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SEGUNDA PARTE



CAPÍTULO TERCERO



LA ÓPERA EN EL MONTE

Lo que modificó de una manera notable las operaciones de Evaristo y de sus enmascarados, que se habian sistemado de una manera tan regular y arreglada como cualquiera institución polltica, fue un incidente con que no podia contar ni estar al cabo de ciertas cosas que pasaban en México y que él no sabia.

Hacia bastante tiempo que en el Teatro Principal, pues no había otro, funcionaba una compañia de ópera tan buena y tan completa como no se ha visto otra.

Marietta Albini era una alta y robusta mujer, blanca como la leche.

Adela Césari era o parecia napolitana, llena de atractivos al mirar, al hablar, al reir, al moverse, al andar, toda ella era gracia y voluptuosidad.

Después Musatti, un delicioso tenorcillo por el estilo de Nicolini y Sirletti, fogoso y arrebatador; Galli, un bajo profundo que hacia temblar el teatro cuando cantaba el aria del Duque de Caldosa; Supantini, el bufo popular y simpático que tuteaba a todo México, y, para completar el cuadro, la buena y simpática Magdalena y un acompañamiento de partes secundarias y coristas graciosas y atractivas hasta más no poder.

La noche del beneficio de la Albini su cuarto estaba literalmente cubierto de flores y de regalos.

La noche del beneficio de la Césari, también su cuarto estaba cubierto de flores y obsequios, y al fin del segundo acto, dos lacayos entraron conduciendo, en una charola de plata, un aderezo de brillantes que valía cinco mil pesos. Era el regalo del conde de la Cortina, que para amores nunca fue viejo.

La Norma, La urraca ladrona, .EI pirata, El condestable de Chester, La italiana en Argel, Isabel de Inglaterra, La casa deshabitada, eran óperas favoritas del repertorio, que tenian a México de una especie de encanto que no permitia que nadie se ocupase de otra cosa ni hablase más que de la ópera. Los mismos partidos pollticos, tan vehementes entonces, se calmaron; las logias masónicas dormitaban; los hermanos preferían irse al teatro, y la tenida quedaba en la soledad, y los triángulos y escuadras vigilados sólo por el ojo del Esplritu Santo, que se cerraba de sueño. Yorkinos y escoceses firmaron una tregua; los que no tenían dinero, empeñaron sus alhajas en el montepío para continuar abonados al teatro, y los empleados de algunas oficinas vendieron sus sueldos a los usureros.

No obstante el brillante éxito y la notoria habilidad con que desempeñaron su misión Bedolla y Lamparilla, las cosas se pusieron para los infelices caminantes en peor estado. Hubo, en efecto, una reconciliación oficial entre el gobernador y el ministro de Gobernación; pero como los dos tenían una herida en el amor propio, que es más enconosa que cualquiera otra, quedaron en su foro interno perfectamente enemigos y dispuestos, si no a vengarse, si a desquitarse. De pronto, para que la responsabilidad de los robos en el camino recayera sobre el ministro, el gobernador mandó retirar las fuerzas pequeñas que había en los pueblos y que servían de algún respeto; y por su parte, el ministro, para que el descrédito viniese a las espaldas del gobernador, hizo de modo que desde México hasta Veracruz no hubiese ni un soldado federal; así Evaristo quedó tan a sus anchas, que era el soberano absoluto de la montaña.

La despedida en el Peñón Viejo de los desdichados adoradores de las bellezas que se iban a tierras lejanas fue muy tierna, pero regresaron tranquilos luego que los dos coches llenos y cargados hasta el techo de sacos, baúles, sombrereras y mil otros accesOrios teatrales, enfilaron la calzada de Ayotla, seguidos de veinticinco hombres llenos de brío y entusiasmo, que azotaban y apaleaban sus pobres caballos para ir al caso de la diligencia y no separarse del lado de la portezuela.

Los cocheros, por medio de la multa y porque no les convenía que hubiese balazos y campaña, no querlan moderar el paso; el oficial gritaba y trinaba, y a medida que conjuraba a los cocheros a que se detuvieran, el látigo tronaba y las robustas mulas volaban por entre el polvo del camino. Al fin el oficial se dio por vencido, detuvo los pocos soldados que lo seguían.

Al observar que la escolta se había retirado, y la completa soledad del camino, pues por rara casualidad en ese día no había ni recuas de arrieros ni indios con sus atajos de burros, y sólo siniestroS mendigos (espías de Evaristo) se acercaban a la portezuela cojeando y tendían para implorar una limosna, mugrosos sombreros de petate, el terror más grave se apoderó de los cantantes, y hacian en su lengua seguramente recuerdos de Fra Diavolo, cuando al entrar en un terreno sombrío escucharon el terrible gritó:

- ¡Alto ahl, grandísimos ...!

Era, como ya se ha dicho, el usual y cariñoso saludo de Evaristo.

Las diligencias se detuvieron, y no sólo los enmascarados los rodearon amenazando con sus garrotes, sino cinco o seis más a caballo, antiguos conocidos de Hilario.

Giaccomo Vellani, marido de Marietta Albini, desvió con la mano el cañón de la pistola de Hilario, que apuntaba rectamente a la cara de Norma, y llevó la otra a un largo puñal que tenia en el bolsillo, estando resuelto a vender cara su vida, para salvar la de su mujer.

Hilario, un poco sorprendido de ese aparato de resistencia quiso intimidar, retiró la pistola y la disparó al aire.

- ¡Dio di Dio! -gritaron las bellas italianas, encogiéndose todas, tapándose los ojos y queriendo guarecerse las unas con las otras.

Las mulas, que tenían pocas semanas de servicio, se espantaron, de no haber sido por el sota que estaba delante y los fuertes puños de Mateo, habrían partido a escape y hecho pedazos el carruaje y los que iban dentro.

- Eso no es lo tratado, valedor -le dijo Mateo a Evaristo con mal humor, o mejor dicho, con grosería-. O semos o no semos, ¿y para qué es comprometerse a lo que no se ha de cumplir?

- Pero, ¿qué traen?

- Pues eso si no sé; pero vestidos de reyes y de toda clase con galones de oro y de plata. Si quiere regístrelos, pero breve, porque ya sabe a la hora que tengo que llegar precisamente a Puebla.

Se acercó de nuevo Evaristo a la portezuela con mejores maneras, les pidió las llaves y el dinero, les aseguró que nada les sucederla si obedecían lo que les mandase y no intentar hacer ninguna resistencia.

Apresuráronse las italianas a dar cuanto oro menudo tenían, y la cosecha de escudos no fue tan mala con lo que se contentó el bandido sin exigir más. y fue a visitar los equipajes.

- Todo eso es falso, valedor -le dijo Mateo a Evaristo-. Si quema los galones, no sacará más que cobre, y si se roba los vestidos, como son tan conocidos como de cómicos, donde quiera los descubrirán. Déjelos, hágales cantar y despáchenos, que se me va haciendo tarde.

Mateo no consideró suficiente la recomendación que desde el pescante habia hecho a Evaristo, sino que entregó por un momento las riendas al sota y descendió a hablar con él y con Hilario.

- Compas -les dijo-, traigo de los señores de México un encargo especial de que el coche pase bien y que no se toque el pelo a los pasajeros que, como les dije, son cómicos y cantantes; lo que ganaron en el teatro ya lo mandaron para su tierra en la conducta que pasó la semana pasada, todo lo cual lo ha platicado el amo don Anselmo en el patio de la casa. Si hay quejas del monte, el amo me dijo que suspendia por seis meses el viaje, o hasta que acabara la tropa con ustedes; conque ya saben lo que hacen, y como me han dado una buena gala y soy completo, de mi parte les quiero convidar.

Mateo metió mano a la profunda bolsa de sus calzones de vaqueta, que le servian para el sol y agua en el camino, y sacó cuatro onzas que dividió entre Evaristo y su segundo.

- No tengan miedo -dijo Mateo-, ya estoy arreglando con el capitán, pero si les dicen que canten, es menester cantar, que vale más eso que no las desnuden, como ya lo ha hecho con unas señoras principales de Puebla y con otras.

Evaristo y sus indios no pudieron resistir a la agradable impresión que les causaba aquel grupo de bellisimas mujeres vestidas con cierta novedad y fantasia, que no manifestaban temor ninguno, y también les impuso algo la cabeza alborotada y la fisonomia terrible y decididamente resuelta de Vellani.

- El capitán -dijo Mateo-, que es amigote, me ha dicho que no tienen por qué asustarse, que nada les hará, pues que le han dado de buena voluntad el poco dinero que traian. Pero el capitán -continuó Mateo- no ha podido ir a la ópera, como se lo pueden figurar, teniendo muchas ocupaciones de dia y de noche en el camino; ya les dije que todos los que vienen son cantantes y personas muy buenas que ya se van a su tierra ... Desea que le canten una o dos cosas de las mejores, y yo se los ruego para irnos, porque se me hace tarde y me costará pagar diez pesos de multa, que nunca perdona don Anselmo a sus cocheros.

Los artistas, ya más tranquilos, se miraron unos a otros y convinieron en que era necesario obedecer a Mateo, que era su salvador, y cantar.

Galli cantó en la selva como jamás había cantado en el teatro.

Evaristo, que no tenia idea de estas grandezas del genio, quedó como clavado y sin movimientos en el árbol en que se recargaba.

Los enmascarados, inconscientemente se fueron acercando poco a poco, como atraídos por este nuevo Orfeo.

Luego que acabó Galli, la Césari, dominada, como mujer, más que Galli, por idénticos sentimientos, se presentó en ese foro belllsima y salvaje, se arrancó los peinados y tocas de seda que le cubrían la cabeza, arrojó al suelo el abrigo de camino que la envolvía y apareció como una maga fantástica, erguida, hermosa, con una túnica de seda azul celeste, ceñida con un cinturón de galón de oro, y comenzó a cantar. ¿Qué cantaba? Lo mismo que Galli, improvisaciones, notas que no habla escrito ningún maestro, juegos de garganta y trinos de gorjeos de ave del paraíso que no se habían oldo en ningún teatro, maravillas de melodías.

Evaristo, entusiasmado, con un sentimiento más bien de admiración que no sensual, se lanzó a abrazar a la bella Césari, pero ésta dio un paso atrás y presentó su suave y sonrosada mejilla a Evaristo, que imprimió en ella un beso que debieron también escuchar las aves. Evaristo intentaba algo más.

- Nada más, signor -e irguiendo la cabeza como si fuera el capitán, condujo a los viajeros al coche y ordenó a Mateo que subiera al pescante.

Al tronar el látigo y partir las mulas, la Césari sacó su redondo brazo por la portezuela y saludó graciosamente al capitán de los ladrones de la montaña.

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