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PRIMERA PARTE



CAPÍTULO QUINCUAGÉSIMOCUARTO



EL CASAMIENTO DE MARIANA

Todas las habitaciones de la casa estaban abiertas, y los dos salones del frente, que nunca se abrian, llenos de luz que les entraba por las grandes ventanas, lucian sus arañas de plata maciza, sus exquisitas pantallas de Venecia y sus muebles antiguos flamencos del más delicado gusto.

Las comidas se sirvieron durante los primeros dias en el chocolatero o en el departamento que ocupaba cada persona; pero fueron llegando el obispo, tres curas, dos mineros, cuatro hacendados y, por último, en un tren lujosisimo, el marqués del Apartado y la rica señora doña Pomposa, que debían apadrinar a los novios.

El marqués de Valle Alegre no salió muy contento de la visita que hizo a Mariana, a la que no habia vuelto a ver. Frialdad completa, desaires y desprecios. No se necesitaba tener mucha perspicacia para conocer que la condesita tenía la más grande repugnancia por el casamiento, y que era una víctima de las preocupaciones de su padre.

La visita a los salones y a los diversos departamentos, tan bien arreglados y dispuestos, lo distrajo un poco, cuando al recogerse en su cama con sus propios pensamientos, no pudo menos de confesarse que cometia un gran disparate en casarse y que su vida iba a ser un infierno. ¡Y lo que es la naturaleza humana! La contradicción habia picado su amor propio.

- ¿Si estaré yo enamorado de mi prima? Seria la última de las desgracias que me pudiera suceder. Sin amor, qué me importará su indiferencia y sus desdenes continuos; ella en su recámara y yo en la mia. ¡Oh, no! ¡Qué vergüenza, qué mengua, qué ridiculo para un hombre de mi experiencia y de mi edad, corrido de mundo y cansado de mujeres! Si, lo mejor será marcharme en la madrugada dejando una carta al conde. Decidido, y no hay que pensarlo más.

Se levantó, se acercó al escritorio de ébano y marfil que estaba frente a su cama y escribió:

Conde y señor mío:

Mariana me aborrece; no puedo aceptar su mano. Os doy las gracias y os hago un servicio evitando la desgracia de vuestra hermosa hija.

EL MARQUÉS DE VALLE ALEGRE

No obstante la hora avanzada de la noche, mandó con uno de los criados que velaban a su puerta, buscar a don Remigio, que no tardó en llegar.

- A las cuatro, antes que amanezca, me hará usted el favor, don Remigio, de que con un tiro de la hacienda esté lista mi carretela, mis dos caballos ensillados y seis mozos que usted escogerá. Mi avio se lo he regalado al conde. Me voy a México, y cuando el conde despierte le entregará usted esta carta.

- Pero, señor marqués ..., ¿es posible? ¿Lo ha pensado usted bien? ¿Qué dirá el conde?

- Ya sé lo que dirá, y tendremos seguramente un duelo a muerte ... Pero lo he pensado bien y estoy decidido, por lo pronto, mucha reserva, y que todo esté listo.

Don Remigio vio el cielo abierto a Mariana salvada, así que no insistió, y se retiró diciendo:

- El señor marqués será obedecido, y todo estará listo para las cuatro de la mañana.

Siendo cerca de las cuatro, don Remigio lo fue a despertar.

- ¿Qué se ofrece? -dijo sobresaltado y bajando de la cama.

- Van a dar las cuatro, y la carretela está lista fuera de las puertas de la hacienda. Era necesario hacerlo así para que el señor conde no se apercibiese de la marcha del señor marqués.

- He variado de opinión, don Remigio. No quiero desagradar al conde. Me quedo, que no sepa lo que ha pasado. ¡Qué alucinaciones y qué miedo pueriles asaltan a veces a los hombres que se llaman de mundo! ... ¿Tener yo miedo a una muchacha o a una mujer? Porque mi prima ya es una mujer. ¡Qué tonteria! Se casará con amor o sin él, porque se lo manda su padre; será mi mujer y yo la dominaré con el tiempo; y si no logro dominarla, peor para ella; se la pasará encerrada en su casa o visitando las iglesias, y yo tendré tanta libertad como la que he tenido. ¡Perder trescientos mil pesos que me entregarán en la Casa de Moneda luego que regrese a México! ¡Qué barbaridad tan grande iba yo a cometer! ¡Qué necio de haberme desvelado por los dengues de una mujer caprichosa y mal educada!

Y el marqués, abriendo a cada segundo tanta boca y bostezando, se desnudó y se metió en el mullido lecho, y diez minutos después roncaba como un bienaventurado.

Durante una semana no cesaron las fiestas.

Los nobles huéspedes eran atendidos al pensamiento, y el almuerzo y las comidas en el gran comedor duraban horas enteras.

Por fin, se fijó el domingo para la ceremonia. Mariana, unas veces aliviada, otras enferma, fue pasando esos dias (alegres para a la multitud que ocurrió a la hacienda) en una especie de agonia.

- ¿A qué horas acabas, Mariana? Todo el mundo está en la iglesia esperando.

Al oir los toquidos y la voz dura de su padre, Mariana cayó de rodillas y buscó debajo de su almohada el histórico puñal.

Don Remigio, que a cierta distancia no perdia de vista al conde, se acercó.

- Señor conde, las criadas me han dicho que la señorita condesa estuvo bien mala anoche y no durmió; si usted me lo permite, tocaré por la puerta del jardin.

- Bien, vaya usted en el acto, y enferma o como esté, que salga sin tardanza.

El marqués, alarmado del gesto feroz del conde y pensando que bien podria estar enferma su prima, trató de calmarlo, mientras que don Remigio corrió a tocar la puerta del jardin. Fue Mariana misma la que le respondió.

- ¡Imposible, don Remigio; no puedo, no puedo, por más que hago, ponerme este vestido de luto, de muerte, que me va a quemar el cuerpo como si fuese de fuego!

- Señora condesita, piense usted en su hijo, por el amor de Juan ... Un esfuerzo por mi ... por mí que sufro tanto como usted ... El conde está furioso, he leido en sus ojos inyectados de sangre ... Nadie sabe lo que va a suceder ..., quizá Dios nos salvará; pero pronto, pronto.

Estas palabras ocasionaron una reacción en Mariana. Volvió a colocar debajo de la almohada el puñal que tenía en la mano, y contestó:

- Bien, don Remigio. Allá voy; diga usted a mi padre que se me descompuso el peinado ... cinco minutos ... diez minutos a lo más, corra usted.

Don Remigio corrió, en efecto; calmó al conde; echó la culpa de la dilación a una de las camaristas.

- ¿Vio usted a Mariana? -le preguntó el conde.

- ¡Oh, no, señor conde! Estaba encerrada en su recámara acabándose de vestir, y me habló desde la puerta.

Mientras don Remigio y el marqués acababan de calmar al conde, Mariana, en cinco minutos, se puso el traje, arregló su peinado, se prendió las alhajas suyas y ni una sola de las que le había regalado el marqués; abrió la puerta de su sala y se presentó blanca, transparente como una muerta, con sus ojos descarriados y mirando a todas partes. El marqués le dio el brazo, y, derecha, erguida, fue caminando como una aparición del otro mundo.

Entraron a la iglesia por entre una valla respetuosa que formó la multitud, admirando la belleza de Mariana, que parecia una reina de la Edad Media que iba a recibir el juramento de homenaje de sus vasallos. El aspecto severo y duro del conde, con su uniforme caprichoso de capitán del ejército español, les dio miedo; y el marqués de Valle Alegre, aunque ya de edad, tenia un aspecto agradable y juvenil que les simpatizó mucho.

- ¡Qué hermosa pareja! -decian en voz baja las mujeres-. ¡Tan ricos, en buena edad, con tanto dinero, qué felices van a ser!

Tomaron asiento los novios, los padrinos y el conde en los sillones de terciopelo que se les tenian reservados; los curas salieron revestidos de riquisimos ornamentos de tela de plata y oro, y la misa comenzó. Después del Evangelio, el obispo subió al púlpito, y con voz dulce y persuasiva pronunció un discurso ensalzando el estado del matrimonio, no como el más perfecto, que para las mujeres era el de la virginidad, según San Jerónimo, pero si el más acomodado a la vida y a las costumbres cristianas. Se fijó mucho en los deberes de la esposa, en la sumisión respetuosa que debe tener por el esposo, en los cuidados de madre, si Dios disponía que tuviesen sucesión, concluyendo con estas palabras:

Los seres, en la tierra, se unen por la voluntad de Dios. Se empeñarían en balde todas las potestades de la tierra, y no lograrian unir dos almas que no hayan nacido la una para la otra.

Esta oración, que cuadraba bien en la situación de Mariana, la hizo volver en sí, levantó los ojos hacia el santo obispo que bendecia a los fieles que estaban presentes, y los bajó llenos de lágrimas.

El momento crítico se acercaba.

Uno de los curas echó a los hombros de los novios y los cubrió con un paño de lama de plata, y el obispo les pasó una cadena de oro por el cuello.

Mariana, en ese momento, y como queriendo inconscientemente quitarse la cadena fría que cayó en su espalda, alzó los ojos y miró al practicante, que, aterrorizado, fijaba en ella una mirada que expresaba su angustia. Una nube sangrienta pasó por la vista de Mariana. Creyó ver a Juan, o lo vio efectivamente, detrás del doctor, blandiendo un puñal, pronto a arrojarse sobre el marqués, sobre su padre y sobre ella misma, y hacer un sacrificio sobre el altar mismo; sin saber qué hacer y sintiendo que iba a caer postrada rompiendo su frente en las gradas, estrechó fuertemente la mano del marqués, y éste creyó que era la emoción, el amor.

El practicante no quitaba los ojos de Mariana, y ella también lo miraba a cada instante y volvía su vista al obispo pero no podía quitarse la visión terrible de sangre y apretaba la mano del marqués.

El obispo, que no se había apercibido de esta escena, continuó la ceremonia.

- ¿Recibís por esposa y compañera a doña Mariana de los Angeles Cecilia, condesa del Sauz?

- -respondió el marqués con una visible emoción que trataba de disimular.

- ¿Recibís por esposo y compañero a don Pedro Agustín de Gallegos y Girón, marqués de Valle Alegre?

Mariana miró al practicante y respondió, con voz nerviosa, pero firme, que se oyó en toda la iglesia:

- ¡No!

El conde quedó de pronto estupefacto, pero acertó a decirle al Obispo:

- Mariana está conmovida, nerviosa, no sabe lo que ha dicho, a quendo decir que sí; volvedle a preguntar.

- Reflexionad bien, hija mía, en vuestra respuesta; estáis turbada, reponeos un poco -y la miró el obispo dulcemente, animándola y procurando calmarla. Después de algunos instantes volvió a decir:

- ¿Recibís por esposo y compañero a don Pedro Agustín Gaegos y Girón, marqués de Valle Alegre?

Mariana, soltando la mano del marqués, dijo con voz firme:

- ¡No!

- ¡No! -dijo el conde con acento terrible poniendo la mano en el puño de la espada-. ¿Te atreverás a desobedecer a tu padre?

Mariana guardó silencio, y éste fue general durante algunos minutos entre los espectadores; se podia oir el aleteo de una mosca.

Al fin, como haciendo un supremo esfuerzo mirando con los ojos descarriados alternativamente a su padre y al practicante, exclamó con acento tan doloroso que debió llegar al corazón de la multitud que llenaba la iglesia:

- ¡No! ¡No es posible! ¡No puede ser, no puede ser! ...

El practicante, que veia que vacilaba, que en un momento podia escapársele el si de sus descoloridos labios, la miraba fijamente, le hablaba con los ojos, le decia que un momento de debilidad seria la señal de la muerte y de la sangre.

Juan, disfrazado sin que lo hubiese notado ni reconocido don Remigio, estaba oculto detrás del practicante, apretándole el brazo con una mano y con la otra apretando también un largo puñal, pronto a herir, a matar, a exterminar al marqués de Valle Alegre, al conde, al obispo, a Mariana, a él mismo, hundiéndose el puñal en el pecho después de haber satisfecho su venganza y acabado aun con la vida de aquella mujer, mártir del orgullo, de las preocupaciones de la raza y sangre azul y de las tiranias de su padre.

El practicante sufria con el apretón de los nerviosos dedos de Juan, como si le tuviesen asido el brazo con unas tenazas, y trasmitia a Mariana las impresiones, los sufrimientos, las resoluciones supremas de Juan, y Mariana, en esos cinco minutos, lo adivinó todo, y los instantes lúcidos de su atormentado pensamiento le permitieron pesar las consecuencias de su negativa, y las más espantosas si en un momento de debilidad se entregaba para toda su vida al marqués de Valle Alegre.

El marqués de Valle Alegre, que no obstante las escenas que pasaron entre él y Mariana al entregarle las donas, no pensaba ni remotamente que habia de ocurrir tan extraño lance.

Todo esto fue rápido, instantáneo; duró apenas unos cuantos minutos, y fue mucho, porque cada uno de los personajes, por distintas circunstancias, sufrían. Por fin, Mariana echó una mirada que dio miedo a los que estaban cerca de ella, se puso en pie, quitó de su cuello e hizo pedazos la cadena de oro; arrojó el paño de oro y lama a los pies del conde, y exclamó con la voz trémula y confusa de la desesperación:

- ¡No! ¡Mil veces no!

Y cayó como muerta en las gradas del altar.

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