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PRIMERA PARTE



CAPÍTULO CUADRAGÉSIMOTERCERO



UNA NOCHE EN EL RANCHO DE LOS COYOTES

Fácil es suponer que la cabeza que observó el señor Lamparilla desde el lugar donde estaba almorzando no era otra sino la de Evaristo, y que las huellas que reconoció Cecilia eran también las del fugitivo, a quien no le convenfa de ninguna manera ser descubierto.

La vida del tornero, desde que llegó a Chalco después del naufragio, había tomado diversas fases.

Un día de cada semana montaba en un caballo flaco y flojo y en una vieja y remendada silla, y recorría los pueblecillos y ranchos cercanos para rescatar maíz, que pagaba al contado y aún hacía sus préstamos y anticipaciones para obtenerlo más barato.

Esta era la vida aparente para lo que se llama público, pero la positiva que llevaba era muy distinta. Evaristo tenia dos ideas fijas: Cecilia y dinero.

No podremos decir que Evaristo estuviese enamorado de la trajinera. La pasión verdadera que se llama amor no puede alojarse en corazones duros y rebeldes a todo buen sentimiento.

En las noches, especialmente las oscuras y tempestuosas en que ni los gatos ni los perros asomaban la nariz, Evaristo rondaba por la casa de Cecilia, trazando planos topográficos como el más consumado ingeniero.

Tuvo la fortuna de que, en una de sus excursiones, encontrase abiertas las puertas de la habitación de Cecilia que ya conocen los lectores, y fue para él una noche de delicias. Pasó revista al guardarropa y se consideró formándose ilusiones, como en el cielo de Mahoma entre las enaguas limpias y olorosas, entre los deslumbrantes castores y finos rebozos y la primorosa colección de calzado de seda. Todo esto lo abrazó, lo besó, lo miró veinte veces y concluyó por arreglarlo todo en el mismo orden en que estaba.

En sus excursiones en busca de maíz fue un día a dar a la hacienda Blanca; compró allí algunas cargas, una poca de cebada y además un caballo regular del administrador, porque su caballejo ya no podía andar. El bárbaro le habla hecho con las espuelas unos grandes agujeros en los ijares, que se le habían agusanado. Con estas relaciones y con nuevas visitas a La Blanca, se ganó cierta confianza con el administrador y con los sirvientes, y platicando de una cosa y otra, vinieron a dar en las cuestiones de siembras, de cosechas y de la falta de seguridad, por cuya causa no se había podido arrendar un rancho muy productivo y de buenas tierras.

- Si usted se resolviera a arrendar a mi ama el rancho de los Coyotes, se lo daría muy barato -le dijo el administrador.

- ¿Y dónde está el rancho? -interrogó Evaristo.

- Pertenece a esta hacienda, y está aquí arriba, en el monte. Hace años que está abandonado. Si a usted le acomoda, hablaré a mi ama y pronto concluiremos el negocio.

Quince días después Evaristo abandonaba su comercio de maíz en la gran ciudad de Chalco, y se instalaba como arrendatario del solitario rancho de los Coyotes.

El tal rancho estaba situado en la falda del monte, entre Chalco y Texcoco, y era necesario costear por estrechas veredas el alto y majestuoso cerro del Telapón para dar con la casa, que era amplia, con extenso corral, ocho o diez piezas, dos eras, una troje grande y un portillo con su cercado, y guardaban el edificio, de uno y otro lado, dos torreones con almenas y troneras, como si fuese una fortificación de la Edad Media: pero todo en un estado de abandono y de ruina que materialmente se caían las paredes a pedazos.

Evaristo no hubiese dado con el rancho, ni aún adivinado dónde estaba, si no hubiese sido conducido por el administrador de La Blanca, que solemnemente le fue a dar posesión.

- Porque lo veo lo creo -le dijo el administrador, mientras Evaristo descargaba una mula en la que había conducido dos cajas que contenían ropa y provisiones-. Pero no pensaba que hubiese quién se arriesgara a quedarse en este rancho. Conque, amigo, nos veremos, que tengo que estar en la hacienda antes de que anochezca, y las subidas y bajadas no dejan de ser peligrosas por los derrumbaderos.

Evaristo, que encontraba el rancho que ni mandado a hacer para la ejecución de sus siniestros planes, sonrió como burlándose de las observaciones del administrador y le contestó:

- ¿Qué quiere usted, amigo? Los pobres tenemos que acostumbrarnos a todo; y cuando es uno hombre de bien y tiene cuatro tiacos, es fuerza trabajar.

Cuando Evaristo acabó de descargar la mula y de desensillar SU caballo los condujo a la caballeriza y los ató al pesebre; una verdadera madriguera de murciélagos, que comenzaban a removerse, pues era ya la hora del crepúsculo, espantaban al caballo y a la mula, y zumbaban sus alas muy cerca de las orejas del tornero.

Como la tarde se le iba a toda prisa y presagiaba una noche negra, se apresuró a terminar pronto lo que tenia que hacer para medio arreglar su instalación.

Tendió en un rincón sus armas de agua y sus frazadas, colocó en vez de almohada su silla de montar y con esto pasó el mal humor que le causaron los murciélagos, creyendo que iba a dormir como un patriarca. La falta de velas la supliria haciendo una buena lumbrada frente a la puerta del cuarto, lo cual contribuiria a disipar la humedad.

Afanado y distraído con estos trabajos, pasó el tiempo sin sentir; cerró la noche, efectivamente negra y húmeda, y comenzaron a escucharse los ruidos misteriosos de la montaña.

Evaristo estaba a punto de acabar con su yesca y con el manojo de pajuelas que tuvo la precaución de traer, y la leña y ramas húmedas no podían arder. Oscura completamente la noche, Evaristo entró a tientas a las piezas a buscar palos, leña o siquiera basura seca para alentar la hoguera, y no encontró más que la única silla quemable en el rayador, pues era una especie de butaca de vaqueta.

Con facilidad arrancó una puerta, que hizo rajas con la barreta, y en breve logró un fuego que alumbró las negras profundidades del espeso bosque. Evaristo, fatigado, se sentó junto al fuego a meditar y combinar el giro que debía dar a su vida.

A cosa de media noche los aullidos de los lobos y coyotes, que al principio había escuchado muy lejanos y en los que distraído con sus maquinaciones no había fijado su atención, se hicieron más perceptibles y cercanos, mezclándose de vez en cuando con algún rugido de tigres.

Evaristo no había pensado en las fieras, que abundaban en ese monte. Olfateando carne que devorar y atraídos por la lumbre andaban ya muy cerca.

- ¿Si será mi suerte morir devorado por estos animales feroces? -se dijo.

Atrancó bien con las barretas y palas y no contento con esto arrimó la mesa contra la puerta y, considerándose seguro, y fatigado por otra parte con la caminata y trabajo, se echó en su improvisada cama y no tardó diez minutos en dormirse.

Un punzante dolor, como si le hubiesen picado en el muslo con una lezna, lo despertó. Acudió con la mano, y un piquete igual en el dedo lo hizo saltar y sentarse. Un tercer piquete en una nalga lo hizo poner en pie y lanzar un grito de dolor y de rabia. Por sus piernas y espaldas sentía a la carrera de los alacranes. Se quitó precipitadamente la camisa, haciéndola pedazos, no sin recibir tres o cuatro lancetazos más. En sus calzoncillos había un nido de cochinillas y de multitud de insectos que se habían criado con la humedad y basura de aquel cuarto, donde hacía cinco años que no había entrado alma humana. Pero un ruido seco y acompasado, que cesaba y volvía a comenzar, le indicó que había, debajo, tal vez de su silla de montar, una culebra de cascabel. Evaristo se llenó de horror, se encomendó a Dios y se puso a llorar como un niño.

El peligro y susto que le causó la certeza de que habla cerca de él serpientes que mataban con su mordida, ocasionando horas de horribles ansias y tormentos, le habían hecho olvidar los piquetes de los alacranes menos venenosos en la tierra fría, pero que le causaban dolores agudos y un escalofrío que era más fuerte hallándose completamente desnudo y de pie en el único refugio que le reservó la Providencia, siempre compasiva aun con los más endurecidos criminales. ¡Qué noche!

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