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PRIMERA PARTE



CAPÍTULO CUADRAGÉSIMOCUARTO



EVARISTO SE CONVIERTE EN UN HONRADO AGRICULTOR

El sol salió, como de costumbre, despertando a los pájaros cantores, pintando de esmalte verde las hojas de los árboles, húmedas con el rocio y de variados azules las lejanas montañas. Las fieras y alimañas, saciadas con su banquete nocturno, volvieron a sus madrigueras, y la culebra de cascabel entró a su agujero, esperando cazar un ratón u otro animalito, ya que no había tenido acierto de morder un talón del réprobo que vino a turbar su reposo.

La luz hizo un bien a Evaristo, que fue recobrando no sólo su ánimo sino sus feroces instintos.

Del caballo no quedó más que el esqueleto. De la mula había todavía una mitad, que serviría para la cena de los lobos en cuanto se hiciera de noche.

¿Qué hacer? ¿Pasar otra noche terrible como la que había precedido? ¡Imposible!

Lleno de miedo, recogió sus arneses y frazadas, las colocó sobre la vieja mesa que fue su tabla de salvación, y resolvió ponerse en camino.

Echó a andar con sus pistolas ceñidas en la cintura y un jorongo, dejando el resto de su equipaje lo mejor acondicionado que pUdo, y una media hora después había descendido por una barranca poco profunda a la orilla opuesta, tomando la vereda de la izquierda, que iba gradualmente elevándose por entre los árboles, que cada vez eran más espesos.

Evaristo perdió la cabeza, adolorida por la fiebre. El cansancio de la subida hacía imposible que continuara su marcha, y cayó sin duerzas, creyendo que tendría que pasar la noche en el bosque, donde sin duda sería atacado por los tigres. Casi sentía no habere quedado en el rancho.

Cayó en la yerba, y en una o dos horas no supo si sueño, sopor o desmayo le privaron de toda sensación. Despertó al fin, sacó, como quien dice, fuerzas de flaqueza y se volvió a poner en camino retrocediendo hasta la orilla de la barranca. Allí tomó la vereda de la izquierda; que era el camino recto, y como de bajada antes de oscurecer divisó la torre de una iglesia, que debería ser de Chalco, de Texcoco y a medida que andaba la perdía de vista en los tornos, subidas y bajadas, y la volvía a descubrir cuando se hallaba a alguna altura, hasta que por fin la perdió enteramente de vista cuando acabó de anochecer, bien que no estuviese OScuro ni lluvioso. No hubo más remedio; siguió caminando adelante, sin tomar ninguna vereda, y no supo ni cómo ni a qué hora se encontró en el pueblo de Tepetlaxtoc. Ni mesón, ni casa, ni choza abierta. Se acomodó en un banco de ladrillo y rendido y descoyuntado no tardó en dormirse profundamente.

A la mañana siguiente, cuando despertó con los primeros rayos de la luz, se encontró sin su jorongo y sin sus pistolas.

Para no dejar en duda al lector y que le parezca inverosímil el daño que la mala gente hizo a nuestro benemérito tornero, le diremos que el robo lo cometió el mismo dueño de la pulquería.

Ni por la imaginación le pasó que el dueño de la pulquería fuese el autor del robo; así que luego que abrió entró y lo encontró muy afanado limpiando sus tinas y su mostrador.

El pulquero, muy amable y campechano, satisfizo todas las cuestiones de Evaristo, y le indicó una casa del frente, donde había un vecino que podía alquilarle un caballo y guiarlo hasta La Blanca.

- Amigo -le dijo-, caminará con toda seguridad y llegará temprano a La Blanca.

Evaristo quedó muy agradecido al pulquero y dirigiéndose al vecino, se arregló con él, y después de tomar una taza de atole Y un pambazo, se puso en camino, acompañado de su guía para la hacienda de La Blanca.

Cuando el administrador de La Blanca vio a Evaristo en tan lamentable pelaje y escuchó la narración de la horrorosa noche, se quedó admirado de que hubiese resistido a tanto contratiempO, consideró que no llevaría a cabo su contrato, y el rancho de los Coyotes quedaría de nuevo abandonado.

- Los cincuenta o sesenta pesos que he perdido es lo que me pica -le respondió Evaristo-. Pero eso no hace al caso, sino lo del arrendamiento. Yo no puedo pagar por eso, que no es finca ni maldita la cosa, los 200 pesos cada año que hemos convenido. ¿De dónde voy a sacar 200 pesos, aunque me deje comer por los alacranes y culebras que hay en la maldita casa?

El administrador, que iba a perder la única ocasión de arrendar el rancho, le hizo varias proposiciones rebajándole la renta de cinco en cinco pesos, pero Evaristo, inflexible, repitió su resolución de abandonar el negocio.

- Vaya, por último -le dijo el administrador-, por este año nada me dará de renta; el entrante pagará sólo cien pesos, y el tercer año, que ya tenga sus cosechas y en corriente el esquilmo del carbón, serán cuatrocientos pesos por toda renta.

- Ya eso da en qué pensar, y si me convida a almorzar, que casi me muero de hambre, hablaremos después como hombres de bien.

- Si no es más que eso, debemos considerarnos como arreglados. En media hora que gastaré en dar una vuelta por las labores, estará la cocinera lista. Mientras, piense en qué pueda auxiliarle la hacienda, que con voluntad lo haré, seguro de que la ama nada dirá en contrario.

El administrador montó a caballo y se fue al campo; Evaristo pagó y despidió a su guía y quedó pensando en todo el partido que podía sacar de la mala noche.

En esto volvió el administrador, y como en efecto estaba la mesa puesta, sentáronse los dos ya de buen humor y dispuestos a cerrar el trato.

Estaban acabando cuando entró un mozo diciendo al administrador que acababa de llegar una cuadrilla que venía de Chalma, donde la gente es trabajadora y buena.

- Tenemos compromiso -dijo el administrador al mozo- de tomar a la cuadrilla que trabajó el año pasado en Tepetitlán, y ya la tenemos experimentada. Diles que esperen un poco, y dales mientras de comer.

Es necesario para los que no conozcan la vida del campo en México, explicarles lo que es una cuadrilla. Los trabajos agrícolas se hacen de dos maneras: o por gentes que viven avecindadas en las haciendas, en unas miserables chozas inmediatas a la casa principal, a las trojes y oficinas, o por los vecinos de los pueblecillos más o menos numerosos, inmediatos a los linderos, y que las más veces están en disputa con los propietarios por cuestiones de tierras o porque el hacendado los aleja e invade los terrenos o los pueblos, arriman sus zanjas y se toman cuando menos los potreros de las grandes fincas. ¿Quién tiene razón? Es de creerse que las más veces la tienen los indios, que en el último caso fUeron los primeros propietarios de la tierra y que tradicionalmente poseen pequeñísimas porciones donde apenas cabe su jacal de palma y cuando más cuatro a seis cuartillos de maíz de siembra. Debemos recordar que negocios de esta clase ocuparon al insigne licenciado don Crisanto Bedolla. Hay otras haciendas que por falta de terreno, por economla o por cualquiera otra razón, no tienen real (1), como llaman en las haciendas de caña y azúcar, que reciben cuadrillas ambulantes de indios o las mandan buscar a grandes distancias. Recogida la cosecha, las cuadrillas se marchan a otra parte y la finca queda con unos sirvientes para la cocina, carros y cuidado del ganado.

- ¿Sabe, amigo -le dijo el administrador-, que he mandado detener a la cuadrilla para lo que pudiera convenirle? Y si después que hablemos no le gusta, fácil es que se vayan los indios, que al fin unas tortillas y un poco de chile no le duelen al ama, que siempre encarga que no se despache a ningún indio sin haberle dado algo. Lo mismo soy yo; y es raro, porque otros administradores lo que suelen dar a los indios son cuartazos y palos en vez de pan o tortillas. Por eso a la hora que necesitan gente, trabajo les cuesta encontrarla, y tienen que pagarla hasta a cuatro y cinco reales: pero vamos a nuestro asunto. Si usted ajusta a esta cuadrilla baratita, yo le ayudaré; puede usted limpiar la casa, rozar un poco el monte y comenzar a hacer carbón; y si estos indios no saben, ya le prestaré dos carboneros de la hacienda que los enseñarán.

- No dice usted mal -contestó Evaristo-, pues que firmaremos las condiciones que me ha hecho y que me convienen, fuerza es que no me esté con los brazos cruzados.

- Pues al avío, amigote -le contestó el administrador muy contento-, y cuente en todo con la hacienda. Por de pronto, me prestará un caballo y me marcharé a Texcoco para comprar algunas cosas necesarias.

Evaristo montó a caballo, hizo su excursión a Texcoco, donde compró lo más necesario para pasar unas semanas en el desierto que iba a habitar, volvió antes de oscurecer, cenó amigablemente con el administrador, y toda la plática, hasta que se acostaron, fue de los preparativos que había que hacer el día siguiente.

En efecto, amaneciendo Dios, Evaristo, montado en un arrogante caballo, con un mozo a la izquierda que le servía de guía, y seguido de seis burros cargados con las provisiones, instrumentoS, fusiles Y otra porción de cosas, y la cuadrilla compuesta de veinte personas entre peones, muchachos y mujeres, salía de la hacienda. Y este nuevo y audaz colono, ¡parece cosa increíble!, iba a ocupar un desierto, a luchar con víboras, alacranes y animales feroces, a abrirse paso por el espeso monte, a reedificar una finca, donde en otros siglos habitó quizá algunos de los afortunados y valientes conquistadores, a labrar una tierra fértil, donde durante muchos años no habían crecido más semillas que las de los grandes y soberbios cedros de la montaña.




Notas

(1) Pueblo, a veces muy considerable, que está dentro de los linderos de las haciendas.

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