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SEGUNDA PARTE



CAPÍTULO PRIMERO



LOS GRANADEROS

Señor gobernador, ya es un escándalo lo que pasa con las diligencias. No hay día que no las roben. La cuadrilla de los enmascarados se ha apoderado del monte y se aumenta cada día. Dicen que ya son más de ciento cincuenta, y a poco va a necesitarse infantería, caballería y hasta artillería para desalojarlos. El capitán de esa feroz cuadrilla es un hombre no sólo valiente, sino temerario; tiene sus rasgos de generosidad, y suele dar a los pasajeros que ve muy afligidos, dinero para que paguen su almuerzo; pero a los que resisten, ¡pobres de ellos! Ya sabrá usted lo que le pasó a la pobre doña Cayetana del Prado, señora rica, tan respetada de todo Puebla y prima nada menos de tres gobernadores que han gobernado bien.

Quien decia esto era el secretario del gobernador de Puebla.

- Mas no ha llegado a mí noticia del lance a que usted se refiere -dijo el gobernador.

- Lo he sabido por una casualidad y con mucha reserva, y con la misma se lo vaya referir a usted -dijo el secretario poniéndose la pluma detrás de la oreja y colocándose cómodamente en su silla-. Si el capitán de los enmascarados llegase a saber que nosotros hablamos del suceso, crea usted que no tendríamos la vida segura.

- Pero cuénteme en reserva lo que ocurrió a doña Cayetana.

- Pues venía de México -contestó el secretario-, y en el paraje nombrado Agua del Venerable fue detenida la diligencia. Despojaron a los pasajeros de cuanto tenían, pero no los maltrataron. DOña Cayetana del Prado había ocultado en el seno una bolsita de seda llena de escuditos de oro, creía haberla escapado, cuando su desgracia quiso que le saliera por debajo del vestido al bajar de la diligencia, y ¡aquí fue Troya! El capitán, furioso, la amarró a Un árbol y la desnudó completamente.

- ¿Completamente? -preguntó el gobernador.

- Completamente -afirmó el secretario-; quedó delante de los pasajeros como su madre la echó al mundo.

- Curioso seria el espectáculo -dijo riendo el gobernador-. Tan gorda, tan monstruosa, porque la señora seria hermosa en su tiempo; pero ahora ... vamos. ¡DOña Cayetana, desnuda! ... ¡Se podría pagar por verla!

- Pues todos los pasajeros la vieron, porque así lo exigió el capitán. A la pobre señora le costó una fiebre; en el delirio reveló este secreto delante de las criadas que la cuidaban, y éstas se lo dijeron a mi mujer.

- Pues nada de esto se supo en Puebla -dijo el gobernador.

- Ni en México -le respondió el secretario.

- El gobierno general tiene la culpa de esto, puesto que, según la Constitución, debe cuidar de los caminos llamados reales; es decir, los que parten de la capital para terminar en los puertos abiertos al comercio extranjero. ¿No es eso?

- Creo que si; pero no estoy seguro de ello -contestó el secretario quitándose la pluma de la oreja.

- Precisamente -continuó el gobernador- ha acertado usted a tomar su pluma. Escriba un articulo muy fuerte, diciendo que el Estado de Puebla se está arruinando a causa de la inseguridad de los caminos.

- Voy a escribirlo en el acto -dijo el secretario mojando su pluma en el tintero- para que no se me olvide el acuerdo; ¿pero lo publicaremos en el periódico oficial?

- Por supuesto. ¿Qué miedo le tengo yo al gobierno, que no cuenta con un real para pagar sus tropas? Para esto tengo también mis granaderos, que ya son cerca de quinientos; lo que sucede es que me faltan todavía trescientas gorras, que deberán llegar de París dentro de dos meses.

Evaristo, pues, continuaba con entera impunidad asaltando las diligencias de Puebla.

Era la misma escena, las mismas palabras groseras; las mismas amenazas para que dieran los pasajeros el dinero; la misma disposición teatral, los mismos encargos, bajo pena de muerte de guardar el secreto; se podía imprimir el programa, que era invariable.

Con todo esto los negocios no iban de lo mejor para Evaristo, pues los pasajeros, seguros de que habian de ser robados, no ponlían en su baúl sino la ropa más vieja y en sus bolsillos unos cuantos pesos Y monedas lisas y cuartillas de cobre para que pareciese mucho dinero, siendo poca cosa; de modo que había dias que el asalto no producia más que ocho o diez pesos y alguna ropa muy usada, que era lo único que se repartia a los indios.

Ya veremos más adelante cómo se fue engrosando la banda y haciéndose verdaderamente terrible. De pronto, no tuvo Evaristo otro camino, y continuó asi.

El articulo que publicó el periódico oficial del Estado de Puebla fue como si hubiesen prendido un cohete en las espaldas del ministro de la Gobernación. Pensó acusar al gobernador de Puebla, denunciar el articulo, escribirle una carta llena de injurias y hasta ponerse en camino para insultarlo personalmente y desafiarlo.

Calmado al cabo de un cuarto de hora, no se decidió a tomar ninguna resolución hasta no consultarla con el licenciado don Crisanto Bedolla. Nada de grave ni de importante hacia el ministro sin consultarlo a Bedolla.

El ministro, con un recado atento y una tarjeta, envió al portero a buscar a Bedolla, y éste no se hizo esperar. Entró sonriendo, apretando cariñosamente con sus dos manos la mano del hombre de Estado, y le preguntó en qué podia serle útil.

Cuando Bedolla leyó el párrafo insolente del periódico poblano y escuchó los proyectos de castigo y de venganza que fermentaban en la cabeza y en el corazón del ministro, tomó un aspecto imponente de seriedad, se pasó el dedo en la boca, bajó los ojos, los cerró para concentrarse bien, y se quedó callado y reflexionando. El sistema que había adoptado cuando se le consultaba era envenenar mañosamente las cuestiones y embrollarlas, para despUés encontrarles una solución y aumentar asi cada dia su fama de prudente y de sabio.

Diez o doce minutos después abrió los ojos, se quitó el dedo de la boca y dijo:

- Es un negocio oficial como otro cualquiera, y nada más, y no debe dársele otro carácter. ¿Si usted me permite? ...

- Con el mayor gusto.

Se sentó, tomó una pluma y un pliego de papel marcado, y escribió:

Mejor sería que el gobernador del Estado de Puebla, en vez de gastar cuatrocientos pesos en cada gorra de pelo para los llamados granaderos, emplease esos fondos en pagar escoltas para que cuidaran el camino. Es una vergüenza que diariamente roben la diligencia en el territorio del Estado, donde nada puede hacer el gobiemo federal.

¿Le parece a usted? -dijo Bedolla presentando el pliego de papel al ministro.

- Lo que sería importante es que saliese en el diario del gobierno.

- ¡Oh, por supuesto que saldrá en el Diario Oficial! Si hay alguna crítica en la prensa o cualquier otra cosa de importancia, se les echará la culpa a los editores, y el gobierno se lavará las manos.

Cuando el gobernador de Puebla leyó el artículo del Diario Oficial, le sucedió a su vez lo mismo que al ministro, parecía que le habían prendido un cohete en ... las espaldas. Llamó inmediatamente a su secretario y concibió de pronto proyectos a cual más horrorosos, llegando hasta el punto de tratar de pronunciarse, invitar a los otros Estados a que hiciesen lo mismo, y derribar ai gobierno; pero una poderosa consideración lo obligó a cambiar de propósitos.

Calmado un poco su enojo por las reflexiones de su secretario, se resolvió a dirigir una enérgica comunicación al gobierno, que en el acto dictó, y decía así:

Con el mayor asombro y con el más profundo sentimiento, he leído en el periódico oficial un párrafo en que se ataca y se calumnia al Estado con motivo de la formación de un batallón de granaderos.

El Estado de mi mando es Libre, Soberano e Independiente, Y en consecuencia, tiene derecho de emplear sus rentas de la manera que le agrade y crea más conveniente.

Si se ha levantado y puesto sobre las armas un batallón de granaderos, es para defender las libertades públicas, y especialmente para conservar incólumes los derechos y soberanía de los pueblos que componen el Estado, y no por eso desatiende sus demás obligaciones, y en lo que toca a la paz y seguridad que se disfruta, como es un hecho, inútil parece ningún género de observaciones, y si las diligencias son atacadas los más días de la semana por una numerosa cuadrilla de enmascarados, esto pasa en el camino real que está al cuidado de la Federación, y a propósito podría yo permitirme alguna alusión, pero no lo hago por el respeto que merece el alto carácter del Primer Magistrado de la República; pero sí debo decir, con la energía que me da una conciencia libre de todo reproche, que si el Estado es tratado otra vez de la manera que lo hace el Diario Oficial, se verá precisado a resumir su soberanía y salvar su responsabilidad, por las funestas consecuencias que necesariamente sobrevendrán para la paz de la República.

El insigne Bedolla fue llamado otra vez con urgencia.

- Lea usted, lea usted, amigo Bedolla, y verá la explosión que ha producido su párrafo. Me lo temía yo. El Estado de Puebla reasume su soberanía, ahora que precisamente estamos amenazados de una coalición.

- Ya me lo esperaba también yo -contestó Bedolla con mucha calma y sonriendo-; el piquete le ha dolido.

- ¡Caramba, si le ha dolido! Pero no hay que alarmarse; y sobre todo, que por ahora no sepa nada el presidente, porque es capaz de salir en persona con la guarnición de México y caerle al gobernador y hacer pedazos a él y a sus granaderos.

- Yo tengo gran influjo y amistad con el gobernador de Puebla. Creo componer el asunto y si usted quiere ...

- ¿Cómo no he de querer?

- Por servir a usted daría hasta la vida, señor ministro, y espero darle buenas cuentas; pero se necesita una fuerte escolta y algo para gastos.

- Cuando usted quiera.

En efecto, al día siguiente al salir la luz, el licenciado don Crisanto Bedolla como comisionado, y su condiscípulo el licenciado don Crisanto Lamparilla, como su secretario, salían de la garita de San Lázaro seguidos de dos escuadrones de caballería con dirección a Puebla.

Durmieron en la hacienda de la Asunción, donde los obsequió don Mariano Riva Palacio, a quien contaron muy en reserva la importante comisión que iban a desempeñar, y continuaron su camino.

Evaristo, que era en realidad el que ocasionaba el conflicto entre el gobernador de Puebla y el ministro, disolvió a sus indios enviándolos a sus carboneras, y él y don Hilario no pararon hasta el rancho de los Coyotes.

Bedolla y Lamparilla no encontraron ni un alma en el camino, y las cuatro diligencias de Zurutuza hicieron ese día su viaje sin el enor accidente.

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