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SEGUNDA PARTE



CAPÍTULO CUARTO



¿QUÉ DIRÁN LOS EXTRANJEROS?

Ya hemos dicho que no pasaba semana sin que en un punto u otro del camino de México a Veracruz fuesen robadas las diligencias; pero como se trataba de pasajeros desconocidos, de gente que no tenían como Escandón, Pesado y Couto una alta posición social, nadie hacIa caso, ni menos los gobernantes, que se ocupaban de asuntos para ellos más graves y provechosos: y cuando la prensa o el comercio alzaban un poco la voz, los funcionarios públicos se echaban la culpa unos a otros, se volvía asunto de Estado y de diplomacia, siendo necesario que, para evitar un conflicto, personas tan dignas y caracterizadas como Bedolla y Lamparilla, intervinieran para que al fin quedasen las cosas en peor estado; pero cuando se trató de una compañIa de ópera, de muchachas bonitas y de extranjeros, ya fue otra cosa.

No quitaba Evaristo el dedo del renglón, como se dice, y Cecilia era el punto fijo de su pensamiento; después de revolver mil proyectos en su cabeza, a cual más disparatados, no salía de esta disyuntiva: O ha de ser mía o la mato.

Así, a cada momento buscaba él mismo un pretexto para bajar a Chalco, ya a cambiar un caballo, ya a comprar alguna ropa o herramientas, ya a vender carbón, maíz o cebada.

Cada una o dos semanas hacía el viaje entre Chalco y México; ningún hombre dormía dentro de la casa, ningún sereno cuidaba la puerta ni la azotea, y en el muelle o canal que entraba al patio dormia, dentro de la canoa, un remero, que las más noches tomaba sus fuertes tragos de chinguirito antes de acostarse y dormía la tranca, al grado que alguna de las Marías tenia en la madrugada que tirarle por las piernas y arrastrarlo hasta la mitad de la canoa para que despertase.

Para alguno de los diversos planes que se proponía realizar Evaristo, estas indagaciones eran preciosas.

En uno de los viajes en que completó sus observaciones, fue a dar a Chalco muy satisfecho; se preparó a todo riesgo a hacer una visita a Cecilia y afrontar con calma la furia de las dos Marías.

Dio la casualidad de que cuando Evaristo se acercaba al zaguán, Cecilia venia de la parroquia. Aunque Evaristo había cambiado de figura pues estaba más gordo, rasurado completamente y pelado a peine, hacía ya tiempo que no lo había visto, lo reconoció al momento, más que todo, por la sensación extraña que le causó el timbre de su voz, su mirada entre torva, vengativa y amorosa. El lenguaje de los ojos sólo lo comprenden otros ojos que ya se hayan mirado, y queda sin expresión para los indiferentes.

Detúvose Cecilia, se estremeció ligeramente, quiso seguir a su casa, que estaba a dos pasos; pero no pudo y quedó como clavada en el suelo.

No escapó a Evaristo la sorpresa y conmoción de Cecilia, y se aprovechó de ella.

- No hay que asustarse, doña Cecilia. No trato de vengarme, como usted podría creer. Por el contrario, vengo a pedirle a usted perdón. Fui muy atrevido al introducirme a la casa de usted y hasta su mismo cuarto donde se estaba bañando; pero, ¡qué quiere usted, doña Cecilia!, los hombres no somos dueños de contenernos y hacemos a veces cosas de que tenemos que arrepentimos; pero eso ya pasó, y usted, que tiene un buen corazón, me perdonará y no será rencorosa.

- Yo ni odio ni me meto con nadie ni en lo que no me interesa -le contestó Cecilia algo repuesta y adelantándose a tocar la puerta de su casa-. Pero lo que no me gusta es que se metan conmigo; mas ya que usted se ha adelantado a satisfacerme y confiesa que no hizo bien, asunto acabado y como siempre, nada me queda aquí. Pase si gusta, descansará y tomará algo -le dijo, haciéndole lugar para que entrara.

Le hizo seña que entrara al comedor y se sentara, y ella salió gritándole a una de las Marías, precaución que le pareció necesaria, no obstante las protestas de enmienda y la plácida y resignada fisonomía de Evaristo.

María colocó en la mesa vasos y dos botellas de licor.

- No le hará mal -dijo Cecilia sirviéndole-. Es un licor de canela que me regaló hace tiempo don Muñoz, el de la tienda de la esquina de la calle Real.

Echó su último trago y se levantó del asiento para marcharse.

- Un favor por despedida, doña Cecilia.

- Lo que mande, siendo posible -le contestó ésta.

- En los viajes que suelo hacer a México para cobrar mis cuentas me ha ocurrido entrar al Montepío en los días de remate, y cuando encuentro alhajitas baratas, pero muy baratas, las compro, porque todo es comerciar, y cuando se encuentran onzas de oro a catorce pesos, es una ganga ... ya ve usted ... ¿qué le parece?

- Bien hecho, y así he comprado las pocas que tengo -contestó Cecilia con naturalidad y no sabiendo a dónde iría a parar Evaristo con esta conversación.

- Pues bien, doña Cecilia, ayer que fue día de almoneda lo aproveché, y vea usted la ancheta.

Evaristo puso en las manos de Cecilia un papel atado con una cinta.

- Ábralo usted y vea si hice buena compra, doña Cecilia.

Con esto volvieron a sentarse donde estaban, y Cecilia desató la cinta y abrió el paquete.

- Hay cosas bonitas y otras feas y sucias, y no sé por qué, pero se me figuran robadas.

Evaristo, al oír estas palabras dichas con la mayor naturalidad por Cecilia, se puso blanco como un papel, y se le figuró que Cecilia sabia ya algo de sus hazañas en el monte; pero procuró reponerse y disimular y contestó con cierta calma e indiferencia:

- No lo creo, doña Cecilia, pero puede que tenga usted razón. Precisamente -le dijo- quería pedirle el favor de que me guardase por dos o tres horas estas alhajas.

- No finja usted ningún pretexto -le contestó Cecilia- para hacerme un regalo, porque ya sabe que no lo he de recibir.

- Ni Dios que lo permita -le respondió Evaristo-, y por ésta -e hizo con su mano la señal de la cruz- le juro que digo la verdad; y si quisiera regalarle sería otra cosa mejor y se lo diría con franqueza, que usted merece más. Son las nueve; a eso de la una o las dos estaré de vuelta; y si usted tiene que salir o no quiere que la moleste, deje las prendas a una de las muchachas, que ya no me darán de escobazos, y las recogeré; pero hágame el favor de guardármelas por un rato.

¡Y qué bien me salió la estratagema de las alhajas! Con el pretexto de recogerlas volveré otro dia a ver a Cecilia y la encontraré ya más franca.

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