenes de incomunicación no podían en ningún caso referirse a don Pedro Martín, que entraba y salía por las oficinas y juzgados y por las cárceles como magistrado que dominaba con sólo su presencia hasta a la misma Suprema Corte de Justicia; así que, apenas indicó sus deseos, fue conducido a la pieza donde estaban las dos desgraciadas mujeres.

Los supuestos reos condenados por Bedolla, y todavía calumniados por el papelucho anónimo, eran gentes pobres, pero sencillas y honradas, que vivían de su trabajo, no habían cometido ningún delito, no tenían antecedentes para haber merecido y ser conocidos con sobrenombres.

Jacinta Tejerina, María Ágata Mendoza, Tiburcio Tejidor y Mauro Pedraza, así se llamaban, y de su apellido había el tinterillo forjado el alias que se aplica a los malvados y ladrones.

Cuando don Pedro Martín llegó al cuarto donde estaban las dos mujeres, se hallaba allí también doña Rafaela la dulcera, a quien Bedolla, por un rasgo de generosidad, había permitido la entrada libre.

- Viene a visitar a ustedes -les dijo el director o jefe de la cárcel- el señor licenciado don Pedro Martín, que es juez de letras.

Al oír ese nombre, Jacinta escondió su cabeza entre el rebozo y Agata exhaló un grito nervioso.

- No, no soy juez, desgraciadamente para ustedes, que no estarían en este amargo trance -dijo don Pedro Martín-, sino un hombre que viene a visitarlas y a procurar hacer cuanto sea posible para salvarlas.

- ¡Por Cristo y Señor Sacramentado que somos inocentes, y nos van a matar dejando en la orfandad y el hambre a nuestros hijos!

Un torrente de lágrimas y de gemidos querían ahogar a la infeliz y no le dejaban decir más.

Don Pedro Martín se hizo fuerte y les contestó:

- No hay que perder la esperanza, calma, calma, ya veremos lo que se hace; bastante sé que son inocentes; el presidente tiene buen corazón.

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