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SEGUNDA PARTE



CAPÍTULO QUINTO



¿QUÉ DIRÁN LOS EXTRANJEROS? (CONTINÚA)

Sigamos con el hilo de nuestra narración, interrumpida con un episodio que no deja de ser interesante para fijarse en lo que son las cosas de este mundo, y cómo depende la suerte y la vida de la gente de las circunstancias más insignificantes. Si las dos Marías hubiesen dado otra tanda de escobazos a Evaristo, su cólera habría recaído en las italianas, y en vez de tratarlas bien. admirar su belleza y escuchar su canto, él y sus indios se habrían entregado a las más atroces violencias, y los extranjeros con mucha justicia. habrían tenido mucho más que decir del país.

¿Cómo, sin que hubiese telégrafo eléctrico ni de ninguna otra clase, se supo del robo al mismo tiempo en México y en Puebla? Hasta ahora no se ha podido averiguar, pero así sucedió.

- ¿Pero qué dice Mateo? Vamos, Mateo, cuenta. ¿Es cierto todo esto?

Mateo sonreía maliciosamente y guardaba silencio; pero seguían incitándole, hasta que se enfadó.

- Dejen bajar a los pasajeros -les dijo-, y de mí no han de sacar nada; Mateo cumple con su obligación de conducir el coche y no tiene necesidad de contar nada ni de hablar una palabra.

En México no pudieron los curiosos, como en Puebla, cerciorarse de que, al menos, los cantantes estaban con vida; así, las noticias tenían un carácter de gravedad tal, que se transmitran en los primeros momentos en voz baja y encargando mucho secreto, y concluían siempre con el mismo ritomelo:

La ropa sucia se lava dentro de casa, vale más que nada se sepa. ¿Qué dirán los extranjeros?

Pero al cabo de dos horas, parvadas de muchachos recorrían las calles del Empedradillo, Plateros y los Portales, gritando:

La Noticia Extraordinaria de ahora. Relación de los robos perpetrados por los bandidos de Río Frio en las personas de los operistas y de las operistas.

Era una cuartilla de papel, publicada en la imprenta anónima del Callejón de ta Garrapata. Valía un octavo, y los que pasaban en la calle se la arrebataban a los muchachos, que corrían por más ejemplares. El efecto fue prodigioso, y el lance, con cuantos horrores le ocurrieron al redactor o impresor, fue sabido desde los niños que entraban o salían de la escuela, hasta los ministros de Estado, las legaciones y el Supremo Magistrado de la Nación.

Bedolla y Lamparilla, sin ser llamados, se presentaron en Palacio para tomar lenguas; pero más que todo para procurarse con ese motivo otra comisión que les produjese un par de talegas de pesos y la promesa de otra curul. Los ministros extranjeros aprovecharon la ocasión para molestar al gobierno y hacer valer las fuerzas navales de sus monarcas; se reunieron en junta y acordaron dirigir una nota colectiva, y los diputados de oposición se prepararon para hacer fuertes interpelaciones al gobierno.

La brillante y lucida juventud aristocrática, que en sus briosos caballos caracoleaba todas las tardes en el Paseo de Bucareli, siguiendo los coches de las muchachas ricas, se levantó como un solo hombre y decidió armarse inmediatamente y salir a campaña a perseguir a los bandidos de Río Frío hasta sus propias madrigueras y exterminarlos.

Se organizaron, en efecto, y al día siguiente, en fogosos caballos armados de espadas, pistolas y reatas, salieron por la garita de San Lázaro cosa de cuarenta jinetes. Los enmascarados eran más de ciento cincuenta, pero eso nada importaba. El valor y la justicia de causa, aseguraba el completo triunfo.

Recorrieron el camino, creyendo en cada torno de la calzada encontrar a los enemigos.

Los bandoleros habían escapado, según contaban, gracias a sus buenos caballos, pero algunos de ellos deberían haber sido heridos, pues casi a quemarropa les dispararon muchos balazos; y según noticias que habían adquirido de algunos pasajeros, toda la banda se dispersó para juntarse en el monte de las haciendas de San Vicente y Chiconcuac, que es muy cerrado, y allí tenían sus cuevas.

El único que sabía la verdad era el conde de la Cortina, a quien Mateo había referido hasta los más insignificantes pormenores del lance, asegurándole que las operistas regresaban a su tierra tan vírgenes como vinieron; que los maridos de las casadas nada vieron de malo, y que el capitán, que tuvo ímpetus de lanzarse sobre la Césari, se contentó con sólo un beso en el carrillo izquierdo. El conde rió mucho al olr esta historia, regaló a Mateo dos onzas de oro y dejó correr las noticias variadas y los cuentos exagerados de la calle.

Un día y apenas habían pasado quince del lance de los operistas, los espías que tenia Evaristo en el camino vinieron corriendo por las veredas del monte y le dijeron que venían soldados en el techo; a pocos minutos oyó el ruido de las ruedas del coche. No hubo tiempo para huir, ni para organizar un ataque, ni pensar en nada.

Mateo venia dando una especie de lección a los soldados, aconsejándoles que no hiciesen resistencia, pero éstos, apenas divisaron a los bandidos cuando hicieron fuego con sus tercerolas, que ya tenían preparadas en medio de sus piernas. Evaristo e Hilario hicieron fuego al mismo tiempo, y un minuto después los tres indios que estaban armados de los viejos fusiles, dejaron ir los tiros sobre el costado del carruaje. Por un momento una nube de humo envolvió el repentino cuadro. Uno de los soldados cayó al suelo herido mortalmente, Mateo sintió un fuerte escozor en la oreja: la bala de la pistola de Hilario le había llevado un pedazo y rozado ligeramente el cuello. El sota, que vio apuntar a Hilarío, le aplicó un bijarrazo en la cabeza que le hizo caer del caballo, y del centro de la diligencia brotó un clamor, un grito de dolor y una exclamación terrible: godam. Un inglés, director de las minas de Balaños, resultó herido en un brazo, y la misma bala de los fusiles retacados de los indios se había llevado la punta de la nariz de la esposa del inglés. Todo esto pasó en instantes, en un abrir y cerrar de ojos, como un relámpago. Mateo tronó el látigo, sin hacer ya caso de los gritos ni de los balazos que disparaban desde dentro de la diligencia otros dos mineros ingleses, y las mulas, asustadas y casi desbocadas, partieron como alma que llevan los diablos.

Cuando Evaristo mismo volvió de la sorpresa, porque sorpresa fue para él la llegada de la diligencia con soldados que desde que lo vieron le descerrajaron de balazos, vio al soldado moribundo en medio de un charco de sangre y a Hilario tirado al pie de su caballo, con los ojos cerrados y sin movimiento, a uno de los indios con la mano traspasada, seguramente por una bala de los ingleses, y a los otros escondidos con sus garrotes detrás de los árboles, lleno de furor por la muerte de su segundo, acabó con su espada de matar al soldado, que con voz casi extinguida le pedla misericordia; hizo que levantaran los indios a Hilario, todo descoyuntado y flojo como si fuese un maniqul de trapo, y se apresuró a internarse con él en el monte, ganar las carboneras y después el rancho, temiendo que viniese una escolta, como sucedió; pero llegó al galope tendido y con las espadas desenvainadas cuando todo había concluido y los bandidos estaban en sus madrigueras.

La noticia de este suceso, que se propagó en Puebla y en México con más rapidez que la de los operistas, puso en alarma a la capital, que ya iba olvidando a las cantantes; y en esta vez no fueron sólo cesaristas y albanistas y los jóvenes calaveras de moda los que armaron el ruido y el escándalo, sino el público y los extranjeros dedicados al comercio y a la minería.

Los ministros de Inglaterra, de Francia y de Prusia, sin pedir audiencia, se presentaron al ministro de Relaciones.

El ministro mexicano explicó que no era al cochero a quien se le debía el crédito, sino al conde de la Cortina, que, amigo especial de algunas de las cantantes, había tomado de antemano medidas muy eficaces para que, en caso de asalto, fuesen bien tratados los pasajeros, como en efecto sucedió, y que él y su gobierno ni por un momento habían tenido la intención de ofender a los dignos representantes de las naciones amigas, con las cuales el gobierno de la República deseaba estrechar más y más sus cordiales relaciones.

El ministro francés, con estas explicaciones, se calmó, e hizo dos o tres inclinaciones amistosas desde su silla.

- Lo que no se puede negar es que en el último asalto ha habido balazos y ataques violentos; que tres súbditos de S. M. británica han sido heridos; que mistress Allen tiene un pedazo menos de nariz, y aunque la herida no es de gravedad, quedará desfigurada, lo que es quizá peor que la muerte para una belleza inglesa. El gobierno de S. M. británica espera: primero, que los ladrones serán perseguidos, aprehendidos y castigados severamente, y segundo, que se otorgará una indemnización conveniente por los daños y perjuicios que han sufrido los súbditos de S. M., que después de haber hecho enormes beneficios a México con sus trabajos en las minas, se retiraban pacíficamente a Inglaterra e Irlanda.

Acabando esta arenga, dicha de una manera decisiva y que no admitia discusión, el ministro se levantó, saludó cortésmente a nuestro secretario de Relaciones y se dirigió a la puerta, donde le siguieron los demás. dejándolo atónito y persuadido de que el lance de Río Frío y el fragmento de nariz de mistress Allen no dejaría de costar a la nación dos o trescientos mil pesos. Antes de dar cuenta al presidente de este importante acontecimiento, quiso oír la opinión y tomar el consejo del licenciado Bedolla. Lo mandó llamar. Y estuvieron encerrados como dos horas. Lamparilla lo acompañó, pero no entró al gabinete del ministro.

Cuando el ministro de Relaciones, después de oír la opinión de Bedolla, subió a dar cuenta al presidente de la visita que había recibido de los embajadores, no sólo sabia con todos sus pormenores el suceso, sino desfigurado considerablemente.

- Pronto, pronto acabará esta situación que tiene en alarma a todo el público -dijo el presidente cuando acabó de oír a su ministro-. Lo de las operistas me cayó en gracia, pues el conde de la Cortina me refirió lo que pasó realmente; pero esto de matar a los soldados y de herir a los pasajeros ya es grave y no lo sufriré. Yo me encargo de acabar con los ladrones. Yo mismo dictaré las medidas que crea necesarias, y ya verá usted el resultado; los embajadores que han visitado a usted me visitarán a mi para darme las gracias. De pronto. es menester ahorcar a estos reos que condenó a muerte y aprehendió el licenciado Bedolla. único juez que conoce sus deberes. Sólo me falta que venga Baninelli de Guanajuato, y ya lo mandé llamar. Verán en México lo que es un gobierno enérgico.

El ministro se quedó estupefacto con el acuerdo. pero no hubo remedio; de la presidencia se dirigió a ver a su compañero. Se mandó buscar a Bedolla que no tardó en llegar, y los tres personajes se encerraron para disponer la manera de que fuesen ahorcados antes de ocho dlas los reos que hacia meses y meses estaban olvidados en la cárcel de corte.

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